Cuando tenía alrededor de 8 años un extraño me abordó en la calle para pedirme ayuda con su bicicleta. Estaba en el pasaje del lado de mi casa con mi hermano chico cuando se asomó mi papá a gritarnos que nos entráramos porque ya era tarde. “Un ratito más”, le pedí, a lo que mi papá respondió con cara de resignada desaprobación. Cuando volví a mirar, el extraño había desaparecido, así que seguí en mis juegos de niña por un rato más, hasta que volví a encontrármelo, esta vez sola, en otro pasaje. Repitió que tenía un problema con su bicicleta y me indicó cómo tenía que sostenerla mientras él la arreglaba: con la mano izquierda en el manubrio, el pie izquierdo en la rueda de adelante, la mano derecha en el asiento, y el pie derecho en la rueda de atrás. Le hice caso, sin sospechar, hasta que se puso detrás de mí, me levantó la falda del colegio y apegó su cuerpo al mío. Me dijo que tenía un cuchillo y que si yo hacía o decía algo me iba a matar. Sentí algo haciendo presión en mi espalda baja y pensé: “esto no es lo suficientemente puntiagudo como para ser un cuchillo”. Quise decirle que no le creía, que era un mentiroso, pero lo único que salió de mi boca fue un “NO”. Él repitió su amenaza, pero yo grité más fuerte, y parece que eso lo puso nervioso porque de pronto sus brazos se aflojaron y logré salir corriendo.
Al llegar a mi casa solo pude murmurar que un hombre me había tocado, antes que mi papá me dijera enojado “TE LO DIJE” y saliera corriendo a buscar al culpable, seguido por mi mamá. Recuerdo haber llegado a mi pieza después de eso y llorar abrazada a mi oso de peluche, sola, sin entender bien qué había hecho mal, qué quería de mi ese hombre, qué significaba esa presión en mi espalda, y de dónde venía esa vergüenza angustiante que me invadía.
No volví a pensar en ese día hasta mucho más tarde, cuando tenía veintitantos y comencé a preguntarme si era normal que cada cierto tiempo, ciertas caras y perfumes de desconocidos con los que me topaba en la micro o en el metro, me revolvieran el estómago y me dieran ganas de salir corriendo. Empecé a explorar esa sensación de vacío y asco hasta que el episodio reapareció en mi memoria como un cuerpo flotante que un mafioso de película había intentado hundir infructuosamente en un lago. Lo primero que sentí al recordarlo fue incredulidad: ¿cómo era posible que yo hubiera olvidado algo así durante tantos años? Más tarde y gracias a terapia aprendí que eso era normal, y que cuando tenemos traumas la mente trata de protegernos liberando ciertos contenidos de la memoria profunda en la medida en que adquirimos herramientas para lidiar con ellos.
Este descubrimiento, sin embargo, me obligó a revisar toda una serie de experiencias “desagradables” que había tenido con hombres a lo largo de mi vida: el compañero de furgón que se arrastró debajo de mi asiento para tocarme la vagina cuando estaba en sexto básico; el pololo que me engañaba y me maltrataba psicológicamente cuando no quería tener sexo con él; los andantes que se sacaron el condón sin decirme, obligándome a tomar la pastilla del día después; el que omitió que tenía múltiples parejas exponiéndome a diversas enfermedades de transmisión sexual; entre varias otras interacciones con tipos que nunca estaban emocionalmente disponibles para mí, que me usaban cuando querían y me ignoraban cuando consideraban que me ponía demasiado demandante.
Cuando conocí a mi expareja pensé que el universo finalmente me había premiado con “un hombre decente”, y que todos mis problemas -la desconfianza hacia los hombres, la falta de autoestima, la incomodidad con el sexo, e incluso la repulsión hacia mí misma- se habían solucionado mágicamente gracias a su correspondencia y contención. Me resigné a pensar en mi historia como algo entregado a la suerte; como una serie de malos recuerdos y un precio bastante bajo en comparación al que otras mujeres deben pagar por vivir en este mundo patriarcal y misógino. Quise creer que teniendo una buena pareja ese pasado ya no podía dañarme, pero la memoria del cuerpo es más potente de lo que a una le gustaría, y parte de mi trauma no tratado terminó arruinando también esa relación.
