Valentina Carfulen (32) camina por una calle del centro y pareciera que la rodeara algo que no todos, pero varios pueden ver. Un halo invisible. Las miradas de los hombres son indiscretas, lascivas, sin permiso. Pasa el auto de una empresa telefónica con seis trabajadores (con el uniforme puesto y maquinaria en la maleta) que aunque apretados como sardinas, no dejan de mirarla. No hay ojos en el volante o la carretera, sino en ella. Y como si fueran dibujados por los estudios ACME, pareciera que las córneas se les salen y van a jadear con la lengua afuera ante lo que ellos consideran una provocación: una mujer en el espacio público. No disimulan que lo quieren hacer. Hay seis hombres embobados en un auto que no pueden dejar de mirar a una mujer que bajó de su casa y va camino a su trabajo mientras ellos vuelven.

Valentina tiene un escote como cualquier chica que camina por Santiago, un vestido corto y unos tacones no tan altos, como los de una oficinista, pero en esa cuadra de la capital, los minutos que dura un semáforo, el tiempo se congela y la miran ignorando que dio la luz verde.

Una mujer se distrae con ella y le dice a su amiga “¿Qué te estaba diciendo?”, perdiendo el hilo de la conversación mientras la analiza detenidamente. Un volantero que ofrece servicios de reparación de lavadoras deja de caminar y se instala como quien va al cine y se sienta en una butaca. Violenta su espacio personal de una manera sinvergüenza y se queda quieto. Deja de repartir su publicidad impresa y trata de encontrar su mirada. Está cerca de ella. Tan cerca que podrían hablar en susurros y entenderse. Al mismo tiempo un cuarentón parece un ganso enrabiado sacando el cuello por la ventana, haciendo un esfuerzo sobrehumano, y apretando la bocina.

¿Por qué la miran tanto?

Ella se presenta, en primer lugar, como empresaria del amor, un título que inventó y que después explica bien, pero en realidad es prevencionista de riesgos. También escribe poesía y columnas de opinión. Y, por supuesto, es trabajadora sexual hace siete años. Hace seis meses eso sí, se para bajo un poste de lunes a viernes en la Avenida 10 de Julio, en el barrio rojo de Santiago. “¿Cómo aparecemos nosotras en la literatura?”, increpa.

Comienza contando que siempre hay un Ulises que busca una Penélope, y entremedio, en el camino que los separa, aparecen seres seductores. Unas mujeres que no son mujeres del todo. Son mitades. Las sirenas, por ejemplo, son mitad mujer, mitad pez. Bellas pero siniestras, atractivas pero prohibidas, deseadas pero monstruosas. “¿De quién van a estar hablando, sino es de nosotras?”, dice.

Su llegada al mundo sexual fue a los 25 años. “Lo hice como la mayoría de las personas de mi comunidad; por necesidad. Estudié prevención de riesgos, pero en ese tiempo no había Ley de Identidad de Género, entonces mi carnet decía otro nombre. Me miraban y no me contrataban. No lo hicieron. Hubo un momento en que las opciones se redujeron muchísimo porque era morirme de hambre o dedicarme al trabajo sexual. Esa es una alternativa que siempre está presente para las feminidades. Mi mamá lo fue. Era bailarina y hacía topless. Yo nunca lo pensé como algo viable, de hecho, me oponía. Pero cuando empecé a ejercer, cambió la forma en la que veía esta profesión”.

Valentina conoció a una trabajadora retirada que le enseñó la mayoría de las cosas que sabe. La primera lección es que antes del servicio se cobra. Siempre. Instalada en la habitación de un departamento, no recuerda cuál fue su primer cliente, si estaba o no nerviosa, o si al momento de debutar en esta carrera pensó en echarse para atrás. “Mi mayor temor eran las Infecciones de Transmisión Sexual (ITS). No me dejaba penetrar por ningún cliente. Gané como 800 mil pesos en un mes por conversar y hacer sexo oral, entonces me pregunté por qué no lo había hecho antes”, cuenta con soltura.

