Empatía es una de esas palabras que escuchamos por primera vez a través de cuentos o fábulas cuando somos niños. Sentir y poder ponernos en los zapatos de otros es considerada una virtud que no solo debiese desarrollarse en la infancia sino que a lo largo de toda la vida. Definida por el portal de salud mental Greater Good de la Universidad de Berkley como la “habilidad de percibir las emociones de otros acompañada de la capacidad de imaginar lo que los demás sienten o piensan”, la empatía es un rasgo de personalidad al que le atribuimos un gran valor. Pero esta virtud también tiene otra cara. Puede parecer contra intuitivo pero, la capacidad de identificar y experimentar los sentimientos de los demás, poniéndonos en su lugar, cuando no se dosifica de forma adecuada, puede dañarnos.
Durante una conferencia, la escritora norteamericana Teal Swan explicó que la empatía, en muchos casos, surge en la infancia como una especie de mecanismo de defensa. “En la niñez quienes tienen como cuidador un adulto impredecible, sean conscientes o no de ello, éste representa un riesgo, pues les hace sentir que deben estar híper alerta y sintonizados con sus emociones”, explica la autora. Agrega que, cada movimiento errático que hace esa figura –que podría ser un padre o una madre– tiene implicancias para el niño o niña por lo que, para protegerse de lo inesperado, no solo se mantiene en un estado de constante alerta sino que sensible para percibir y adaptarse a los cambios de ese adulto inestable. “Lo que a muchos no les gusta entender a cerca de las personas muy empáticas, es que, es a causa de este tipo de experiencia traumática de infancia que aprenden a poner atención de forma extremadamente sensible a todo lo que no está bien a su alrededor”, comenta Swan.
Además, existen estudios que han mostrado que, efectivamente, existe una relación entre niños y niñas que han vivido experiencias traumáticas de infancia y que desarrollan mayores niveles de empatía en la adultez. Según una investigación conducida por un grupo de profesores de la Universidad de Cambridge en el Reino Unido, existe una correlación entre la gravedad del trauma y los diversos componentes de la empatía que eran capaces de sentir como adultos. “Estos hallazgos sugieren que la experiencia de un trauma infantil aumenta la capacidad de la persona de ponerse en el lugar de otros y entender sus estados mentales y emocionales”, explica el documento.
Pero, independiente de su origen, la mayoría de los especialistas concuerda que la empatía es una cualidad positiva: nos permite vincularnos de forma más profunda y sincera con otros y otras. Y si es una virtud, podríamos creer que más es mejor. Sin embargo, Teal Swan explicó en su exposición que existe un límite a la empatía sana. Refiriéndose a las personas excesivamente empáticas recalcó que, en muchos casos, esto que consideramos un atributo puede ser para ellos un arma de doble filo: hacen sentir a los demás comprendidos y acogidos, pero si no se miden, puede causarse mucho daño a sí mismos. “Nunca vas a conocer a alguien que siendo extremadamente empático te diga ‘me encanta estar con gente porque me hace sentir muy bien’”, explicó Swan. “Porque cuando entran a un lugar, en vez de sincronizarse con la persona que está feliz, tienden a empatizar con el que tiene un problema. Ahí está el riesgo”.
La psicóloga clínica de adultos Josefina Hernández coincide en que, en la mayoría de los casos, la empatía es algo muy positivo. “Tiene muchos beneficios para el bienestar”, comenta. “Sin embargo, sí se ha visto que sin límites puede llevar al burnout o agotamiento emocional, y definitivamente tenemos un problema cuando al ser empáticos con alguien o algo, nos estamos transgrediendo a nosotros mismos”. La especialista ejemplifica que, un caso en el que podría darse una forma nociva de empatía es en una relación de pareja si la empatía es unidireccional. Otro escenario en el que debiésemos poner atención es si frente a un problema social o a los problemas de otros, terminamos sintiéndonos culpables o incluso maltratándonos.
Tan peligrosa puede llegar a ser la empatía exacerbada, que, sentir lo que los demás sienten puede enfermarnos. Según un estudio publicado en la revista Psicopatología y Desarrollo por las investigadoras Erin Tone y Erin Tully, la empatía no regulada es una fortaleza riesgosa. “Esta habilidad interpersonal es muy importante pero conlleva un riesgo de conducir a la depresión y a la ansiedad cuando se presenta en niveles extremos”, explica el estudio. Y es que, tal como mencionaba Teal Swan, pareciera que, quienes viven la empatía de forma intensa, siguen los patrones que los marcaron en la infancia: tienden a identificarse con aquellas personas que les muestran estados de ánimo bajos, vulnerables o negativos.
Pero la clave para que la empatía sea un aliado y no una fuente de emociones negativas ni mucho menos enfermedad, está en establecer límites. Josefina Hernández explica que existen dos tipos de empatía. La cognitiva, es decir, la capacidad de ponernos en el lugar del otro, y la empatía afectiva o la capacidad de conectar con el otro y compartir emocionalmente. La especialista agrega que ambas son importantes para ser empáticos y que existen dos antídotos para el exceso de ellas. “El primero es reconocer el límite de la experiencia del otro y de la mía”, comenta. “Al hacer esto podemos escuchar y contener mejor al otro u otra. El segundo antídoto es la compasión y autocompasión”. Explica que, en este caso, tenemos que entender la compasión como la suma de sentir empatía y el genuino deseo o acción de aliviar el sufrimiento del otro. “Cuando somos compasivos tratamos más amablemente al resto y a nosotros mismos. Nos genera sensación de compañía y de una humanidad compartida. Y eso es tremendamente bueno para nuestra salud mental”, agrega.
Es por esto que, ser empáticos –incluso en exceso– no es una condena. Y depende de cada uno aprender a regular cuánto sentir por otros, escuchar y contener, sin llegar a sufrir por los demás. Por el contrario, sentir que no hemos logrado ser suficientemente empáticos con el resto tampoco significa que no podamos llegar a serlo. “Al final del día, nuestra capacidad de ser empáticos está íntimamente ligada a nuestra historia de vínculos y cómo hemos experimentado el estar con otros. También es algo que podemos entrenar y que no es igual en todos momentos de nuestra vida”, añade la psicóloga Josefina Hernández.