La culpa materna
"Apúrate un poco, por favor", le digo a mi marido mientras maneja a la clínica. La gente te dice que el dolor de las contracciones se olvida cuando tienes otro hijo, y es verdad. Yo no me acordaba de todo lo que dolían.
Llego suplicando por anestesia apenas mi matrona me pregunta cuánto me duele. Seis, en una escala de uno al diez, le respondo. Por suerte me suben rápido a la sala de parto y llaman a la anestesista. Estoy mucho más avanzada que mi primera vez y siento que todo se está dando más rápido.
Cuando volvemos a la casa me siento agotada. Aunque en la clínica dormí sola mientras a mi hija la cuidaban las enfermeras, no logré descansar. Y eso que soy del grupo de las afortunadas, porque mi estadía fue casi como estar en un all inclusive, salvo que cada dos horas me despertaban para revisar si estaba todo bien.
Ordeno todo el cachureo que traigo de la clínica, porque me llevé hasta el jabón líquido del baño y me toca aplicar el plan de prestarle mucha atención a mi hijo mayor, porque esta vez el miedo es que se ponga celoso o dejarlo de lado. Y es que #LaCulpa es el trending topic de la maternidad.
Le doy besos escondida a mi recién nacida para que el mayor no me vea. Culpa. Le grito a mi hijo cuando salta en la cama muy cerca de la cabeza de la guagua. Culpa. Lloro por sentirme mala mamá con él. Culpa. Y así todo el día. Cada vez que siento que no estoy dando abasto, siento esa culpa ¿Alguna vez dejaré de sentir culpa?
Los primeros meses son pesados. Sabía que estaría muy cansada porque se duerme poco. Pero por alguna razón esta vez siento más el cansancio. O quizás no me acuerdo de que antes haya sido así. La primera vez me preparé mentalmente para tener guagua. Sabía que dormiría poco, que andaría más sensible e irritable, que pelearía con mi marido a raíz de esto, pero que sería una etapa y pasaría. Y pasó. Pero ahora siento que me está ganando la sensibilidad e irritabilidad. Ando enojona con mi hijo, me molesta que meta ruido, que no me haga caso. Y se me olvida que tiene solo 3 años. "Estoy cansada", me repito. Es solo eso, ya volveré a ser buena mamá (¿Lo soy?). Dejo de sacarme leche en la madrugada para dormir y ver si mi ánimo mejora un poco. Pero no sirve.
Después de un tiempo, todo va bien. Creo que estoy un poco mejor. Mi hija está resfriada, pero el pediatra me dice que no es nada grave, que solo esté atenta a si empeora. Y empeora. Hace unos días cumplió dos meses y su tos está rara. "Quiero llevarla a la clínica", le digo a mi marido. "Estás exagerando, veamos cómo pasa la noche", me responde. "No", respondo yo, a secas. "La llevamos ahora mismo".
Nos dicen que es el virus sincicial, que debe quedarse internada. Me dan ganas de restregarle a mi marido que con la intuición de las madres no se juega, pero no lo hago. Estoy asustada, se me aprietan los músculos. Uno sabe que con los hijos pasarán muchas cosas, que no será la primera ni la última vez que estaremos en la clínica. Pero nunca se está preparada para esto. La internamos, queda en pediatría y al otro día pasa a la UCI. "Estos días son los peores", me dice el doctor, intentando calmarme. Yo solo puedo pensar en lo peor. No puedo hablar durante toda la semana que está internada, con máscaras y oxígeno. Solo lo hago con mi marido que está conmigo en la pieza. Si alguien me llama, no me sale la voz sin llorar. Estoy mal. Necesito ayuda.
Por primera vez en mi vida voy al psiquiatra. No puedo manejar esto sola. Necesito algo que me ayude. Tengo miedo de los fármacos. No me gustan, pero sé que los necesito y me funcionan. Ahora no reto tanto a mi hijo, no le pinto los monos a mi marido si llega tarde de su trabajo. Ya no lloro por cualquier cosa. Funcionan, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Sigo siendo yo? ¿Si los dejo, volveré a ser ese monstruo en el que me convertí? ¿Será parte de la evolución materna simplemente aceptarse así? El tiempo lo dirá. Los niños crecen y una también.
Pero mientras tanto hay que criar. La primera palabra que se me viene a la cabeza es paciencia. Me consideraba una persona paciente hasta que tuve hijos. Y es que he visto salir lo peor de mí al perder la paciencia con ellos, con los dientes apretados diciendo "córtala", bajito, pero cargado de rabia. Eso que tanta risa me causaba de mi mamá al retarnos cuando éramos chicos con mis hermanos, ahora lo entiendo. ¡Y tanto!
Si tuviera que escribir mi propio diccionario, la palabra crianza la describiría como algo que uno aprende en el camino y en lo que siempre, pero siempre, terminarás haciendo esas cosas que te prometiste nunca hacer con tus hijos. Por ejemplo, que vean televisión. Cuando el mayor era guagua decía "no le pondré televisión hasta que esté cerca de los 2 años". Le puse antes de cumplir el año. Es que bendita televisión. Quedan hipnotizados y una puede tener unos minutos de calma u horas. También dije que nunca le iba a gritar. Requete contra falso. Que no iba a discutir con mi marido frente a ellos, falso. Que sería una mamá consecuente. Que no es no. Falso. Porque cuando me pide dulces llorando, a la quinta vez que lo repite se los doy solo para que se calle.
Qué difícil es criar con todas las nuevas corrientes de la crianza respetuosa. Ojo, me hacen mucho sentido, y de verdad intento aplicarlo con mis hijos, ¿pero a quién no se le ha escapado un "cabro de mierda" para sus adentros? Y ahí toda mi motivación de respetar sus tiempos, de agacharme a su altura a conversar con él, de abrazarlo, se me va a las pailas, porque nada funciona y solo grito "¡¡Córtalaaaaaa, y para de lloraaaaar!!". Es peor, obvio. Pero al menos uno de los dos se descarga. Y así vuelve la culpa. Pido perdón por gritar. Funciona. Se calma. Pero por poco tiempo, y vuelta de nuevo a lo mismo.
No todo es malo. Obvio que hay momentos hermosos de la crianza; cuando aprenden a hablar, sus primeros pasos, cuando van haciendo lo que les enseñas, cuando ellos te enseñan a ti. Cuando ríen con sus dientes separados, cuando solo quieren tus brazos. Sus olores, sus manitos, sus rollos, las pelusas en sus pliegues que debo reconocer amo sacar. Verlos dormir por horas, envidiar sus pestañas, imaginar sus manos chiquititas cuando sean grandes y ya no quieran tomar las mías. Imaginar sus caras de adolescentes, sus personalidades, el día en que me encuentren fome. Sus caras de felicidad con tan poco. Con solo verte.
Creo que para hacer una buena crianza hay que soltar. Cuesta, pero hay que aprender a hacerlo. Ir día a día. Intentar hacer lo mejor. Dejar de culparse por no ser el tipo de mamá que una creía que sería. Y aceptarse así. Si tu hijo te busca para jugar y se ríe contigo, tan mal no lo estás haciendo. Intentar ser mejor persona para que ellos, al imitarte, sean futuras mejores personas. Dejar tus juicios de lado, para no traspasárselos. Criarlos fuertes, sinceros, humanos, felices. Esa, creo, es la meta de todas las madres.
Andrea tiene 35 años y es psicóloga laboral.
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