A cierta edad, en la preadolescencia, decidí que mi cuerpo sería de una manera por siempre: insuficiente. No sería un cuerpo hegemónico pasara lo que pasara, pesara lo que pesara.
No es para nada fuera de lo común pensar en nuestro cuerpo varias horas al día. Según un estudio del colectivo feminista La Rebelión del Cuerpo (2022), en promedio, las mujeres pasan 3,6 horas pensando en su cuerpo, mientras que los hombres 1,8. Y quienes más le dedican tiempo a este pensamiento son las adolescentes, entre 14 y 17 años, un período en el que se empiezan a acrecentar las inseguridades y a gestar la sensación de insuficiencia, si es que esta no partió antes.
Las niñas que pasábamos pensando en nuestro cuerpo a esa edad, hoy somos las mujeres que, más de diez años después, seguimos cayendo en un espiral de baja autoestima seguido.
Nunca he sido diagnosticada por un profesional con un Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA), pero como muchas y muchos he vivido una dismorfia corporal desde que mirarse en el espejo se convirtió en algo más que un acto reflejo. En este viaje me han acompañado dietas, restricciones, atracones y sentimientos de culpa, además de comentarios sobre mi apariencia física. Hasta aquí ¿alguien se identifica? Seguro que sí.
Siempre fui la más alta del curso, al menos hasta que mis compañeros hombres crecieron o “se pegaron el estirón”. Mi altura conllevó un montón de burlas y con ellas vinieron inseguridades: “Nadie me va a querer”. “Voy a estar sola por siempre”. “A los hombres les gustan las mujeres más bajas”. Incluso las mamás de mis amigas me decían que nunca iba a encontrar pololo.
Una respuesta natural de mi cuerpo fue encorvarse, hacerme pequeña, invisible, casi imperceptible. Si nadie notaba que era alta, nadie se reiría de mí. Y, aún mejor, si pasaba desapercibida podría estar tranquila.
A pesar de que ser alta siempre fue visto como una desventaja por los demás, siempre me decían que “lo bueno” era que al menos era delgada y que me podía dar el lujo de subir más de peso, porque no se iba a notar. Hasta más o menos los 13 años no me fijé nunca en mi peso. No sé cómo fue que un día llegué hasta uno de los blogs de Mia y Ana. No sabía cuál de ellas estaba dispuesta a ser, pero parecía que si quería quedarme delgada tenía que elegir una de esas personalidades. Me acuerdo de que pasé una semana comiendo lo mínimo, saltándome comidas y tomando mucha agua y café con leche para saciarme. Bajé cuatro kilos. Me sentí tan poderosa, pero a la vez tan miserable. Lo que veía en el espejo seguía sin gustarme.
En los recreos, mientras mis amigas pasaban varios minutos en el baño retocándose el brillo labial o chequeando la basta de la falda, yo entraba directo, me lavaba las manos y salía. No era capaz de mirarme al espejo y no fui capaz por varios años. En algún momento, quizá cuando salí del colegio, me convencí de que nunca me iba a gustar, así no importaba si comía de más o no. Nada iba a cambiar.
El escrutinio público
Hace unos años conversábamos con una amiga sobre los altos y bajos que una tiene con su imagen y ella me comentó que pensaba que para mí no era un tema, porque yo comía sin contar calorías y disfrutaba de la comida. Lo que ella no sabía es que en cada bocado se escondía culpa.
Hace varios meses decidí empezar a respetar mis horarios, a comer lo que me hacía bien y también me hacía sentir bien. A eso le sumé un poco de ejercicio (pilates una vez a la semana) y los frutos de eso los he visto en mis glicemias a diario (soy diabética), pero también en las tallas de pantalón que bajé y que no me di cuenta hasta que las personas de mi trabajo empezaron a decirme que estaba más flaca.
No subí a la balanza durante meses, porque me daba miedo saber que todos los esfuerzos que estaba haciendo probablemente serían en vano. No quería fracasar de nuevo en una dieta, aunque en mi interior sabía que no era una simple dieta, sino un cambio de hábitos.
Estaba tan acostumbrada a usar mi ropa de siempre que tampoco notaba diferencias. Cuando volví de vacaciones lo primero que me comentó una persona en la oficina, a viva voz, fue: “¡Estás más flaca!”. ¿Qué hace uno cuando está de vacaciones? Come más, por lo que mi mente ya estaba seteada para empezar a hacer recortes para “compensar” todos los panes que me comí en vacaciones. Por eso su comentario me tomó por sorpresa y no supe qué decir. ¿Qué se dice en esos casos? “¿Gracias?”. Parece que sí, porque seguimos viviendo en un mundo donde la cultura de la delgadez reina y ser delgada o flaca es un piropo.
Esos “halagos” comenzaron a llegar más seguido. Todas las semanas, sin falta. De hecho, ahora con bonus del estilo “Te ves radiante”. Yo sé que las personas que me han hecho estos comentarios han sido bienintencionadas, para remarcar que he tenido un cambio que, a ojos de los demás, ha sido bueno. Pero lo que no saben es que detrás de cada comentario sobre mi peso no puedo evitar preguntarme cómo me percibían antes, cuando tenía más kilos encima y los cambios no eran tan evidentes. “¿Era insuficiente?”. “¿Qué pasa si vuelvo a cómo estaba?”. “Si la gente deja de decirme que estoy delgada, ¿significa que debo bajar todavía más de peso?”.
