Paula 1151. Sábado 5 de julio de 2014.

Yvonne González (46) avanza decidida por las calles de Williamsburg. Cada tanto se detiene para saludar a alguien que le grita entusiasta desde un café o desde la ventana de un auto. El barrio está ubicado en Brooklyn, muy cerca de Manhattan. Solo hay que atravesar el río para encontrarse rápidamente en medio de la ruidosa y acelerada Gran Manzana. Pero ese trecho de agua que lo separa de la urbe trajinada, hace que conserve cierto clima pueblerino, con sus fachadas continuas y edificios bajos, excepto un par de torres que ahora se han construido hacia el norte.

Yvonne lleva botines con aplicaciones de telar aimara y minifalda sin medias, a pesar del viento frío que impera sobre el tímido sol de una primavera incipiente. A su lado, varios chicos de entre 2 y 4 años caminan alegres y parlanchines, pero muy ordenados en su fila. Son los niños que asisten a Mi Escuelita, el jardín infantil que hace 10 años Yvonne instaló en ese barrio y que hoy es referente de educación creativa y desarrollo emocional. Los niños se dirigen a su clase de yoga en Kula Project, el centro más prestigioso de esta disciplina que hay en Williamsburg y que pertenece a una de las mamás del jardín.

A comienzos de 2000 el sector se convirtió en el nuevo SoHo, levantándose como un núcleo que concentró la movida cultural independiente. En Williamsburg viven muchos de los chilenos que van a probar suerte a Nueva York, la meca del arte contemporáneo. También allí es donde tiene casa y taller Iván Navarro, el más exitoso representante de los artistas nacionales de su generación. Fue Yvonne quien le consiguió a Navarro su primer trabajo remunerado en una fábrica de muebles y, después, su taller para trabajar. "El primer día que llegué conocí a la Yvonne. Y al rato me preguntó: '¿Qué quieres hacer acá? ¿A qué viniste?'. Yo me quedé pasmado", cuenta Navarro. "Yo creo que con la Yvonne nos hicimos amigos porque ninguno de los dos éramos cuicos y la mayoría de los chilenos que vienen acá lo son".

MADE IN VILLA FRANCIA

Cuando tenía 4 años Yvonne ya sabía leer y escribir. Y se las daba de maestra en una "escuelita" improvisada. Sentaba a los vecinos de su edad en las escaleras del block donde vivía, en la Villa Francia, y les enseñaba a leer y a escribir.

De madre peluquera y padre electricista, ella y su hermano Jorge (siete años mayor) fueron la primera generación de su familia que accedió a estudios universitarios. Jorge entró a Arte en la Universidad de Chile y, años después, Yvonne lo siguió. "Allí conocí a Adolfo Couve y él me insistió en que tenía que pintar", cuenta. El hecho es que, al poco tiempo, Yvonne se convirtió en una pintora reconocida por sus pares y profesores.

En la universidad se puso a pololear con un artista que se fue a vivir a Nueva York y, meses más tarde, ella abandonó su carrera para reunirse con él. Tenía 23 años. "Dejé todo y me fui sin nada, literalmente, sin nada". En Nueva York su novio consiguió trabajo en la Columbia University, al tiempo se casaron, hicieron mil cosas y, tras diez años de buscarse la vida juntos, se separaron.

"Cuando llegamos nos instalamos en el Upper West Side. Vivíamos en una pieza mínima. No teníamos nada, compartíamos hasta el desodorante. Además, yo no sabía una palabra de inglés. Me pasé un mes estudiando en la casa, viendo programas de cocina en la tele y traduciendo canciones gringas. Después empecé a ir a unas clases gratuitas que daban en una iglesia, adonde iban puros inmigrantes chinos, iraníes, de todas partes".