La calle

La característica más distintiva de los lampíridos o luciérnagas es su cortejo nocturno. Un complicado diálogo entre los machos y las hembras. Básicamente un baile enredado pero que ellos conocen bien. Lo usual es que los machos patrullen buscándolas y las hembras, por su parte, puedan responder con destellos específicos y así dar paso al apareamiento. En las noches más cálidas es posible verlas iluminarse aún más para atraerlos, pero si se sienten amenazadas, desactivan la luz y se acabó el juego.

La Avenida 10 de Julio está poblada por talleres mecánicos y tiendas de repuestos que atienden hombres. Por la noche es oscura. Muy oscura. Y pasa de ser una calle ancha a una que al final se achica. En uno de esos tramos los árboles son tan altos como los postes de luz y bajo cada foco tenue, cuando el sol se oculta, aparece una chica de la noche. Valentina, como cuando una actriz entra al escenario, pasa a escena y saluda a sus compañeras con distancia mientras se acomoda en su oficina: una de las esquinas del barrio rojo al que ella llegó preguntando a una travesti vieja, como quien pide permiso.

Porque sí, la calle tiene sus reglas, avisa ella. No es llegar e instalarse. Generalmente hay unas jerarquías que se respetan y las madres, estas trabajadoras más antiguas, instalan a estas nuevas chicas en su cuadra.

El desfile de autos comienza. Un hombre baja la ventana y pregunta cuáles son sus medidas. Se refiere a la de su genital. “Yo siempre le respondo en tallas de ropa, de la S a la XL, ellos se van con una idea”, relata. Valentina cuenta que los hombres hablan en foros donde califican a otras trabajadoras o se pasan los datos. “Acá hay para todos los gustos; el que quiere una mujer cisgénero, el que busca a una chica trans con vagina y el que quiere pene, porque muchos buscan ser pasivos en la cama. En la prostitución se les conoce como ‘ollas’, porque se revuelven con un cucharón, me imagino. Y ahí hay una fantasía que, si estuviera vivo Freud, podría explicar mejor que yo”.

En su leyenda personal –lo que ella decide contar y transmitir– dice que no tiene miedo. Que no le da pavor la noche. Menos la calle de noche. “No debería romantizarla, pero lo voy a hacer”, advierte, “allí ocurren muchas cosas; es complejo, puede ser violento, claro, peligroso, pero los seres que más me han hecho reflexionar son los rukeros, los hombres que viven en la calle, en carpas. Al estar al margen de la sociedad, también están al margen de las lógicas”.

Es peligroso, pero hay ternura, repite en medio de la conversación. Ella cuenta que hay una anécdota registrada por los noticieros: la de una lucha que se dio en 2015 por la existencia de una mafia que empezó a cobrar y a hostigar a las trabajadoras travestis. En cámara, Angélica, una chica extranjera, mostraba los cortes que tenía en la piel hechos con un arma blanca. Esa noche las mujeres no tuvieron miedo en aparecer frente a las cámaras pidiendo ayuda y pidiendo también regularización para esta actividad nocturna estableciendo un barrio rojo oficial y reconocido. Cuesta creer que, incluso en esa época, el entonces intendente metropolitano Claudio Orrego dijera que “Santiago está maduro para hacer esta discusión. Ya hay ciudades que lo han hecho. Lo han regulado y confinado en un lugar. Incluso, de alguna manera le han dado las normas de respeto para quienes practican esta profesión que es la prostitución”. Pero los crímenes pasaron antes y pasaron después.

