En una entrevista publicada en abril del 2019 en el medio español El Mundo, el filósofo y activista trans Paul B. Preciado argumentó que la identidad es una ideología impuesta por el capitalismo para justificar la jerarquía. “Somos sociedades patológicamente obsesionadas con la identidad: solo vemos raza, nacionalidad y sexo. Reclamo el cuerpo vivo como ciudadano absoluto de la Tierra, más allá de toda identidad, incluso cuestiono la diferencia entre animal y humano”.

Así mismo, frente a la pregunta “¿por qué entiende la transexualidad como un acto político por definición?”, Preciado respondió que la diferenciación sexual, al igual que la raza, ha cumplido una función política. No se trata, por ningún motivo, de una realidad empírica. “Así como la raza es una invención científica de la modernidad para justificar la colonización, lo binario tampoco existe naturalmente. Lo que existe es una multiplicidad infinita de cuerpos irreductibles al sistema binario. Lo que hay son millones de tonos de piel. El objetivo de la noción sexual binaria es segmentar la población en dos nichos biológicos de reproducción, estableciendo normativamente la heterosexualidad”.

Este es un ejemplo reciente de una corriente feminista que encuentra sus raíces en los años ochenta y noventa, cuando aparecieron las teorías que pusieron en duda que para el feminismo tradicional –en esa época ya mayormente consolidado tras la segunda ola– la mujer fuese el único sujeto político en discusión. Y es que ya con la literatura de Gloria Anzaldúa, feminista chicana y lesbiana, se dio paso a una reflexión respecto a la relación que existía entre género, cuerpo, raza, zona geográfica y clase social. Factores que, según plantea en su obra Borderlands / La frontera (1987) –en la que analiza la complejidad de los sujetos fronterizos y en la que la misma frontera simboliza la falta de identidad y a su vez una marginación histórica–, están estrechamente conectados y no se pueden ver por separado.

En paralelo, la antropóloga feminista Gayle Rubin hablaba en el 89 de que la mayoría estaba entendiendo la matriz del género de una manera muy reduccionista. Por su lado, Carol J. Adams, autora de La política sexual de la carne, hablaba del antiespecismo. Y Donna Haraway, autora del Cyborg Manifesto (1985), le abrió el paso a las techno feministas que entendían que tampoco se podía hacer una diferenciación absoluta y dicotómica entre los humanos y la tecnología, y que más bien debíamos apropiarnos de tales y repensar su finalidad en pos de una democratización de sus beneficios, para volverlas a su vez facilitadoras de una mayor autonomía del cuerpo, de una justicia reproductiva, una pluralidad de los géneros y la desaparición del binarismo. Porque ya eran parte de nuestra cotidianidad y no lo podíamos negar.

Las ciberfeministas inventaron entonces el concepto Cyborg (mitad orgánico y mitad cibernético) y surgieron colectivos como VNS Matrix en Australia en la década de los 90 y, más recientemente, Laboria Cuboniks, que en 2015 publicó el Manifiesto Xenofeminista, en el que se plantea que “el Xenofeminismo construye un feminismo adaptado a esta realidad: un feminismo de ingenio, escala y visión sin precedentes que contribuye a una política ensamblada a partir de las necesidades de cada persona, independiente de su raza, habilidad, posición económica o geográfica”. Un feminismo anti naturalista y abolicionista de género.

Y es que es esto, justamente, lo que plantean estas corrientes feministas que se desvían del marco teórico tradicional e institucional; que más que la igualdad de género, a lo que hay que apuntar es a que el género no sea determinante de nada. Como explica la profesora de Medios y Comunicación en la Universidad de West London, filósofa feminista y cofundadora de Laboria Cuboniks, Helen Hester, la biología y los constructos sociales que se han creado en torno a nuestra fisionomía no son determinantes de quiénes somos. “Existe la idea de que el género proporciona una matriz interpretativa que da cuenta de los intereses, deseos, habilidades y competencias de las personas. Por eso, en vez de ver el género como un diminutivo cultural de una identidad completa, hay que verlo como lo que es; simplemente un género. Creo que ese es un avance para el movimiento feminista. Se aleja un poco del marco feminista tradicional de igualdad de género y se acerca a un nuevo marco feminista radical que busca la irrelevancia del género”, explica. “Porque hablar solamente de género se queda chico”.

Es este el puntapié para hablar de lo que hoy conocemos como interseccionalidad, un enfoque que plantea que el género, la etnia, la clase y la orientación sexual, entre otras categorías sociales, lejos de ser naturales, son construidas y están interrelacionadas. Y cuando logramos despojarnos de la idea que el género es lo único que importa, se nos permite abordar todas las jerarquías de opresión.

La antropóloga feminista y académica de la Universidad de Chile, Carolina Franch, explica que el género –que fue utilizado como concepto en las ciencias sociales por primera vez en 1955, cuando el antropólogo John Money propuso el término “rol de género” para hablar de los comportamientos asignados socialmente a hombres y mujeres– es una matriz como todas las matrices culturales que tenemos, cuya función es la de reducir y categorizar para entender el concepto de persona.

“Inicialmente se pensó como la construcción cultural sexual, para poder entender la división y los relatos entre hombres y mujeres. Pero se volvió dicotómico y hace rato se quedó corto”, explica. “Ya desde los ochenta y noventa, con Gayle Rubin, con las feministas antiespecistas y con las feministas negras o queer, se empieza a cuestionar esta matriz reductora, siendo que el propósito del feminismo era y sigue siendo el de expandir. Surgen estas teorías para dar cuenta de que si creíamos que el género solo habla de la relación entre hombre y mujer, no lo estábamos entendiendo bien. Porque el género tiene que dar cuenta de cuáles son las matrices culturales que generan diferencias y por qué. El feminismo busca una transformación cultural que no produzca o perpetúe una dicotomía desigual entre hombre y mujer, pero tampoco entre mujeres, entre razas, entre mujer y máquina, o mujer y animal”.

Como explica Franch, estos discursos no se encuentran en la academia o en los espacios de poder. “Las voces feministas publicitadas, en muchos casos han sido voces blanqueadas. También se trata de cronología, las estudiantes de ahora tienen un discurso totalmente distinto al de las feministas de la vieja escuela”, señala. “Son las otras voces feministas, las de la disidencia, las que se salen de una lógica binaria y reduccionista y hablan de lo que se ha marginalizado e invisibilizado. Como cuando en los 90 se empieza a hablar de lo “queer”, que en un principio era un insulto, o los “crip” (que significa lisiado y que también se usaba como insulto), que agarraron y dijeron que el feminismo cómo se estaba dando era capacitante. No hablaba de un hombre blanco, pero sí de una mujer blanca de clase media alta y con sus cuatro extremidades, no en una silla de ruedas. Se trata de lo freak denostado, de todo lo que se salía de las directrices binarias”.

Ahí, como explica Franch, el tema está en analizar por qué como sujetas políticas damos paso a un solo tipo de sujeto, que no es representativo de toda la multiplicidad. “Lo que tenemos que cuestionar es por qué nuestra cultura genera dicotomías jerarquizantes, y en lo particular el feminismo es la mejor teoría para entender eso, para entender por qué esta matriz discursiva da paso a una diferenciación entendida como desigualdad. Yo quiero ser diferente a un hombre y a una máquina, quiero mantener mi singularidad, pero no quiero ser desigual. Ese es el feminismo que busco, no uno que solo apuesta a la igualdad entre hombres y mujeres”.