Hace unos meses vi la serie británica “I may destroy you”, donde su protagonista, Anabella, interpretada por Michaela Coel, se ve obligada a reconocer sus propios recuerdos y a explorar un doloroso y caótico camino de sanación tras una serie de agresiones sexuales. Una tristeza profunda resurgió en mí al verme identificada en su experiencia. Volví a repasar mi propia historia y a identificar nuevos elementos que habían pasado inadvertidos en reflexiones anteriores. Me di cuenta, por ejemplo, que la mayor parte de las situaciones de abuso que enfrenté no las hablé con nadie: traté de minimizarlas si se las contaba a alguna amiga y de omitirlas totalmente con mi familia. De hecho, nunca volví a hablar del hombre de la bicicleta con mis papás, hasta hace solo unos días en que decidí comentárselo a mi mamá por sugerencia de mi psicóloga.
Por primera vez en todos estos años ella me preguntó qué había pasado realmente ese día. Ahora que tengo 35 mi lectura fue mucho más clara: “un hombre trató de abusar de mí y nadie me contuvo”, le dije. Traté de plantearlo así, en general y sin recriminaciones directas, y eso dio pie a una conversación honesta pero muy dolorosa, en donde confirmé las sospechas que ya tenía sobre los abusos que ella misma había sufrido, siendo niña y joven, y de cómo había sido silenciada por su propia familia para “evitar problemas”. Me confesó que desde entonces nunca había podido tener una vida sexual satisfactoria y entendí que, si bien había querido protegerme de ese tipo de situaciones, nunca supo bien cómo hacerlo porque ella también estaba profundamente dañada.
Todas las historias que escuché siendo niña, colándome en las conversaciones de la mesa de los adultos, comenzaron de pronto a hacer sentido: desde los comentarios con sorna sobre el “tío de las cosquillitas” que se llevaba a las niñas al baño durante las reuniones familiares, hasta las confesiones con ojos llorosos que se hacían las mujeres cuando estaban ellas solas, sobre cierto dentista, cierto amigo de la familia, cierto primo. Recuerdo también cómo la exclusión y la indiferencia se imponían como castigo cuando alguien osaba hablar abiertamente de los culpables y sus cómplices. El secretismo que rodeaba esas historias me hizo creer, por un lado, que el abuso debía cargarse con estoicismo y en silencio, sobre todo si era cometido por miembros de la propia familia. Por otro, me hizo sentir que, precisamente, por ser contadas entre murmullos y lágrimas, esas historias eran importantes y dolorosamente compartidas. Escucharlas, aunque fuera a escondidas, me ayudó a reconocer y probablemente evitar las manifestaciones más violentas de la agresión sexual, no así las más sutiles.
En uno de los monólogos de “I may destroy you”, la protagonista habla sobre la forma en que ciertos abusadores empujan los límites del consentimiento con tal elegancia, que resulta difícil o casi imposible para las víctimas verbalizar qué es exactamente lo que les incomoda, lo que les molesta, lo que les duele, sobre todo si esto sucede cuando son niñes o adolescentes. Pienso entonces que seguir compartiendo estas historias es necesario para entender los intersticios, los pliegues, en los cuales se manifiestan las nuevas formas que ha adoptado el abuso ahora que ya no es “políticamente correcto”. Lo pienso también en medio de la ola conservadora que ha vuelto a irrumpir en el panorama político chileno, oponiéndose a derechos que tanto nos ha costado ganar como el aborto en tres causales, y asegurándose que otros, como la educación sexual integral, nunca lleguen a puerto. Quienes cargamos con esta memoria del abuso sabemos que en el acceso a esa información y a esas historias está la posibilidad de ayudarnos mutuamente a prevenir y a identificar las huellas que la violencia de género deja en nuestro sentir, en nuestro pensar, en nuestros cuerpos y cada una de sus terminaciones nerviosas. Poder hablar en libertad y sin vergüenza de estas experiencias compartidas es también el principal punto de partida para comenzar a sanar las heridas generacionales que todos estos siglos de abuso han creado en nuestra memoria personal, familiar y colectiva.