En 2008 apuñalaron a Ámbar en 10 de Julio. Un año más tarde, los diarios hablaban del crimen de Kimberly en las mismas cuadras. En 2016 un taxista mató a Litzi y los vecinos del barrio denunciaron que un grupo de hombres en automóvil disparaba repetidamente contra trabajadoras haciéndose pasar por clientes o, a veces, sólo pasaban por la calle con el arma cargada correteándolas. Y en 2019 se hizo conocido el caso de Daniela y Jessenia, agredidas con botellas y piedras, quienes por defender a una compañera violentada se llevaron la peor parte, mientras el hombre gritaba “voy a matar a las travestis una por una”.

El dinero

Su mamá, cuando era una guagua, quedó bajo la custodia de la Casa Nacional del Niño, y más tarde, fue criada por un matrimonio de Quinta Normal. Se fue joven de su casa y a los 16 tuvo a Valentina sin el apoyo de su pareja. Carfulen no tenía ni un año de vida cuando terminó en el hogar de sus “abuelos adoptivos”, la misma casa en la que creció su progenitora, como le dice ella, porque el título de mamá lo guarda para la mujer que la crió.

Desde que era una niña le inculcaron la importancia de estudiar, de ser alguien, pero por sobre todo, de tener una casa. “Ellos sospechaban que mi vida iba a ser difícil. Abrí una cuenta de ahorros desde muy joven. Mi misión desde pequeña fue la casa propia, era una meta que tenía en la cabeza, que me la repetía, ese era el objetivo. Yo tenía miedo de quedar abandonada, porque eso pasa con las disidencias, somos marginadas, vivimos situaciones económicas precarias, sin una familia, en la soledad. Yo crecí pensando en mi vejez, por decirlo de alguna forma”.

Hace un par de años Valentina desembolsó 70 millones de pesos al contado y se compró un departamento en el centro. A esa casa no pudimos entrar porque la administración de su comunidad la multó porque, según constata el llamado de atención, habría efectuado comercio sexual al interior de su hogar. Le cobraron dos millones de pesos, le restringieron las visitas y pronto tendrá que ir a tribunales. La calle se vuelve a instalar como el lugar en el que puede desarrollar su trabajo.

¿Cuál es tu relación con el dinero? Tú llegaste al mundo sexual con cierta resistencia y después del primer sueldo cambió tu percepción.

“Simone de Beauvoir hablaba de la vieja, la gorda y la prostituta, como estas cosas que nadie quiere ser, y visto desde el trabajo, el que nadie quiere hacer. Esto te pone a reflexionar sobre el capital, pero el erótico. Hoy mi patrimonio es mi cuerpo. También es mi empresa. Es con lo que pude costear un departamento que es mi hogar. Desde el trabajo sexual te das cuenta que hasta el tiempo tiene un valor. Así es este sistema y hay que buscar las formas para navegar a través. Una corriente que vaya a nuestro favor. Para mí hoy la adquisición de bienes es la forma en la que empodero este trabajo desde lo material, pero también hay una cosa simbólica. El trabajo sexual es un espacio donde se pueden hacer acciones políticas disruptivas porque allí pueden experimentar y disfrutar quienes no lo hacen. Personas con discapacidades, hombres operados de próstata o con diabetes que no pueden mantener una erección y que son rezagados al desprecio, a quienes se les niega el goce, aquí son tratados como personas.

¿Quién no trabaja con el cuerpo? No se puede desprender el cuerpo del trabajo. De ninguno. En todos se dispone de él. Acá el tema que les molesta es la moral. La trabajadora sexual no vende el cuerpo, vende un servicio; el cuerpo sigue siendo de una”.

¿Por qué te haces llamar la empresaria del amor?

“No soy una prostituta a secas. Este es un trabajo multidisciplinario, a veces una es psicóloga, masajista y matrona porque también derivamos a centros de salud a clientes por ITS. Nosotras somos la primera línea de la detención. Y a través de todo esto yo trato de brindar un trato con cariño y amor a las personas, porque no son sólo hombres, son personas. Y en su mayoría personas muy afectadas por el sistema: muchos que tienen más de una pega y aún así no pueden vivir bien. Insatisfechos, frustrados, endeudados, preocupados por la delincuencia, entre tantas otras cosas”.