Pasado un tiempo, entró a unos cursos de Arte en la misma Columbia. Más tarde la chilena de Villa Francia obtuvo un diploma en Estudios Avanzados de Arte en una de las universidades más importantes del mundo. Entremedio, comenzó a trabajar de baby sitter. Luego, la pareja se mudó a Williamsburg e Yvonne llenó las calles de carteles promocionando sus servicios: "Cuido niños. Canto, bailo, pinto, hablo español", anunciaba. La llamaron entonces de una cooperativa de padres, en pleno centro del SoHo, para que se hiciera cargo de un espacio comunitario en un parque, donde cuidaba niños junto a padres y madres que se turnaban. "Los papás estaban súper comprometidos. Yo aprendí con ellos. Eran artistas, músicos, cocineros".

"Soy artista y funciono desde ahí. Lo que más me importó desde el comienzo era que los niños lo pasaran bien y desarrollaran habilidades emocionales que son las que te llevan a triunfar en la vida. Y para eso tenía que tener profesores lindos y motivados. Y una buena estructura, cosas lindas, cosas ricas, música y arte".

En 2004, y con 10 años de experiencia con niños, Yvonne decidió instalar su propia escuela. Pero la cosa venía dura. Recién se había separado, comenzaba otra vez sola y no tenía la plata suficiente para montar la empresa. Pero tenía el capital más importante: la decisión. "Yo sabía lo que quería y sabía que podía hacerlo", dice. Sacó tres tarjetas de crédito, pidió unos avances en efectivo y comenzó con dos niños que había cuidado en el SoHo, cuyas madres le aseguraron que la seguirían a ojos cerrados.

"Siempre pensé que la escuelita tenía que tener una buena estructura, cosas lindas, cosas ricas, música y arte. Soy artista y funciono desde ahí. Lo que más me importó desde el comienzo, era que los niños lo pasaran bien y desarrollaran habilidades emocionales, que son las que te llevan a triunfar en la vida. Y para eso tenía que tener profesores lindos, motivados, que les guste el arte y no se estresen. También siempre tuve claro que tenía que ser una casa con patio, en un barrio acogedor. Ese clima familiar no es común en las escuelas prebásicas de Nueva York y, por eso, los padres lo valoran muchísimo", dice.

"A CREATIVE PLACE FOR CHILDREN"

Ese es el eslogan de Mi Escuelita. El grupo de niños que juegan en el jardín es colorido y gracioso. Cada uno tiene su propio estilo y su personalidad definida. Un niño de 3 años lleva el pelo largo con un mechón teñido y, una rubiecita de la misma edad tiene pintadas de azul las uñas de sus diminutas manos. Algunos ya hablan, otros apenas balbucean. Se mueven en inglés, y también en español –que es el segundo idioma en Nueva York– el que han aprendido en el jardín, además de las lenguas de sus respectivas casas, cuyos padres son, en un 90%, inmigrantes llegados de Dinamarca, Palestina, Israel, México, España y otros lugares del mundo. "Acá hay diversas culturas y creencias. Esto es Nueva York. Y les decimos a los papás que compartan sus tradiciones. Hay unos padres que son palestinos y nos enseñaron que el día en que comienza la primavera allá se lanza un pasto en el aire, para simbolizar una nueva etapa. Los niños acá lo hicieron y les encantó. Después fueron a su casa a contarlo".

Hoy es el Día de la Tierra y los chicos salen a recoger basura de las veredas del barrio. "La idea es no tener un programa rígido, ni inyectar contenidos, sino que la realidad nos entregue la pauta de lo que tenemos que hacer", explica Yvonne. "Ahora descubrí que lo que hago es una nueva tendencia educativa y tiene un nombre: 'emerging curriculum'. También los niños salen mucho a la calle. Me interesa que se sientan parte del lugar en el que viven y desarrollen su cultura cívica", dice. Ella misma se mueve dentro de su barrio. Vive a pocas cuadras del jardín –en uno de los edificios más caros y elegantes de Williamsburg– y, a la vuelta, arrienda el taller donde sigue pintando a veces.

