En Chile, un 79% de las mujeres siente culpa por no poder o no querer amamantar a sus hijos y un 65% señala haber recibido comentarios negativos o discriminatorios relacionados con su método de lactancia, dice la primera encuesta nacional sobre Opciones de Lactancia, un estudio realizado por la ONG También es Lactancia, en el que participaron 1.070 personas de las 16 regiones del país.
De esta culpa y del constante aportillamiento proveniente de los comentarios ajenos, muchas veces deviene el sentimiento de haber fallado como madre o la insatisfacción por no haber hecho “lo suficiente”. El mismo estudio reveló que un 86% de las madres manifestó haber experimentado sensaciones desagradables al amamantar como agotamiento, tristeza o dolor físico y, a su vez, el 55% declaró haber persistido con la lactancia, pese a las dificultades y por los beneficios que supone la leche materna.
Y es que este alimento efectivamente es el mejor para los recién nacidos, así lo dice la ciencia y los expertos. Según la OMS, la leche materna “suministra toda la energía y nutrientes que un niño necesita durante los primeros meses de vida, continúa aportando hasta la mitad o más de sus necesidades nutricionales durante la segunda mitad del primer año, y hasta un tercio durante el segundo año”. Y más allá de los beneficios inmediatos de amamantar, la OMS también dice que los niños y niñas amamantados muestran un mejor desempeño en las pruebas de inteligencia, son menos propensos al sobrepeso o la obesidad y, más tarde en la vida, a padecer diabetes.
Con esta evidencia en mente, la culpa de no poder –pues a las mujeres durante mucho tiempo se nos ha dificultado el ejercicio de nuestros derechos como amamantar a nuestros hijos e hijas por una falta de apoyo familiar, sanitario, laboral y económico– o no querer amamantar a nuestros hijos, muchas veces se vuelve punzante y agotadora. Y también frustrante.
Es lo que le ocurrió a Gabriela Díaz (29). Sufrió la dificultad de amamantar a su hijo desde el primer día. Durante el trabajo de parto contrajo una infección que complicó todo, la dejó débil, afiebrada y al borde del desmayo, mientras a su hijo –apenas nacido– se lo llevaban a la sala de observación. No vivió ese momento de conexión y apego, ni tampoco pudo amamantarlo en ese minuto. No fue sino hasta la noche de ese día, cuando volvió de observación, que lo conoció. “Cuando al fin lo pude ver, él sólo dormía. Durmió toda la noche y no se despertó nunca llorando por comida, entonces no le intenté dar leche. Al otro día intenté encajarlo en mi pecho pero no había caso, no quería chupar. Todavía me sentía muy mal, pues seguía con los síntomas de la infección, pero me propuse intentar de nuevo con mi pechuga y de nuevo no succionó. Estaba preocupada porque mi hijo no había comido nada. Le pedí ayuda al matrón que estaba de turno y me ayudó a acomodarlo para que se agarrara e incluso lo intenté con pezoneras, pero no había caso. Tiempo después supe que en la zona de observación, y a pesar de que yo les había entregado mi plan de parto, igual le dieron relleno. Nunca me preguntaron ni tampoco me lo comentaron. Y era por eso que dormía tanto y no tenía hambre”, asegura.
Como su hijo no había comido en tantas horas, luego de unos exámenes descubrieron que tenía hipoglicemia y que también había contraído la misma infección. Se lo llevaron para hacerle tratamiento por una semana y ahí fue cuando las mamaderas con relleno se hicieron habituales. “Cuando finalmente lo pude ver, me llevaron a la sala de lactancia y me dijeron que podía sacarme leche para dársela en mamadera. Hasta ese momento, como mi hijo no había tomado nada directamente de mis pechos, la producción de leche no se había estimulado y tenía muy poca. Fue muy frustrante. Recuerdo que me dijeron que tenía que llenar 30ml y, con suerte, llegué a los 10. Y fue ahí donde empecé a sentir que no era suficiente nada de lo que yo estaba haciendo.
Desde ese momento comenzó una lucha por lograr amamantarlo que duró muchos meses y que me afectó en todos los ámbitos de la vida. Cuando mi hijo estuvo hospitalizado, lo intenté todos los días. Una de mis técnicas era darle leche con el chupete de la mamadera y esa fue la forma en la que más logró mamar, pero no superaba los cinco minutos tomando de la pechuga porque se ponía a llorar. Lloraba y lloraba, acostumbrado a lo fácil que antes era para él tomar desde una mamadera. De la frustración y el cansancio, me ponía a llorar con él. Estaba todo el día sentada con él en el hospital, intentándolo, pero también sufriendo de los puntos incrustados que me dejó una episiotomía. Fue muy traumático. Estaba sufriendo del dolor, veía que él no tomaba nada y sumado a eso, todos me decían que la leche materna es lo más importante, que es lo mejor para la guagua, que si no le daba se iba a enfermar más, y así, un bombardeo constante de información que me perseguía hasta en las redes sociales.
Cuando lo dieron de alta y llegamos a la casa, comenzamos a recibir visitas que me preguntaban cómo estaba siendo para mí la maternidad y en ese espacio de confianza, les conté sobre los problemas que estaba teniendo para amamantar a mi hijo, pero siempre recibía los mismos comentarios del tipo de ‘debes seguir intentándolo’ o ‘los niños que no toman leche materna se enferman más’. Eso aumentaba la presión y la culpa de no poder lograrlo. Me quedaba sola con mi hijo y juntos llorábamos todo el día. Sentía que yo lo rechazaba y que él me rechazaba a mí.
Lo intentamos todo. Probé con asesoras de lactancia, intenté ponerme una sonda en la pechuga, me compré un extractor y le daba la leche que me sacaba en mamadera, hasta sus dos meses de edad, donde se me cortó la leche. Fue muy frustrante. Desarrollé una depresión posparto gatillada en especial por el comentario de una de las visitas que nos fue a ver cuando mi hijo tenía tres semanas. Me dijo: ‘yo soy de la creencia de que todas las mujeres producen lo que sus hijos necesitan, así que si tú no puedes, es porque no te estás esforzando lo suficiente’. Esas palabras me rompieron, me daban vueltas en la cabeza todo el rato y aumentaban la sensación de insuficiencia, de no sentirme mamá. Tenía pensamientos suicidas. Sentía que no era necesaria, que cualquiera podía hacer lo que yo estaba haciendo, que no era una mamá completa.
Con la segunda asesora de lactancia que vi, recuerdo que me dijo algo que me quedó grabado hasta el día de hoy. ‘Aunque no puedas amamantar, sigues siendo su mamá'. Esa frase me ayudó mucho a salir del hoyo en el que estaba y a cuestionarme mi rol como mamá. Me di cuenta que amamantar no era lo único que me transformaba en mamá y de a poco logré ir soltando esa presión que me imponía a mí misma. Fui quitándome los miedos que tenía por no darle exclusivamente de mamar y supe que no le iba a pasar nada si sólo tomaba leche de tarro. Mentalmente dejé de culparme y de querer sí o sí lograrlo. Acepté que no lo iba a lograr y que no pasaba nada. Fue como empezar a construir un vínculo completamente nuevo con mi hijo, porque esa frustración que sentía había afectado nuestra relación. Empecé a disfrutarlo a él, a la maternidad y a ver las cosas bonitas que antes no podía ver: lo olía y me sentía mamífera. Lo que siguió fue confiar en mí y en mi capacidad de cuidarlo. Escuché más mi instinto y hoy, cinco años más tarde es un niño inteligente, no se murió ni se asfixió como tantos me advirtieron”, concluye.