En invierno Valentina llega a las ocho de la noche y se va a las dos de la mañana. En verano el horario cambia, de once a tres. La meta, generalmente, es hacerse 100 mil pesos por noche. “Antes la calle era un lugar que dejaba mucho más dinero, pero con el tema del trabajo sexual virtual y los departamentos que se arriendan como Airbnb, ha perdido su valor. Hoy una chica atiende de cinco a siete hombres, pero sigue siendo un lugar donde están todos. Acá llega desde el comunista al militar. El creyente y el ateo. El obrero y el empresario. Desde el hombre que vive en la calle y junta luca por luca para pasar el rato contigo, hasta el multimillonario. Sin embargo, ninguno habla públicamente para que las personas con las que ellos se acuestan tengan derechos laborales”

Valentina dice que el dinero en sí no es erótico, pero sí te da la posibilidad de acceder al disfrute, a momentos hedonistas, o incluso, como lo hacen ellos, a pagar por sexo y compañía.

El deseo

Ogigia, la isla mencionada en la Odisea, donde habitaba la ninfa Calipso, era abundante según la descripción. Rodeada de una selva verde, de todo tipo de aves y el mar. Junto a su cueva había una viña próspera y cuatro fuentes contenían agua cristalina, sin embargo, a pesar de eso y de que incluso se le ofreció la vida eterna, Ulises siguió su viaje. “Las otras, las que no somos Penélope, tenemos una vida amorosa más difícil”, dice Valentina, “es un campo complejo para las feminidades trans porque los hombres no están dispuestos a amarnos, no somos una posibilidad. Con nosotras pueden follar en silencio, encontrarnos en Grindr o visitar el barrio rojo. Pero nunca somos humanizadas. Y cuando no eres un objeto de amor, te empiezas a desdibujar. Con el trabajo sexual se hace una pequeña resistencia a eso: si quieres intimidad conmigo a escondidas, indemnízame. Hay un pago por el silencio. Somos deseadas con culpa.

Una vez atendí a un cliente que estaba muy triste, acaba de terminar una relación y le pregunté si podría estar con una de nosotras, su respuesta fue que sólo nos tenía para la transacción, porque su vida sería con una mujer cisgénero con la que pueda tener hijos. Si queremos aparecer en el mapa del deseo, es una lucha en la que también deben aparecer los hombre y personas que desean a las trans y que nos reconozcan. Es un primer paso. El amor es político, pero no se puede sólo obligar con leyes. Nosotras sí podemos documentar que se nos desea, y mucho, sería cosa de mostrar las patentes de los autos que se pasean por 10 de Julio. Todos ellos nos desean, pero no podrían decir eso, mucho menos que nos pueden amar”.

“Somos seres humanos. Tú como prostituta, históricamente juzgada, ofreces un espacio donde no juzgas y escuchas no más”.

¿Estás soltera?

“Sí”.

¿Tiene repercusiones en tu vida íntima tu trabajo?

“Como todos los trabajos, yo creo. Pero claro, yo me expongo desde la sensualidad y desde mi cuerpo. ¿Qué podría no gustarme de mi trabajo además de la falta de regularización? Que no me complazco a mí, cumplo con el deseo de otro y eso te desgasta, hay un momento en el que no quiero estar relacionada con más hombres. Agota. Pero eso también me hace reflexionar sobre esta sociedad híper sexualizada donde se le pone toda esta carga moral al sexo. ¿Has escuchado eso de que ‘no te acuestes con él por sus energías’? Se le pone un valor sentimental, emocional y moral que no debiera. No es tan importante. Muchas veces me gustaría estar con un hombre en la cama, abrazados, viendo televisión como una pareja de abuelos. Se empieza a valorar otra forma de intimidad, porque hay otras maneras de disfrutar más allá del sexo”.

