Me acuerdo como si fuera ayer cuando tenía 12 años y me prometí que al crecer nunca me metería con un hombre casado. Lo decidí por mi historia familiar y porque muchas de mis amigas tenían papás separados. Nuestras experiencias eran distintas: algunas separaciones habían sido escandalosas, otras se habían dado en contextos más amables. Pero en su mayoría, y con esto quiero decir, en casi todas, la razón era que nuestros papás o mamás habían sido infieles. En algunos casos fue algo que siempre supimos. En otros, fue una verdad que llegamos a entender con los años.

Puedo decir con orgullo que a mis 32 he cumplido con esa promesa. Pero también creo que es tiempo de asumir que no lo hice como debería. Son muchas las razones que me han llevado a verlo así. Y aunque nunca lo habría imaginado, el feminismo es lo que hace que quiera actualizar este ideal que me impuse hace veinte años y que me sigue haciendo sentido. Supongo que de eso se trata madurar.

Creo profundamente en el cambio. Creo en las transformaciones radicales. Me hace ilusión pensar y confiar en que, en unos años, tendremos por fin educación gratuita, menos desigualdad, una reforma tributaria en la que los más privilegiados nos haremos responsables de los derechos básicos de quienes, por mala fortuna, nacieron en lugares en donde ni siquiera se puede soñar con un futuro mejor. Y es por esto que las demandas del feminismo me parecen una nueva razón para pensar que cambiar es no sólo necesario, sino que también es posible.

Estoy convencida de que ninguna mujer puede no sentirse feminista; la gran mayoría de las cosas que estamos pidiendo responden simplemente al sentido común. No es justo que ganemos menos que los hombres. No es justo pagar el triple por nuestra salud. No es justo caminar con miedo en la calle. En eso, me imagino, estamos todos de acuerdo. Pero también he empezado a pensar que antes de luchar por estas cosas tan evidentemente injustas, las mujeres tenemos que trabajar en el concepto de sororidad. Dialogar. Intentar definirlo. Porque sin él, no veo cómo todo lo demás, que es tan necesario, sea si quiera probable. Hay una dimensión del feminismo que solemos olvidar y que requiere una voluntad para luchar contra los fantasmas permanentes. Hablo de la sororidad amorosa.

Esto lo digo a propósito de esa promesa que he cumplido, pero no como debería. Porque si bien tengo mi currículum limpio de ser patas negras, es en los terrenos grises donde se miden las convicciones. No pretendo juzgar a nadie con lo que escribo. Sólo lo hago porque creo importante reconocer que me he pillado en situaciones en las que ahora que la sororidad emerge como un concepto determinante, tengo el deber de analizar. Una vez, un hombre con el que hace poco me había puesto a pololear me contó que la primera vez que estuvimos juntos, cuando recién estábamos saliendo, él estaba con otra. Si bien me molestó, y se lo hice saber, no hice nada. En ese minuto elegí pensar que no era tan grave porque él estaba enamorado de mí y ella había sido solo una más. Pero ahora, creo que cometí un error.

Si hubiese visto con claridad lo que significaba eso, me habría dado cuenta de que sentirme la excepción no tiene ninguna relación con el feminismo, porque, aunque sea de manera inconsciente, eso implica sentirse mejor que las demás. O buscar validarse así. Y por un hombre. Quizás lo correcto era haber terminado con él en ese minuto y elegir no ser cómplice del dolor que eso probablemente le generó a esa otra mujer. Pero no la conocía. No le di importancia. Elegí pensar en mi beneficio. Nunca supe quién era, cómo se llamaba. A ella, sea quien sea, le pido perdón.

Con ese pololo duré un poco más de un año. Y cuando terminamos, me enteré que rápidamente se había puesto a salir con otra. Me dolió, pero seguí adelante, sin ver lo que tiempo después me haría entender y terminaría por convertirse en el hito que hace que ahora quiera renovar mi promesa.