Los niños asisten a la Escuelita en jornada completa, porque los padres trabajan y casi no existen las nanas. Ahí se les dan meriendas orgánicas y los monitores cocinan junto a los chicos. "Las cosas van ocurriendo como en una familia", dice Yvonne. "Todos comen juntos y comparten las mismas actividades, tengan 2 o 4 años. Los chicos aprenden de los grandes y eso es lo natural, no tiene ningún sentido separarlos por edad. Mi teoría es simple: se aprende en la experiencia y la convivencia real".

La mayoría de los padres son artistas e intelectuales que han montado con éxito pequeñas empresas en Williamsburg: talleres de arte, espacios de meditación, fábricas de comida orgánica, cafés, salas de cine, peluquerías de avanzada, clubes de música, galerías y tiendas de diseño independiente, entre otras cosas. Están los dueños del famoso café Marlow&Sons, de las boutiques de moda Minimarket y Diner y el director de las salas IFC cinema, donde se exhiben las películas nuevas que no se dan en salas comerciales.

"Los papás son parte del proyecto. No son clientes. Yo hago todo con ellos". Muchos padres ofrecen sus servicios a la Escuelita, como la madre dueña del yoga, la que hace comidas orgánicas, o el dueño de la galería Picture Farm, donde al final de año los niños exponen sus trabajos de arte en una inauguración con invitados.

"Con los papás compartimos la misma sensibilidad y eso para mí es fundamental, a la hora de seleccionar a la gente que ingresa a Mi Escuelita", cuenta Yvonne. "Somos amigos, incluso hemos salido de vacaciones con algunos. Somos una comunidad. Yo crecí en un block de cuatro pisos, con un sentido de comunidad y solidaridad, y eso es lo que ahora replico. Pongo énfasis en que estos vínculos son fundamentales para el crecimiento de los niños".

Sin duda los padres del jardín pertenecen a una elite, no solo cultural, sino también económica: pagan alrededor de 1.700 dólares mensuales. Pero, por más exclusivo que sea este grupo de padres, lo interesante es que están cambiando la educación pública de Brooklyn. "Ellos optan por invertir mucho durante la primera infancia, porque quieren que después entren bien armados al sistema público, que tengan los recursos emocionales para manejarse en un ambiente más duro", dice Yvonne. "Y yo también he insistido en que vayan al colegio público de Williamsburg, porque corresponde al barrio y eso preserva la comunidad".

El logro más significativo de Mi Escuelita es, precisamente, que los padres se unieron para ingresar a la escuela básica del sector, la PS 84, que también tiene orientación artística, pero que estaba muy decaída, como todos los establecimientos estatales de Nueva York. Allí comenzaron a trabajar directamente con el director y a involucrarse en las actividades de los niños. Ahora, de hecho, están haciendo un jardín en el techo. Este movimiento hizo que la escuela repunte y que padres de otros barrios quieran matricular a sus hijos ahí. "El impacto del proyecto de la Yvonne es súper grande", dice Navarro, cuya hija de 7 años estuvo en el jardín y ahora va al colegio público. "Nosotros estamos influyendo en la educación de nuestros hijos".

"Llegué a Nueva York para desarrollarme como artista. Tuve buenas ofertas, expuse en una galería de Chelsea, vendí mis obras, pero nunca me gustó la competencia del sistema del arte. El proyecto educacional fue una forma de sobrevivir, pero creció y agarró cada vez más sentido, porque se nutrió de mi sensibilidad como artista".

EL SUEÑO AMERICANO

"La alcaldesa", así le dicen a Yvonne los chilenos que viven en Nueva York. Ella se ríe del apodo, pero lo cierto es que cuando algún chileno llega a instalarse en el barrio siempre es ella la que le pasa el dato preciso, la que consigue talleres y casas, tramita papeles legales y también entrega, directamente, trabajo. De hecho, muchos chilenos han sido contratados como monitores en el jardín. Por allí pasó, por ejemplo, Catalina Cortázar, y aún sigue trabajando la escritora Manuela Viera-Gallo, ambas hijas de renombrados políticos nacionales. "Si hubiera seguido viviendo en Chile, jamás las habría conocido, porque no soy de la clase alta", dice Yvonne.

