La crianza después de un tratamiento de fertilidad: “Tuve que aprender a soltar”
“Debido a mi edad, la maternidad fue compleja para mí desde un comienzo. Me casé a los 39 años y con mi marido inmediatamente quisimos tener un hijo. Sin embargo, no lograba embarazarme. Hasta que decidí ir a un médico.
Me hicieron decenas de exámenes, me cambié tres veces de doctor, pero aún así no conseguía mi objetivo.
El primer doctor que me atendió decidió operarme por una endometriosis. Confié y me operé. Me dijo que la operación sería la solución del problema, pero con el tiempo me di cuenta de que la endometriosis que tenía no era severa y que no era un factor relevante para embarazarme. Así que decidí cambiar de médico y comencé un tratamiento de inseminación artificial. Logré embarazarme pero, a las pocas semanas tuve un aborto espontáneo. Luego de eso continuó un proceso de varios intentos, al menos cinco, hasta que el médico me sugirió intentar con una fecundación in vitro.
A esas alturas ya tenía 42 años. Me dijeron que las posibilidades de que me embarazara a esa edad eran bajas. El doctor fue muy sincero conmigo. Incluso me dijo que si no me embarazaba en ese intento, que mejor no siguiera gastando plata y tiempo. A esas alturas se corrían demasiados riesgos.
Comenzamos con el proceso igual, era todo o nada. Fue muy duro, lleno de incertidumbre. Recuerdo que una vez que salí del pabellón el médico me dijo que no podía asegurar nada, que había que esperar.
Al final lo logramos. No pudimos contar nada a nuestros cercanos hasta después de los tres meses, porque el médico todo el tiempo nos dijo que esto podría fallar. Pero al final no falló, mi guagua se afirmó y nueve meses después fuimos padres por fin.
“Me di cuenta de que mantener a mi hija en una burbuja no era la solución”.
Desde que nuestra hija llegó, la tratamos como un tesoro. Los primeros meses andábamos con alcohol gel por todos lados, no la dejábamos tocar nada por miedo a los bichos, y hasta le compré un casco para evitar golpes en la cabeza. Me faltó poco para empapelar toda la casa con goma Eva y así evitar que se golpeara.
Un día, cuando recién había comenzado a caminar, la llevé a la plaza. Con su casco, por supuesto. De pronto me vi con ella en brazos pataleando porque quería subirse a un juego, caminar por la tierra, ser niña. Ahí recién me hice consciente de que estaba exagerando con sus cuidados. Me largué a llorar. Y es que entendí de dónde venían todas mis aprensiones: me había costado tanto tenerla, que no quería que le pasara nada.
Pero claramente mantenerla en una burbuja no era la solución.
Desde entonces he intentado soltar. Reconozco que no ha sido fácil, pero las veces en que me encuentro en alguna actitud de sobreprotección, al punto de no dejarla ser, pienso en por qué estoy haciendo eso. Tampoco me castigo por eso; entiendo que después de todo lo que me costó concebirla, es normal sentir miedo a perderla o que algo malo le ocurra. Hoy, mientras la veo jugar felizmente en el parque, reafirmo que mi sobreprotección no es lo que ella necesita ni lo que yo quiero para ella.
Aprendí que ser madre no significa controlarlo todo o protegerla de cada pequeño riesgo. Ser madre es confiar en que he hecho lo mejor que he podido para cuidarla y luego dejarla ser ella, sabiendo que tiene las herramientas necesarias para enfrentar el mundo mientras crece.
Me prometí dejar de lado mi miedo y confiar siempre en su capacidad. Y es que quiero que mi hija crezca libre, sin el peso de mi sobreprotección y de mi historia, y que sepa que siempre estaré aquí para apoyarla en cada paso que dé. Porque, al final del día, lo más importante es que sea feliz y se convierta en la persona que ella elija ser”.
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