Hace un tiempo conocí a un hombre que me gustó. Y que me gustó de verdad. No es algo que me pase seguido. A las pocas semanas, supe que tenía polola. Pero no me importó. Seguí creyendo que era una opción. El interés fue mutuo, aunque no ha pasado nada. Y me permití fantasear con él, me vi diciéndome a mí misma, y poniéndome feliz cuando mis amigas lo reforzaban, que era más linda que su polola y que probablemente estaba comprometido porque no me había conocido antes. Aunque me duela, ahora que me doy el tiempo de pensarlo, tengo que admitir que también he coqueteado con hombres casados y me ha fascinado ver cómo les brillan los ojos con la sola idea de que exista una posibilidad remota de tener algo conmigo. Sé que jamás haría nada porque tengo la suerte de haber estado en relaciones largas donde aprendí lo que genera la rutina en las parejas, donde viví lo que pasa cuando una, y el otro, deja de ser novedad. Esa experiencia me hace saber que estoy en gran ventaja respecto a esa mujer que ha estado por años al lado de mi motivo de fascinación. Y no me permito usar eso a mi favor. No quiero minimizar el trabajo que significa mantener una relación en el tiempo presentándome como el juguete nuevo. Porque siempre el juguete nuevo parece más atractivo.

Lo delicado es que cuando fantaseo con esto, siempre prefiero pensar que si llegase a pasar, que si dejaran a sus mujeres o pololas, sería porque yo soy su verdadero amor. Porque fijarse en mí estando con otra, sería una excepción. Es aquí cuando me doy cuenta de que no he cumplido mi promesa. El hecho de fantasear con la idea, de jugar con que un hombre deja a otra por mí, transgrede lo que a los 12 años dije que nunca haría. Porque esa promesa tiene una capa más profunda que la sola pureza de mi conciencia. Lo que me prometí no se trataba solamente de mí, sino que también del resto. De todas. Es tiempo de dejar de justificarme que no es incorrecto si no lo llevo a la práctica y que por más que me diga que es porque quiero amar y ser amada, eso no vale si es en desmedro de otra. El egoísmo y la sorodidad no son compatibles. Porque ser esa excepción, más allá de lo improbable, siempre será a costa de hacer que esa mujer se convierta en la regla. Y eso no es justo.

No escribo esto desde el ejemplo, sino más bien desde la contradicción. Si bien hace un tiempo decidí que dejaría de pensar en ese hombre que me gustó, hace unos días volvió esa voz en mi cabeza a la que le gusta decirme que él es una buena idea, que al no hablarle puedo estar perdiéndome la posibilidad de encontrar el amor. Por casualidad, en uno de estos días, me enteré, habiendo ya pasado mucho tiempo, que ese pololo que alguna vez tuve, ese que salía con alguien cuando me conoció y no me dijo, había partido su nueva relación cuando todavía estaba conmigo. Soy una persona orgullosa y, si me hubiesen preguntado, habría apostado que saberlo me indignaría y dolería a niveles enloquecedores. Pero para mi sorpresa, no me enojé, probablemente porque la noticia llegó justo a tiempo para hacerme entender que en esto había una lección. Para darme cuenta de que tengo que aprender a callar a esa voz en mi cabeza que me tienta a seguir inventándome que puede que yo sea especial. Que pensar en estar con el hombre de otra no transgrede lo que decidí para mí.

Pienso que la sororidad, quizás, en parte está en querer para las demás lo mismo que soñamos para nosotras mismas. En dignificar a las mujeres. Y en no caer en la trampa de permitirnos pensar que si alguien comprometido se fija en una es porque ella es pesada o porque ella no lo entiende como uno lo haría. En no pensar, finalmente, que esa polola, esa mujer, merece menos amor del que siento que yo me merezco.

Reconozco que me encantaría decir que la historia de ese pololo fue a propósito de su excepción, que ella fue el amor de su vida. Que existen las excepciones. Eso sería una excusa para no sentirme humillada y una razón para pensar que, quizás, yo puedo ser la excepción del que me gustó a mí. Pero no es el caso. Por ahora es el argumento perfecto para entender que tengo que madurar, porque intuyo que asumir que todas somos la regla es lo que me va a permitir poder cumplir mi promesa los próximos veinte años. No es fácil, escucharla es tentador. Pero que ocurran los cambios sociales que espero tampoco lo es, y eso nunca me ha llevado a dejar de creer que son posibles. Lo hago también porque quiero ser feminista. Porque quiero crecer. Y porque, quizás, hacerlo es mi manera de aportar a eso que anhelo, aunque a veces me cueste entender y practicar. Contribuir a eso que llamamos sororidad.

Sofía Aldea es periodista y editora de Paula.cl.