Escribo esto desde una casa que tiene más de 100 años. En una mesa enorme, antigua, de madera, con patas de león y tallados de flores por los lados. A mi alrededor hay muebles igual de antiguos: baúles, veladores, roperos. Algunos están en perfecto estado, otros con una mínima pulida quedarían como nuevos, o mejor dicho como clásicos renovados, porque el diseño de cada uno revela la época en la que fue fabricado: algunos Art Nouveau, otros Déco, otros indudablemente Bauhaus.

Esta casa es tranquila y bella. Está como atrapada en el tiempo y cada vez que venimos a pasar unos días del verano, siento que la disfruto más. Cada detalle tiene un recuerdo y una historia distinta. Tomamos desayuno en las tazas de siempre. Cortamos el pan con los mismos cuchillos. Desde luego algunas cosas han cambiado, porque de un tiempo a esta parte, nada dura cien años como esta casa. Y como ya sabemos la cultura desechable nos incita a cambiar la tetera por un hervidor que sabemos se echará a perder en un par de años y sin más remedio volveremos buscar la antigua tetera para hervir el agua. Pareciera que todo lo moderno tiene fecha de caducidad. Pareciera que todo lo antiguo esta hecho para ser eterno.

Cuando me fui a vivir sola hace varios años, no tenía ni un plato. Mi mamá me regaló un juego de loza que ya no se usaba tanto en la casa, no era para nada de mi gusto, pero servía para cumplir con su propósito. Lo usé por muchos años y cuando todavía estaba en buenas condiciones se lo regalé al conserje del edificio, que usaba unas tazas viejas y saltadas para tomarse el tecito en la noche. Creo que lo siguen usando, al menos eso vi un día que pasé a saludar y me recibió un conserje joven que escondía una de mis tazas mientras me contaba que el otro conserje ya no trabajaba ahí. Las cosas duran más que las personas, me puse a pensar.

Ese departamento lo llevo en mis recuerdos como si fuera un paraíso. Era enano, pero tenía una terraza larga que disfruté como si fuera un enorme jardín. Tenía tomates cherry, ajíes y varias plantas. Le llegaba el sol en la tarde. Durante mucho tiempo no tuve muebles, solo unos cojines grandotes que me prestó mi hermana y a los que les hice unas fundas con una tela reciclada de un cubrecamas.

Cuando logré juntar algo más de plata para comprar algunas cosas muy necesarias, partí al Persa Bio-bío. Me encanta el Persa, lo conozco harto. En ese tiempo me lo sabía de memoria. Compré un librero con cajones, un sillón gigante que servía de cama, unas sillas de madera y fierro forjado que tienen escrito unos nombres por abajo y que, según el tipo que me las vendió, eran los nombres de sus ocupantes en un importante congreso en el año 1922. Vaya a saber uno si es verdad, pero me gustó el cuento. Tengo 6. Volví a mi casa en el camión del despacho.

Cuando me fui a vivir con el padre de mis hijos, juntamos todo lo que teníamos. Él una cama, un sillón viejo y miles de vinilos. Yo otra cama y mis compras del Bio-bío. No teníamos mesa de comedor y fuimos al Persa.

No queremos una casa con objetos nuevos. Su novedad sea cara o barata, nos parece pretenciosa, efímera, poco sustentable y bastante fome. No tienen la historia pasada y en su mayoría los que podríamos comprar, son de materiales de mala calidad que no resistirían paso del tiempo. Preferimos sentarnos en el sillón de siempre, que lleva años en la familia y que ha traspasado generaciones cumpliendo a cabalidad su noble misión de dar descanso al cuerpo, y de paso, ha iniciado conversaciones evocando los recuerdos de sus antiguos y ausentes dueños.