Hace unas semanas fui al oftalmólogo y ocurrió algo bien curioso. Me dijo que no entendía por qué soy diabética si no tenía “sobrepeso excesivo”. Ese médico ni siquiera me pesó o me miró sin la chaqueta y la bufanda que andaba trayendo. Al salir de la consulta solo me quedé con la palabra “sobrepeso”, a pesar de que el día anterior en la oficina había recibido comentarios de que estaba flaca. Después de eso no sabía bajo qué parámetro autopercibirme, porque para unos estoy delgada y para otros, gorda. Y me dolió, me dolió tanto que terminé derramando lágrimas en la calle. No me dolió que me dijeran que tenía sobrepeso, sino la lucha interna en la que me encontré, siempre obedeciendo a la insuficiencia.
A mí me tocó vivirlo con un doctor que debía revisarme la vista, con el que ni siquiera tuve que discutir mis hábitos alimenticios ni mi estilo de vida, pero cientos de personas siguen viviendo el escrutinio pesocentrista cada vez que van al médico hasta por un dolor de garganta. Basta con preguntarles a nuestros cercanos o poner atención a los relatos de otros para darnos cuenta de que, pase lo que pase, muchos médicos y médicas van a decir algo sobre el peso de sus pacientes.
Sobre esto, mi psicóloga me comentó la otra vez algo en lo que no había reparado: cuando recetan un medicamento, algunos psiquiatras muchas veces advierten “Pero no te preocupes, que no engorda”, antes de que el paciente siquiera haya preguntado. Yo reconozco que a la hora de tomar estos fármacos sí le he consultado a mi psiquiatra si me van a producir más ganas de comer, pero porque la inquietud sale de mí. Supongo que los médicos deben estar tan acostumbrados a recibir esta pregunta, que dan la respuesta casi por inercia. ¿Y por qué preguntamos tanto esto?, porque de alguna manera tenemos internalizado que los fármacos para patologías o condiciones de salud mental sí o sí nos van a hacer subir de peso y que eso está mal.
Conformarse con la inconformidad
Ahora miro fotos de cuando me sentía bien conmigo misma y no puedo dejar de criticarme, de encontrarme insuficiente; cuando hace meses miraba las mismas fotos anhelando volver a sentirme así de bien. Me pregunto si dentro de un tiempo observaré las fotos que me tomo ahora, que me gustan, y si también sentiré desagrado.
Algunas personas creen que el debate actual, que invita a no opinar de los cuerpos ajenos, es una forma de avalar el sobrepeso y la obesidad, pero lo cierto es que aplica para todos los casos: para quienes son delgados y han escuchado toda su vida que les falta comerse unas cazuelas, para los altos que son comparados con jirafas, para los bajos que han aguantado toda clase de bromas relativas a su altura, y la lista sigue. Uno no sabe qué hay detrás de las personas, qué luchas internas llevan a diario y cómo un comentario bienintencionado puede activar una cadena de pensamientos ansiosos.
Conceptos como el body positive y el amor propio partieron como herramientas para visibilizar a las mujeres que escapaban de la belleza hegemónica, sobre todo a aquellas consideradas “talla grande”, como después las llamarían en marketing, y también como una forma de acompañarnos en nuestras inseguridades. Fue una causa noble que nos quería transmitir que todas podíamos sentirnos bonitas a medida que aceptáramos nuestros cuerpos, pero rápidamente los medios, las marcas y las redes sociales lo mercantilizaron como un estereotipo que fue cerrando más puertas para quienes ya se habían sentido aceptadas en un sitio. Me incluyo.
Si nos ponemos a mirar TikTok y nos detenemos en los comentarios de los videos de personas con una belleza hegemónica, es fácil encontrarnos con relatos de muchas y muchos que sienten tristeza por no verse como las personas de la pantalla, que muchas veces acompañan sus videos con filtros o bien se han sometido a procedimientos estéticos para alcanzar la armonía que tanto anhelamos.
En los comentarios también nos encontramos con el otro lado de la vereda, el que no empatiza, el que odia y fomenta inseguridades en quienes comparten su contenido en redes sociales. Si escribimos en TikTok “Warzone”, el buscador nos sugerirá las búsquedas “Warzone mujer cuerpo”, “Warzone mujer meme”, “Warzone qué significa”, y nos vamos a encontrar con videos de mujeres en cuyos comentarios la gente, principalmente hombres, decide escribirles “A poco sí, mi Warzone” para decirles gorda de una forma creativa, ya que el nombre viene de Call of Duty: Warzone, un videojuego extremadamente pesado y grande.
Dudo mucho que quienes comentan sobre la imagen de una persona en redes sociales de forma anónima, se lo digan en su cara un día, quizá no con el tono malicioso con el que lo hacen en la virtualidad, pero ¿no es algo parecido lo que pasa cuando nos dicen un piropo disfrazado de observación, un consejo sobre nuestra alimentación que no pedimos o un “ojalá pudiera comer tanto como tú sin engordar?”.
No sé si alguna vez voy a estar cien por ciento conforme con mi apariencia física, pero sí sé que los vaivenes de mi autoestima me harán sentir bien y a veces mal, y que probablemente ningún sentimiento durará para siempre, porque considero que estar conforme con la inconformidad también es un acto de autocuidado.
Aun estando en mi peso “correcto”, me miro en el espejo y a veces no me reconozco. El año pasado pasé por un bajón de autoestima bien fuerte, que me llevó a estar acostada en el sillón por meses, llorando mientras veía a la gente siendo bonita en redes sociales, convencida de que nunca me iba a sentir así, y porque no tenía la fuerza de voluntad de hacer “algo” para cambiar ese sentimiento. Lo cierto es que ese “algo” a veces es bien difícil de ejecutar, para los que van a decir que los que no salen adelante no lo hacen porque no quieren.