¿Cómo cuáles?

“Hay clientes con los que tienes una relación no normada, ni de pololeo o matrimonio, realmente fuera de la norma, pero donde hay mucho cariño. Ellos me adoran y yo a ellos. Y cuando estamos juntos sólo nos brindamos cariño, compañía, se acuerdan de ti para tus cumpleaños, no todo es frío. Sí hay clientes violentos, pero también se crean vínculos con otros. Somos seres humanos. Tú como prostituta, históricamente juzgada, ofreces un espacio donde no juzgas y escuchas no más”.

¿Fantaseas con una vida dentro de las normas?

“Sí, como cualquier persona del mundo de las diversidades. Pero me aburre también. Yo soy una infiltrada muchas veces y participo de espacios normados, puedo ir a un matrimonio ponte tú y coquetear con el hermano de la novia, pero después me aburro y digo que tengo que volver a mi suburbio, a mi profesión de empresaria, que tengo que acaparar dinero, porque está ese miedo de que para nosotras este concepto de familia o pareja compañera puede estar negado, que el futuro puede dar temores por la soledad y lo precario, y que es mejor blindarse desde ya”

El feminismo

Valentina tiene Twitter, pero poco sabe de los debates que se generan en esa red social entre las feministas de distintas corrientes. Que las mujeres son las que tienen útero, dijo una influencer el otro día, desatando comentarios a favor y en contra. Y en vísperas del 8M hay quienes cuestionan si hacer o no una marcha separatista, sólo con mujeres cisgénero.

¿Qué es para ti ser mujer?

“A estas alturas es una mitología, como ser hombre, porque no hay un resultado concreto, ni que deje a nadie satisfecho: ¿Tener vagina? ¿Útero? ¿Ser madre? ¿Construirse mujer? Yo me defino más como una femineidad trans. Hoy me he estado divorciando de las ideas, de tanta cosa académica, y he estado luchando desde mi vereda como trabajadora sexual que puede leerse también desde el feminismo. Me representa mucho lo que hacía el MEMCH, el Movimiento Pro-Emancipación de las Mujeres de Chile, quienes en los 50′s hacían resistencia al feminismo burgués que postergaba la lucha de la clase obrera. Yo intento retomar eso, estudié prevención de riesgos porque es una carrera muy humana, y que nace de una cosa muy sensible. Los accidentes en minas, por ejemplo, cuando los trabajadores morían, tiempo después se sabía que tenían tantas enfermedades relacionadas a su labor y nunca fueron cuidados o indemnizados por eso. Así que yo, desde mi conocimiento, hago talleres de prevención de ITS y profesionalismo en el trabajo sexual, talleres de economía para las chicas. La idea es alfabetizar el rubro y que tomen conciencia de ese poder que tenemos y de que sí podemos emanciparnos”.

¿Te has topado con feministas radicales?

“No, nunca. Y me encantaría la verdad poder sentarme con una y debatir desde lo constructivo. Entrecruzar reflexiones. No lo veo como una batalla, para nada. Porque esta es una experiencia que se vive: yo me vinculo todo el tiempo con otras con mujeres. Con distintos tipos. Unas que son madres, las viejas, otras trans, algunas con pene o neovagina. Pero hay un lugar de encuentro: las ganas de ser reconocidas en distintos ámbitos y yo creo que eso lo padecemos todas”.

En medio de la noche aparecen otras chicas de Fundación Margen, Féminas Latinas y el colectivo Amanda Jofré, quienes reparten entre las trabajadoras materiales de autocuidado y condones. La fila de autos desaparece con el avance de la madrugada y con ellos también se van las chicas, antes de que la calle cambie completamente, se ilumine y deje de ser esta austera pasarela en la que ocurren estas coreografías eróticas. “Ojalá que a las personas no se les olvide nunca que también somos humanas. Que tengo un nombre. Que me llamo Valentina”, dice.