La mirada de una niña en los días posteriores al Golpe

Mujeres protagonistas 50 años - Paula

Marisol Luengo (60) tenía diez años el 11 de septiembre de 1973. Luego del Golpe Militar estuvo varios días sin ir al colegio y, cuando volvió, con sus compañeros vieron que la población que colindaba al patio trasero de su escuela había desaparecido completa. "Aunque la inocencia de la niñez no permite entender todo muy bien, es imposible que algo así no te marque", confiesa.




Marisol Luengo (60) tenía diez años el 11 de septiembre de 1973. Estaba en su casa en la comuna de La Reina con sus tres hermanos y su mamá cuando empezaron a escuchar las primeras noticias de lo que estaba pasando ese día en La Moneda. “Mi mamá llegó y dijo que teníamos que encerrarnos”, recuerda. “Mi papá no llegaba y lo que nos tenía a todos preocupados era qué iba a pasar con él”. En esos tiempos, el papá de Marisol trabajaba en el Banco Central en la sede ubicada a solo metros del edificio que fue por casi medio siglo la Casa de Moneda del país y que ese martes de septiembre al mediodía fue bombardeada por militares.

Marisol recuerda que, en ese entonces, no todas las casas contaban con líneas telefónicas y comunicarse era complejo. “La única noticia que tuvimos de mi papá fue a través de una vecina que sí tenía teléfono. Él había llamado a su casa para que nos avisaran que estaba bien pero que iba a llegar tarde”, recuerda. Ese día en la sede del Banco Central ubicada en calle Agustinas, casi frente a La Moneda, el papá de Marisol quien trabajaba en las bodegas del banco vivió el allanamiento del edificio en el que trabajaba a manos de militares armados.

Sin mayores detalles sobre lo que estaba pasando con su papá, Marisol, su mamá y sus hermanos esperaron todo el día que llegara. Finalmente, cerca de las 11 de la noche lo vieron aparecer, caminando, muy cansado les contó lo que había pasado ese martes: los militares habían allanado el banco y le habían quitado los documentos y la identificación a todos. “Después a mis hermanos y a mí nos mandaron a acostar mientras mi mamá y mi papá se quedaron conversando esa noche”, recuerda.

La única hija entre cuatro hermanos, Marisol ese mismo 11 de septiembre —y los días posteriores— no entendía muy bien qué era lo que estaba pasando en el país. En parte porque solo tenía diez años, y en parte también porque sus papás buscaron de todas las formas posibles entregarles a sus hijos un sentido de normalidad y calma.

La única mención que hacía su papá en ese entonces sobre el tema, era para advertirles que tuviesen cuidado con los militares en la calle. “Me decían que encontrarse con uno era potencialmente peligroso”, cuenta. Y para Marisol y sus hermanos esta advertencia era importante. En ese tiempo tenían un grupo de amigos del barrio, todos niños entre 13 y 8 años, que se juntaban en la calle a jugar a diario. Fue en medio de una de esas tardes de juego, ya pasado el toque de queda impuesto por el gobierno militar, que Marisol vivió las primeras experiencias que le hicieron darse cuenta que las cosas ya no eran como hasta antes del bombardeo a La Moneda. “Muchas veces pasó que helicópteros militares sobrevolaban esa área alumbrando las calles con potentes focos. Nosotros nos escondíamos debajo de los autos o incluso algunos arrancaban de vuelta a sus casas”, cuenta.

Aunque reconoce que para ellos, como niños y niñas, este tipo de situaciones eran percibidas más bien como un juego y no una instancia de peligro. Por eso, una vez que los helicópteros se iban, muchos de los vecinos volvían a salir de sus casas y escondites para retomar las actividades que por tanto tiempo habían ocupado sus tardes libres.

Pero, a pesar de la aparente tranquilidad, Marisol recuerda que estuvo varias semanas sin asistir al colegio y que, cuando volvió a conectarse con ese entorno, comenzó a notar cómo habían cambiado las cosas a partir de los eventos del 11. “Mi colegio era grande y tenía un patio enorme atrás que colindaba con lo que, en ese tiempo, se llamaban poblaciones callampa”, cuenta. A través de las rejas, ella y sus compañeros siempre habían podido ver el diario vivir de esos vecinos; a los niños jugar, personas entrar y salir de sus casas y una población en constante actividad. Pero cuando retomaron las clases después del golpe una de las cosas que más la impactó fue mirar desde el patio lo que le había pasado a esos antiguos vecinos del colegio. “En un recreo uno de los niños se subió a la pandereta y nos llamó a todos para que fuéramos a mirar”. En el terreno en el que se encontraba antes la población, ahora no había nada.

“Fue impresionante, sobre todo a nuestros ojos de niños y niñas, ver cómo en donde alguna vez había una comunidad llena de vida, ya no quedaba nada, como si nunca hubiese existido. Y aunque la inocencia de la niñez no permite entender todo muy bien, es imposible que algo así no te marque. Creo que independiente de lo que a cada uno le tocó vivir en esos años, todos quienes fuimos niños y niñas en ese tiempo, crecimos con miedo”.

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