La difusa línea del consentimiento... no es difusa

Consentimiento



No fue sino hasta ver una serie de Netflix (Anatomía de un Escándalo) que me di cuenta, a mis 38 años, que había sido violada más de una vez.

Hace un año había discutido con unas amigas acerca de lo presionada que habíamos estado durante nuestras vidas sexuales a siempre decir que sí. En la lista estaba el amigo cercano y lejano, el compañero de colegio o de universidad, el que quería ser tu pareja y el que solo te quería para eso. La conversación terminó con conclusiones distintas entre nosotras. Para una de ellas sólo hubo una explicación: habíamos sido coaccionadas incluso en nuestra libertad de deseo. Para otra, no tenía sentido; no somos víctimas. En mi caso –que debo ser la más amarilla de ese grupo– quedó una idea en mi cabeza: ¿de verdad quise tirarme a un hueón feo y hediondo?, ¿sería una caliente empedernida?

“Imposible violar a una mujer tan viciosa”, diría Virginie Despentes en La Teoría King Kong (uno de esos libros que en la adultez temprana empiezan a hacer ruido). Agrega además que los hombres han aprendido a manipular la realidad a través del lenguaje incluso negando la palabra violación, nombrándola de otra manera o ni siquiera incorporándola en su diccionario. Y me pregunto: ¿qué queda después de este fantasma?

Mi primera violación fue a los 33 años. Un ex compañero de colegio me invitó a su casa. Tomé una copa y de ahí los recuerdos se volvieron difusos. Sé que en algún momento salimos a comprar comida, lo que me pareció rarísimo porque se suponía que cocinaríamos. Lo que recuerdo es mirarme al espejo de su baño después de vomitar. Mi imagen era deforme, sentía los ojos hinchados y estaba casi desnuda. La próxima imagen fue no poder pararme de esa cama al otro día, vomitar de nuevo en el taxi y llorar. ¿Cómo confirmaría con esto que me había violado? Con la primera forma de consentimiento que descubrí años más tarde: ante una pérdida de conciencia, no existe.

En Memorias de chica de Annie Ernaux, la autora narra acerca del enamoramiento hacia un hombre que viola a la protagonista. “Todo lo que haces es para el amo (sic) que has elegido en secreto. Pero, sin darte cuenta, al trabajar para acrecentar tu valor, te alejas inexorablemente de él. Te das cuenta de tu locura, no quieres volver a verlo nunca más”. El lenguaje quiere reconstituir la historia, reconstituir a esa mujer que no sabe que fue violada porque existe consentimiento aunque ella no haya estado del todo segura o porque se sentía enamorada y porque disfraza(mos) la verdad en un sinfín de retórica que no deja claro si somos nosotras o ellos.

Mi segunda violación fue perpetrada hace poco por un hombre con el que salía por meses. Como detalla Ernaux, también estaba muy enamorada de mi violador. No podía ver nada más que el deseo y la perfección del amo, del maltratador. Ya había mostrado signos de violencia física, conmigo y con los demás. Una víspera de mi cumpleaños caminábamos por la calle y empezó a gritarle a un grupo que pasaba por nuestro lado para que me dejaran de mirar, y que nadie miraba a su mina mientras les ofrecía combos. Estaba muy borracho y solo atiné a llevármelo y evitar que fuera peor. Tampoco medía bien su fuerza conmigo, aunque he de reconocer que todas las veces que hubo interacciones bruscas fueron consensuadas.

Consentimiento

Después de una de las tantas idas y vueltas que tuvimos mientras nos relacionábamos, pasó. Salimos, se curó, me empezó a empujar en público, después me abrazó llorando y no me dejaba irme. Terminé yendo a su casa a dejarlo. Le dije que no. Me dijo: “no me gustas cuando te pones hueona”. Después me dijo que me quería, que era mi culpa las cosas que le hacía decir porque yo también era mala con él. Recuerdo sus embestidas con una mezcla de dolor, placer y pena. Al otro día no se acordaba de nada y me llenó de mensajes –como nunca lo había hecho– de lo bien que lo había pasado la noche anterior. Estaba adolorida y con sangrado. La misma noche del episodio me pidió que me fuera con él a vivir al extranjero para luego decirme que era una broma.

En ese momento y pese a la rabia, me sentía feliz de que me quisiera. ¿Hubo consentimiento en esta relación sexual?

Recuerdo haber dicho no, haberlo rechazado físicamente incluso alejándolo. Pero, ¿me negué durante el acto mismo? ¿Le dije que parara? No lo hice. ¿Es que acaso quería que me violara? Me lo he llegado a preguntar muchas veces para darme cuenta de que no. Nadie quiere sentirse vulnerado. Pero ¿cómo comprobarlo, si era “mi pareja” y había llegado por soberana voluntad a su casa?

Existe algo en mi condición de mujer blanca, estereotipada, y presiento sumisa, que no me animo a denunciar. Hasta ahora soy incapaz de confrontar a los agresores. Al primero porque lo borré de mi existencia y espero no tener que verlo nunca, y al segundo, por hacerme dudar a tal punto que cuestioné si era mi culpa, temiendo que me devolviera la mano a costa de mostrar mi vulnerabilidad e “histeria” (como describía él mi manera de llamar su atención).

Perdí el rumbo, mi equilibrio (que para mí es una condición sine qua non), las ganas de vivir. Pero comparado con otras mujeres que han sido violadas, lo mío fue bastante amigable. Puedo mirar a un hombre a los ojos, desearlo y no culparlo, puedo mantener relaciones sexuales con cierto goce. Aún confío en mi capacidad de salir una y bastantes veces de la mierda, conocí a amigos incondicionales en este camino y reconocí a algunos exes que no han dejado de apoyarme y amarme. Perdí, en ese momento y hasta ahora, la autoestima. El amor propio quedó dañado por meses. También perdí la capacidad de escuchar los crujidos de una cama sin alterarme. Perdí la piel de los pulgares solo por el hecho de sentarme a hablar con él. Creo que nunca más me sentiré sexy.

Un hombre nunca pierde ¿o sí?

Rebeca Solnit me dio una lección en El arte de perderse. Perder, perderse puede llegar a ser un acto de descubrimiento. Exploramos cuál es nuestro lugar en el mundo y cuál queremos que sea. Es un acto de autocompasión. Lo que nos fue arrebatado, no volverá. No habrá actos de desagravio, ni disculpas de los agresores. Lo único ganado en esta pasada es saber que la difusa línea del consentimiento no es difusa.

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