A veces las preguntas más sencillas son difíciles de contestar. Especialmente esas inofensivas que nos ponen en evidencia. Me di cuenta de este poder cuando era una adolescente. A finales de 1991 mis papás se separaron y una tarde la sicóloga del colegio me citó a su oficina para conversar. Me preguntó amablemente cómo estaba y no alcancé a decir nada cuando exploté en llanto.
Esas lágrimas fueron liberadoras. Yo era una niña tímida que evitaba la confrontación y que podía guardarme por mucho tiempo lo que sentía, así que expresar mi pena se sintió bien. Era otra forma de lenguaje. Más que conversar sobre el divorcio, la sicóloga se enfocó en mis planes veraniegos. O la falta de ellos; ese año el panorama parecía incierto.
Mi cuerpo había empezado a cambiar; me estaban saliendo las pechugas y apenas era capaz de soportar el roce de mi pecho contra la blusa del uniforme. Por eso cuando una amiga me invitó a la casa de su familia en el campo me quedé sin palabras intentando ocultar el terror que me daba la idea de ponerme un traje de baño. Ella interpretó mi silencio como un sí.
Durante enero dibujé un calendario en el que fui marcando los días que faltaban para partir al campo y, cuando ya no hubo días que tachar, armé mi mochila y me puse a llorar. Su familia pasaba las vacaciones en un pueblo escondido detrás de una enorme cuesta. La casa de mi amiga tanía muros de adobe y persianas pintadas de rojo. Su fachada daba a la calle de tierra por la que a veces pasaban camiones que dejaban tras de sí remolinos de polvo que se elevaban y luego volvían a posarse sobre la vereda.
Recuerdo haber tocado la campana y escuchar a lo lejos risas y sonidos de piqueros. Detrás de la reja apareció mi amiga empapada y envuelta en una toalla. Me llevó hacia el jardín, un gran pasto rodeado de flores y cubierto de tumbonas donde sus papás y hermanos estaban echados al sol.
No me costó darme cuenta de que eran expertos en hacer nada. Se levantaban tarde y tomaban desayuno leyendo el diario, después salían al pueblo y los más chicos pasábamos el día en la piscina. Los almuerzos eran largos y relajados. Después de la sobremesa los papás de mi amiga se refugiaban en el interior más fresco de la casa, dormían siestas que duraban horas y nosotras salíamos a recoger piedras y comer moras silvestres hasta que comenzaba a declinar el sol y volvíamos para sentarnos en la mesa a tomar el té.
Todos hablaban de Damián, el mayor de los primos de mi amiga que, por primera vez, se había ido de vacaciones solo con su polola. Llegaría en unos días. Damián era el ídolo de la familia. Siempre que salía un tema en la mesa había alguna anécdota protagonizada por él. En pocos días me enteré, sin conocerlo, que no le gustaban los deportes, pero tenía el récord de más partidos de ping-pong ganados el verano anterior, que quería estudiar Astronomía y que había sobrevivido a un choque hace unos años, por lo que tenía una cicatriz que le atravesaba el cuerpo.
Con esa información creé en mi cabeza la imagen de un chico soberbio e insoportable, hasta que una mañana sonó una bocina al otro lado de la reja. Cuando salí a abrir, me di cuenta de que Damián era el hombre más hermoso del mundo. De un Volkswagen escarabajo cubierto de polvo se bajó un muchacho alto, de pelo desordenado y piel dorada. Se despidió con un beso en la boca de la chica que manejaba y caminó conmigo hacia la casa.
A diferencia de nosotras, él se levantaba temprano, se duchaba con agua helada y salía a explorar los cerros. Aparecía a la hora de almuerzo y durante las conversaciones siempre decía algo que nadie en la mesa había pensado. Hablaba de manera pausada y segura. Tenía las manos grandes y los brazos cubiertos de pelos rubios. Durante las tardes leía en la mecedora que estaba junto al sauce. Yo lo miraba.
Me gustaba verlo saliéndose de la piscina cubierto de agua, con su traje de baño desteñido por el sol. La cicatriz que atravesaba su espalda era larga. Me daban ganas de pasar mis manos por ahí. Por las noches, imaginaba que mi almohada era su cuerpo y que dormía abrazada a él. Una noche desperté ahogada por el calor y salí a tomar aire al corredor exterior de la casa. La oscuridad del campo era total: más allá de mis propios pies no veía nada, solo las estrellas en el cielo despejado.
Entre las hortensias, noté cómo un humo grisáceo se elevaba hacia el cielo. Era Damián. Me hizo una seña y le dije que no le iba a decir a nadie que lo había visto fumando. Él se rió y el corazón se me aceleró. ¿Jugamos ping-pong? No, le dije. Mi mirada se había acostumbrado a la oscuridad.
Estaba sin polera. Su espalda era mucho más ancha que su cintura y me pareció que él quería que yo notara eso. Damián me echó una mirada y me ofreció una fumada. Yo tomé el cigarro entre mis manos y me lo llevé a la boca. Mientras aspiraba, me di cuenta de que sobre nosotros había un puñado de luces tintineando. Le devolví el cigarro y él, con la punta encendida, fue marcando figuras entre una y otra.
Al día siguiente, durante el almuerzo, lo vi mirándome desde el otro lado de la mesa y me pregunté si cuando discutía algo con los papás de mi amiga no quería decirme algo secretamente. Pero si era así, me fue imposible descifrar su mensaje. Esa tarde hizo más calor que ningún día antes y él salió a andar en bicicleta tarde. Yo me fui a dormir frustrada, creyendo que no alcanzaría a despedirme. Pero en la mitad de la noche, aburrida de fantasear con la almohada, me levanté, volví al corredor y lo encontré fumando.
Me saqué la polera y me recosté a su lado. Le pasé el dedo por la espalda y descubrí que su cicatriz era suave al tacto, distinta a lo que me imaginaba. Era la primera vez que tocaba la piel de otra persona como la estaba tocando. Se sintió bien. Debajo de la superficie tibia y cubierta de pelos estaban sus pulmones llenándose de humo, que luego salía expulsado por su boca. Las baldosas del corredor estaban heladas y el cielo de la noche, estrellado.
Por primera vez, sentí que mi cuerpo aparecía y desaparecía al mismo tiempo. Él se dejó hacer cariño y me pasó la mano por el pelo. No dijo nada hasta que se volvió hacia mí y abrió la boca.
Existe un segundo hermoso que antecede a las preguntas, y yo estaba acostumbrada a reconocerlo. Era ese mismo segundo que la sicóloga esperó antes de querer saber si yo estaba bien y el mismo que mi amiga se reservaba antes de preguntarme algo íntimo. Pero este silencio que guardó Damián fue diferente. Lo que se demoró en hablar me dio tiempo de verlo; precioso y determinado al pronunciar la frase. "Tengo ganas de darte un beso", dijo. Y eso hizo.