Para muchos, es un modelo ejemplar del sueño americano. "Lo que pasa es que la Yvonne reniega", dice Iván Navarro. "Y eso también se aplica a mi situación. Los dos somos de Maipú, cumplimos el sueño de llegar acá, no ser nadie y, en un momento, tenerlo todo. Pero lo de la Yvonne es más especial porque ella es una verdadera empresaria. Ha conseguido permisos legales para su jardín, tiene empleados contratados y entiende cómo funciona la burocracia gringa".

A Yvonne, sin embargo, la idea del sueño americano no le calza. "Ese sueño es el que mueve a gente que viene acá para tener la casa, el auto y un estatus económico. En mi caso no es así. Yo he buscado bienes culturales. Llegué a Nueva York para desarrollarme como artista, ese es el punto de partida de toda esta historia. Tuve buenas ofertas, expuse en una galería de Chelsea, vendí mis obras, pero nunca me gustó la competencia del sistema del arte. Lo que me interesaba es pintar y no he parado de hacerlo. El proyecto educacional fue una forma de sobrevivir, pero creció y agarró cada vez más sentido, porque se nutrió de mi sensibilidad como artista. Ahora quiero hacer una exposición en Chile".

Ser valorada en su propio país: ese es el gran pendiente de Yvonne y, también, su mayor frustración. En los últimos años ha querido volver y trabajar acá para estar más cerca de su padre, que tiene Alzheimer, pero las puertas se le han cerrado. "No tengo las credenciales. Cuando quise poner un jardín en Chile le conté a la gente de la Junji lo que hacía y no entendieron".

Más allá de los distintos enfoques educativos, Yvonne no comparte los criterios para contratar profesores que se aplican en Chile y las condiciones laborales que se les ofrecen. En su jardín de Williamsburg trabajan monitores hombres y mujeres, la gran mayoría son artistas y, de los ocho profesores, solo dos tienen estudios formales en educación. "Esto en Chile no es imaginable", dice. "Si no tienes un título de educadora no puedes trabajar. Otra cosa es que los hombres en Chile no pueden trabajar en jardines estatales. Me dijeron que esta ley se hizo para evitar el abuso contra los niños. ¿Acaso no hay mujeres abusadoras? Es absurdo. Es seguir legitimando la ausencia del modelo masculino y preservando el prejuicio de que las mujeres son las encargadas de cuidar y educar".

Pero su frustración más profunda es no haber podido adoptar un hijo, lo cual siempre quiso hacer en Chile. "Honestamente nunca sentí la necesidad visceral de ser mamá biológica, tampoco se me dio, pero siempre pensé en adoptar", dice. El año pasado vino a Chile y asistió a unas charlas que se imparten a los futuros padres adoptivos. "Ahí ya me di cuenta de que mi situación era compleja. La ley de adopciones les da prioridad absoluta a las parejas casadas. En Estados Unidos todos tienen la misma chance, y lo que vale es la idoneidad". Tras varios trámites, le negaron la postulación. "Dijeron que no porque no vivía en Chile, a pesar de que les dije varias veces que de adoptar un niño regresaría. No hubo caso y fue doloroso", dice atascando un lagrimón que se le escapa. "Es súper discriminador. Mis amigos dicen: 'Qué pena más grande. Quién más capacitada que tú para ser mamá'. Yo digo: 'Soy Yvonne González, pero no saben quién soy'. Tengo todos los recursos para criar a un niño, pero ni siquiera les interesa conocerlos. Eso me confirma que Chile, que se cree tan progresista, sigue siendo un país retrasado y pacato. Ojalá algún día pueda volver para aportar una mirada más progresista de lo que es educar a un ser humano".