Era mi segundo embarazo, ya conocía cómo funcionaba todo y por eso, desde el inicio supe que tendría una segunda cesárea. Pese a que me fui de la Región Metropolitana en 2021, busqué un equipo de partos respetados en una clínica del sector oriente de Santiago, pues aún no conozco los servicios de salud en regiones. Sin embargo, hasta el día de hoy me pregunto si efectivamente esta fue la mejor decisión.
Viajamos mes por medio a controles presenciales con mi equipo médico soñado: ginecóloga muy amorosa y feminista, buen ecógrafo y una matrona que recuerdo cómo una leona protectora. El resto de controles los realizamos de manera remota sin ningún problema. Durante nueve meses mantuve viva la ilusión de tener mi cesárea respetada para así sanar la herida de haber tenido tan poco apego con mi hijo mayor. Esto fue un gran esfuerzo porque teniendo un pre escolar en la familia, cada vez que tocaba viajar había que recurrir a nuestra red de apoyo, coordinar bien la logística, pedir permiso en los trabajos, etc.
Pese a que sabía cómo era un embarazo, no paré de llevarme sorpresas. Vomité hasta el quinto mes y cuando esto cesó, comenzó la acidez, tuve contracciones, útero irritable y además me acompañó una eterna lumbociática que me mantuvo con kinesiologa a domicilio. Este embarazo no fue tan fácil como el anterior.
Sólo ocho semanas antes de parir, me enteré que probablemente mi ginecóloga no estaría disponible, pues planificó vacaciones, lo que me desilusionó muchísimo. En paralelo comencé a atenderme con quien me realizaría la cesárea: un ginecólogo con un humor muy particular y con fama de ser muy bueno en urgencias. Tristemente empecé a despedirme de la cesárea con túnel y del apoyo de mi carismática ginecóloga.
Cuando llegó el día, nada salió como esperaba. Lloré mucho al despedirme de mi hijo mayor, saber que ese adiós era el último como hijo único y que a contar de ese momento mi tiempo se compartiría en dos me partía el corazón. Llegamos a la clínica, ordené las cosas en la habitación que me asignaron y nos fuimos a pabellón.
La matrona me puso la lista de música que con mi marido creamos, intentando generar un ambiente de tranquilidad para conectar con mi chiquitita que estaba por nacer. La cesárea fue rapidísima. Me pasaron a mi guagua, con mi marido lloramos de emoción hasta que de pronto supe que algo no andaba bien.
¡Compresas, compresas! Oí como pedía el ginecólogo a la arsenalera. Mi marido me hizo cariño en la cara y me dijo que me quedara tranquila, que todo estaría bien. Pero yo cada vez comencé a perder más fuerza y toda esa paz que me entregó mi guagua al estar sobre mi pecho, comenzó a desvanecerse. Perdí más energía y le dije a mi marido que tomara a mi hija porque ya no tenía fuerzas. Luego de eso ambos salieron del pabellón para medirla, pesarla y los típicos exámenes de rutina. En paralelo seguí escuchando complicado a mi ginecólogo, mientras comencé a quedarme dormida.
Realmente no sé cuánto rato pasó, pero cuando mi marido entró a la habitación nuevamente, vio que el útero estaba fuera de mi cuerpo y que el doctor estaba lleno de sangre. El problema fue que se pasó a llevar una arteria uterina que se desgarró provocando una hemorragia de difícil control. Mi marido y la matrona entraron con mi hija al pabellón y ella me la puso en el pecho para que succionara calostro por primera vez en su vida. Sentí que cada succión que mi hija hacía, me devolvía un poco de vida. Con ella en mi pecho pensé que no podía morir.
Después de controlar la hemorragia me indicaron que debían transfundirme porque perdí mucha sangre, y que la primera noche de mi hija sería en la salacuna; yo estaría en la UCI. Mi marido con gran tristeza se despidió de ambas, tomó nuestras cosas y volvió al departamento de mi cuñado donde estaba nuestro hijo, fingiendo que todo estaba bien.
Esa noche tuve mucho dolor. Me despedí con desilusión de la cesárea respetada y del apego que tendría con mi hija menor. Soporté el dolor físico más grande que he sentido y viví con ansias el apuro de que me derivaran a maternidad para estar contenida en los brazos de mi marido y poder abrazar a mi recién nacida. Esto ocurrió al día siguiente cerca de las 17 horas, casi un día después de que mi hija llegara a este mundo.
El control de la hemorragia y la sutura de la arteria provocó problemas en el uréter, por lo cual a los días tuve que ingresar a un pabellón nuevamente. El ginecólogo pesquisó esto rápido, pero honestamente nunca sabré si lo que ocurrió fue por negligencia o por mala suerte. Este pensamiento me persigue a veces. Pero lo que más me persigue es el duelo por planificar lo que no pude tener, y el miedo a morir siendo madre.
Este segundo puerperio estuvo cargado de pensamientos fatalistas, de mucho llanto y miedo a no estar para mis hijos. Estuvo cargado de la cara de preocupación y tristeza que mi marido quiso esconder de mí, el día que nació nuestra hija. Sé que debo trabajar estos dolores, sanar con terapia, pero obviamente no he podido; tener dos hijos vuelca la atención en ellos y no me he dado el espacio terapéutico más que escribir estas líneas y un par de cuentos para sanar.
Sigo pensando en trabajar la idea de que finalmentenada está bajo nuestro control. Pero honestamente, este pensamiento vive en el mundo de las ideas, porque aún me duele lo que nos pasó.
Catalina es lectora de Paula. Madre de un hijo de 6 años y una hija de 9 meses.