Un nombre es algo misterioso. Tiene un peso legal, pero también uno simbólico. Un nombre nos particulariza, nos distingue y en una primera instancia nos define fortuitamente, porque se nos asigna. No es algo que hemos elegido. Un nombre es una forma de grabar nuestra presencia en la sociedad y en la memoria. Tiene el poder de evocar a alguien sin que esta persona esté. A los muertos, de hecho, se les suele recordar a través de ello. Los nombres quedan, pero no por eso son definitivos.
En Chile, como en casi todos los países del mundo, la persona que te inscribe en el Registro Civil es quien elige cómo te vas a llamar -en la mayoría de los casos- para el resto de tu vida. Esta persona no es necesariamente tu mamá ni tu papá; puede ser un familiar, un amigo e incluso un conocido, y abundan los casos en que un cercano abrumado se confundió con el nombre que la familia había elegido para el recién nacido y le puso una variación. Según la Ley N° 17.344, esas personas tienen la posibilidad de rectificar el error y recuperar su nombre original o adoptar uno nuevo. Esa es una de las cuatro causales que nos permiten cambiarnos el nombre. Las otras son que tu nombre sea ridículo, risible o genere menoscabo; que tu nombre no sea de origen español o que hayas sido conocido por más de cinco años con un nombre distinto al tuyo.
Hay personas, como yo, a las que no les conviene acogerse a esta ley del cambio de nombre, porque además queremos modificar el género con el que somos reconocidas legalmente. Para esto existe la Ley de Identidad de Género, que fue aprobada a finales del año pasado. Aunque todavía no está en vigencia, las personas trans ya tenemos la facultad de hacerla efectiva. El tránsito, como cualquier otro proceso, es un camino lleno de errores. Y por eso cada avance, cada retroceso, cada descubrimiento o decepción es una oportunidad de aprendizaje. ¿Cuándo te diste cuenta? ¿Estás seguro? ¿Vas a tomar hormonas? ¿Estás seguro? ¿Cuánto dura la transición? Siempre he sido trans, solo que me atreví a aceptarlo y empezar el tratamiento hormonal recién a mis 37 años. No estoy seguro, estoy segura. Es un proceso que no empieza ni termina, sino que va a durar toda mi vida.
Cuando algunos de mis amigos se enteraron que había empezado a transitar, me preguntaron por el pronombre que iba a preferir. Las opciones no eran muchas, pero poder elegir entre él y ella ya me parecía maravilloso. Elegí el femenino y así se los hice saber. Una vez aclarado eso, la pregunta fue: ¿Y cómo te vas a llamar? Parte de este aprendizaje ha sido darme cuenta del poder que tiene el lenguaje. Nombrar es la forma más antigua de identificación humana y la manera en la que nos llamamos tiene la capacidad de definir quiénes somos. Por eso, un nombre es sinónimo de una certeza.
Hay una pregunta que parece simple, pero encierra un universo complejo: ¿Por qué elegiste ese nombre? Rara vez tenemos la oportunidad de hacerlo. Un nombre es una realidad escrita que nos ubica socialmente, pero también una imagen, y por lo tanto tiene un componente estético y otro político. Esta propiedad de un nombre personal se amplifica cuando lo que se nombra ya no es una persona, sino que un lugar con cierta carga histórica. Rebautizar algo puede implicar una rectificación simbólica. Es el caso de la Avenida Nueva Providencia, que surgió a mediados del siglo XX como una arteria producto del auge del automóvil y la expansión horizontal de Santiago. La calle fue bautizada durante el régimen militar como 11 de Septiembre en 'homenaje' al golpe de Estado de 1973, hasta que en 2012 la recién electa alcaldesa de ese momento, Josefa Errázuriz, propuso rebautizarla para "reparar la deuda que existe con generaciones anteriores que soñaron y construyeron la comuna".
Otro caso es la experiencia internacional del memorial 9/11 en Manhattan, donde la forma en la que finalmente se decidió homenajear a las más de 2.900 víctimas involucró el reconocimiento de su individualidad a través del lenguaje. Muchas fueron las propuestas presentadas para el diseño de este memorial porque había múltiples sensibilidades involucradas, pero finalmente lo que primó fue lo más simple e irrefutable: sus nombres. Por más que una persona pueda tener el mismo nombre que otra, la identidad no es replicable.
Ariel, el nombre que elegí, ha estado siempre conmigo. En 1989, cuando ya les había manifestado varias veces y de distintas maneras a mis papás que me sentía más niña que niño, se estrenó una película basada en un cuento de Hans Christian Andersen cuya protagonista era una sirena llamada Ariel. Era una adolescente de pelo largo y rojo, cuyo cuerpo terminaba en una cola que le permitía nadar por el mar que gobernaba su padre, el rey Tritón. Ariel era una chica dulce y curiosa que tenía la intuición de que su felicidad no se encontraba en el mundo que su papá había creado para ella. Y, a diferencia mía, esa Ariel era rebelde y desobediente.
A lo largo de mi vida, este nombre se fue apareciendo y borrando varias veces. En el colegio volvió a surgir cuando leímos un fragmento de La tempestad, de Shakespeare, y se generó una discusión entre algunos compañeros sobre si la Ariel de la obra era hombre o mujer. Recuerdo que esa discusión hizo que se me acelerara el corazón. Muchos años más tarde, estudiando literatura en Nueva York, me reencontré con la obra de la poeta norteamericana Sylvia Plath. Su hermoso poemario se llama Ariel en homenaje a su caballo, y el poema que le da título al libro habla del horror que experimenta el jinete de un caballo desbocado. A lo largo de los versos, jinete y caballo se hacen uno y terminan por transformarse en la propia poeta y su miedo a la locura.
Ahora que quiero hacer de Ariel mi nombre legal, sé cuánto cuesta el trámite, cuáles son los plazos y requisitos. Sólo hay que meterse a Internet para hacerse una idea de cómo el mercado se ha hecho cargo de esta necesidad. Voy a cambiarme el nombre sabiendo que esto no borra un pasado. De hecho, esta ley no afecta la filiación entre personas: mis papás van a serguir siendo mis papás, sólo que ahora en vez de un hijo mayor al que le pusieron Juan José, tendrán una hija mayor que eligió llamarse Ariel. No hay reemplazo que elimine una historia o una vida.
Basta pensar en los países que han intentado hacerlo para desligarse de lo que fueron. Ese es actualmente el caso de Filipinas. El líder del archipiélago -que fue bautizado en 1543 en honor al entonces príncipe y futuro rey de España Felipe II, y fue colonia española hasta 1898- tiene como idea renombrar su territorio como Maharlika, que significa noblemente creado, haciendo referencia al pasado prehispánico y teniendo como fin dejar atrás los rastros coloniales que han identificado la historia nacional. Esto ha generado, como era de esperarse, adeptos y detractores. Entre los críticos están quienes dicen que aunque se cambie el nombre, nada borrará el horror del pasado. Quienes seguimos escribiendo a mano y dibujando con lápices grafito bien sabemos que es imposible borrar una línea que ya se ha trazado. Por más buena que sea la goma o más efectivo que sea el corrector, una vez que existe un trazo no hay cómo eliminar su huella.
Hace poco, conversando sobre mi tránsito con un amigo cercano, me preguntó si estaba reemplazando mi nombre por otro nuevo. No, le dije. Y le expliqué que transitar es menos extraordinario de lo que parece, pero no por eso se trata de algo simple. No estoy borrando mi pasado ni quién fui. Estoy haciendo aparecer la persona que soy con el que ha sido mi nombre siempre. Transitar es acercar dos realidades que están distantes. Y un nombre tiene ese poder.