Tengo que despedir esta columna pero no sé bien cómo. Había pensado hacerle un final, como en las telenovelas, donde súbitamente terminan por encajar las historias que habían quedado sueltas. Qué sé yo, decirles que de pronto encontré una pega soñada híper millonaria que no me va a permitir seguir con esta columna, o que nos trasladamos definitivamente a Viña/Valpo porque llegó un ofrecimiento maravilloso que nos aleja de la capital, o alguna cosa similar.
Cerrar el círculo, no dejar cabos sin atar. Como en los libros, las películas o cualquier obra de ficción.
Pero lo siento, esta no es una obra de ficción. O sea, no lo es del todo. Se los cuento ahora, no me llamo Gabriel Pisani, sino Vadim Vidal; mi hija no se llama Julieta, sino Guadalupe y la Carola sí es la Carola. Soy periodista, escribo acá y en otras partes. Pero, nombres más nombres menos, todo lo que les conté durante estas 160 semanas (sí, es mucho tiempo) es auténtico. O casi.
Al principio quería contar la historia de un hombre que se quedaba cesante y tenía que cuidar a su hija. Lo que me pasó efectivamente. Supuse que podía ir derivándolo a algo que se desarrollara en forma episódica durante, digamos, 20 semanas.
Pero al poco tiempo me di cuenta que alimentar una columna cada siete días me llevaba a hablar de lo que realmente me pasaba. Y, como no soy escritor, no me quedó otra que hablar con la verdad. O no mentir demasiado.
En esa época le dije a algún amigo, con bastante soberbia, que el personaje de la columna era yo pero más "loser". Algo del todo falso.
Ese mismo amigo me decía que mi personaje era demasiado bueno, que tenía que ser más rudo, más combativo, como se llevaba ahora en los blogs y las redes sociales. Y yo le decía que no podía ser duro con lo que amaba. Que el cinismo y la ironía no cabían en casa.
Vuelvo. Quería terminar de una manera coherente esta columna. Hacerle algo así como un final feliz. Pero en la vida real (que cursi suena) no pasan esas cosas. Salvo en los grandes fracasos, los acontecimientos siguen sin que nunca terminen de cerrarse.
Así que les tengo que decir que esta columna termina aquí, en este punto muerto. Con mi hija aún en el jardín, la Carola trabajando hasta la medianoche todos los días y yo sin pega estable. Casi igual que al principio, pero tres años y tres meses después.
Como tengo cero método, y recién caigo en cuenta que si cambia la página de Paula se van a borrar las columnas, las comencé a guardar. Desde la última hasta la primera. Así que esta semana me la he pasado copiando y pegando el blog (tarea en la que me ayuda mi gran amigo Lucho que también es corrector de estilo, contrátenlo).
Obviamente las voy leyendo. Muchas me dan pudor, otras me hacen sentir conforme de haberlas escrito. Y en casi todas me sorprende lo ingenuo en materia de crianza que llegué a ser.
También leo los comentarios. Hay varios de amigos y familiares, pero la mayoría son de personas que no conozco que dan consejos (seguí varios de ellos) o rectifican cosas en las que estaba equivocado.
Pero también hay algunos que sobrepasan con creces las anécdotas que narraba yo en las columnas. Gente que contaba momentos dolorosos de sus vidas con un desprendimiento y generosidad que me estremecen. Quiero darles las gracias.
En un futuro, quizás, tome todos estos retazos de momentos mínimos y se los encuaderne a mi hija para que los lea cuando sea mayor. Y sepa que junto a su madre son lo más importante que me ha pasado.
Nada, fue un honor tener un espacio de vida cotidiana en un medio masivo. No me deja de sorprender que hubiera gente que lo leyera, compartiera y opinara. Gracias por ese pequeño gesto.
Bajo las cortinas entonces. Dentro nos quedamos la Carola, nuestra hija y yo. Y algo de ustedes también.