La culpa es luchar constantemente contra el fantasma de la “mala madre”

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“Cuando tuve a mi primera hija a los 26 años, mi visión respecto al trabajo era muy distinta a lo que es hoy. Por entonces, quería ser leal al mandato familiar que establecía que mi lugar, como madre, era la casa y la crianza. Me interesaba poder dedicarme al cuidado para seguir el ejemplo que mi propia madre me dio a mí. Yo tuve una mamá que no trabajó fuera de la casa. Siempre estaba ahí, esperándonos después del colegio, entonces quería que mis hijas tuvieran esa experiencia, de una mamá presente la mayor parte del tiempo. Pero, en un minuto, me vi con la necesidad de enfocarme en mí. Soy psicóloga y lo que estudié me gusta mucho. Al principio, trabajaba muy poco, apenas unas horas, pero después ya empecé a tiempo completo y a formarme más académicamente. Me volví a encontrar con esa faceta que tenía olvidada.

Me convencí a mí misma que era clave dar este paso, pero siempre con un dejo de culpa porque pensaba que estaba dejando sola a mis hijas, aunque en realidad estaban al cuidado de un tercero, que en este caso era la nana. Desde mi creencia familiar, se suponía que mi deber era justamente hacer todo ese trabajo, entonces el no estar presente físicamente, instalaba en mí la idea de ser una mala madre. O sea, sentía que, por ejemplo, si no estaba en el almuerzo con ellas, era prácticamente la peor persona del mundo y les estaba fallando como mamá. Además, como soy psicóloga, sentía una presión enorme por hacerlo todo perfecto, cuando en realidad también soy persona y puedo equivocarme.

A los 35 años me separé, y sola tuve que echar a andar mi casa. Quizás, ese fue el primer punto de inflexión que me hizo dejar atrás la culpa, porque había una necesidad tan grande y concreta de sustento económico que esa sensación quedaba en un lugar secundario. O sea, tenía que alimentar, vestir y pagar colegios de tres niñas chicas. Justo en esa época, además, a una de mis hijas le diagnosticaron trastorno bipolar, entonces empezó con psicoterapia y un tratamiento que también era caro.

Es una tarea permanente esto de vivir con la culpa porque es luchar contra el fantasma de la mala madre. Si bien hoy lo tengo un poco más resuelto, igual a veces me vuelve un poco esta sensación, sobre todo en situaciones cotidianas donde siento que tengo que elegir entre trabajo y maternidad. Por ejemplo, cuando una de mis hijas se enferma y no alcanzo a acompañarla al doctor. ¿Qué hago ahí? ¿Ir con ella o atender en la consulta? Si es una urgencia, obviamente dejo todo, pero si son cosas de organización, me complico un poco hasta que lo racionalizo. Y es que aunque ya están más grandes, siento que uno nunca deja de criar y estar preocupada. Obviamente, cuando eran más chicas me tenía que repartir físicamente: ordenar mochilas, hacer tareas, bañar o dar de comer. Ahora me divido en las conversaciones porque cada una tiene su mundo, y necesita mi apoyo. En eso me interesa estar presente.

Ahora, si el trabajo me generaba todo esto, el hecho de rehacer mi vida y darme ese espacio de mujer me ha costado aún más. O sea, si aparecía alguna persona que quería tener algo conmigo en el plano sentimental, me sentía súper culpable porque creía que tenía que ser sólo mamá y no podía establecer relaciones de pareja. Me mantenía escondida y era joven, menor de 40 años. Eso me ha costado mucho: entender que tengo todo el derecho y es parte del desarrollo normal tener una pareja o vida fuera de la maternidad, y que eso no significa dejar de lado a mis hijas.

La culpa es como una piedra en el zapato. A veces es más grande, pero otras más pequeña. Así la siento ahora, porque me he dado cuenta que no me sirve y que solo es un método de control. No tiene funcionalidad. Con los años entendí que no era malo trabajar, pero sí es algo que desde lo social y familiar se ha instalado como tal, porque aún persiste la idea -en mi generación- de que las mujeres tenemos la misión única de cuidar a los hijos. Eso ha sido muy mandatado. Y de ahí creo que venía mi culpa, de esto más generacional y de un sistema de creencias muy arraigado. Con la terapia y conversaciones de amigas, fui entendiendo que es parte de la vida hacer de todo y que el desarrollarme profesionalmente era algo que tenía que hacer. Que, en el fondo, si lograba estar bien y feliz, me podía transformar en un ejemplo para mis hijas.”

Claudia Navea (48 años) es psicóloga y tiene cuatro hijas.

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