“Con Francisca nos conocimos por una app de citas en 2018. El match fue inmediato: sus rulitos y sonrisa me encantaron. Era una mujer preciosa, y además compartíamos el gusto por la lectura y la música. Hablamos durante dos días y decidimos conocernos presencialmente. Nuestra primera cita fue en el Journal, en Viña del Mar. La intensidad y la sensación de estar viviendo un momento único fue lo que más recuerdo de ese día. Nos prometimos una segunda cita y prestarnos el libro favorito de cada una. No pasaron muchos días para concretar aquello. Ella llegó con una edición de la editorial Nacimiento de “Nuestras Sombras” de María Teresa Budge y yo con “Antes de volver a caer” de Camila Valenzuela; ese día vivimos nuestro primer beso que trajo consigo una adrenalina y ataque de risa que aún no olvido.
Para Francisca era todo nuevo, y yo llevaba muy poquito vinculándome con mujeres, por lo que tuvimos un año de relación bastante acontecido e intenso. Nos enamoramos como quinceañeras y nuestro término en diciembre del 2019 se sintió de la misma forma. Viña se me hizo pequeña luego de esto, por lo que decidí trasladarme a Santiago con una oferta laboral y los deseos de sanar el corazón.
A las tres semanas de estar viviendo en Santiago llegó la pandemia. Sin conocer a nadie en esta ciudad, comencé a refugiarme en el trabajo y los clubes de lectura. A medida que las restricciones fueron bajando, mis relaciones sociales aumentaron. Comencé a tener citas, a vivir nuevas experiencias. Conocí a mis amigas santiaguinas que hoy forman parte de la familia que elegí. Estaba sucediendo todo lo que uno espera cuando se muda a otra ciudad.
A pesar de todo esto, seguía pensando en que había algo pendiente con Fran, incluso sin saber nada la una de la otra. Así continuó todo hasta finales del 2021.
Recuerdo estar en el trabajo, en un recreo y revisar Instagram. Entre varias historias que pasaban frente a mí, apareció el rostro de Fran. Era su carita pero no como la recordaba.
Usaba un turbante burdeo. Solicitaban donantes de sangre y plaquetas. Tuve que tomar asiento porque no podía sostenerme. Lloré casi dos semanas sin poder entender bien el porqué estaba así. Quería ayudarla, pero no sabía cómo. No podía ser donante porque estaba con medicamentos que lo contraindican. No sabía si acercarme, y así pasó el tiempo hasta que pude dejar los remedios y donar plaquetas. La primera vez fue el 31 de diciembre. El día anterior fui a la librería y compré un libro que había leído en la pandemia: “Ver a una mujer” de Annemarie Achwarzenbach. Se lo regalé porque en cada página me recordó a ella. Lo envolví y escribí una carta. Me acerqué a la clínica, doné y pasé a oncología a dejar el regalo. Lo dejé con una enfermera y me fui lo más rápido que pude. No alcanzó a pasar una hora y ya estábamos hablando por WhatsApp. La historia continúa tal como se la pueden imaginar. Comencé a visitarla en la clínica. Fran estaba terminando la quimio que acabaría con la Leucemia Linfoblástica Aguda con la que había sido diagnosticada en marzo de 2021 y ahora solo faltaba esperar un par de semanas para comenzar el trasplante. Tuvo la fortuna de que su hermana era 100% compatible y fue ella quién donó las células madres.
Tuvimos lo que muchos nunca tienen: la posibilidad de sanar, de perdonar y volver a encontrarse en el amor.
Entre la primera visita y el segundo primer beso no pasaron más de un par de días. La vida se sentía intensa y extrañamente bonita. Volvimos a reír como lo hacíamos. A ñoñear con libros, a contarnos de lo que había sido de nuestra vida estos dos años sin vernos. Fran continuaba necesitando transfusiones por lo que viajaba constantemente de Viña a Santiago y yo me movía entre ambas ciudades lo que más podía. En febrero su médico de cabecera le explicó que era mejor que se mantuviera en la capital en caso que sus plaquetas bajaran de forma abrupta. Estábamos almorzando en su departamento en Viña comiendo porotos granados que le había preparado y la llamada estaba en altavoz. Nos miramos y le dije con una sonrisa nerviosa: te vas conmigo. Ese mismo mes comenzamos a vivir juntas. Ambas con miedo y risa a la vez. ¿Cómo era posible que todo estuviera pasando tan rápido? Disfrutamos tanto el tiempo juntas. Fran amaba los columpios, así que se volvió mi panorama perfecto el enseñarle plazas cercanas que tuvieran estos juegos. Volvió a andar en bicicleta. No nos perdimos casi ningún capítulo de Pasapalabra. Visitamos librerías bonitas y nos sacamos fotos en calles de adoquines mientras soñábamos con lo que queríamos para el futuro juntas y por separado. Pudimos conversar de todo aquello que hicimos mal la primera vez. Tuvimos lo que muchos nunca tienen: la posibilidad de sanar, de perdonar y volver a encontrarse en el amor.
Cuando Francisca falleció, el 25 de junio del 2022, mi mundo se derrumbó. Ella estaba en el proceso de eliminar su médula para poder trasplantar las células de su hermana. ¿Qué pasó? Una semana antes habíamos estado riendo a carcajadas en su habitación de la clínica. La vida carecía de sentido. No entendía y me negaba a hacer el esfuerzo de entender el porqué. Me leí todos los libros de narrativa y poesía que hablaban del duelo con la intención de encontrar respuestas o de reconocerme en el sentir de otros. Nunca había sentido un dolor tan fuerte e invalidante. Uno que te ahoga y te arrastra hasta al lugar más oscuro de tu cabeza. Fui diagnosticada con depresión grado tres con ideación suicida y estrés post traumático. Necesité ayuda y no siempre tuve las herramientas para pedirla. Sumado al estrés de luchar para apelar a cada licencia médica rechazada.
A pesar de todo esto, hoy puedo ver que dentro de todo el dolor, fui y sigo siendo una persona afortunada: tengo una red de apoyo creada entre mujeres que lograron salvarme la vida incontables veces. Mis amigas estuvieron presentes en todo momento. Desde el mensaje a diario, la compañía en silencio, cocinar, incluso bañarme cuando no podía siquiera lidiar con mi cuerpo.
Vivir la ausencia física de Francisca ha sido un ir y volver. Las enseñanzas más grandes que pudo dejarme es el vivir el amor sin importar nada. Vivirlo como si fueras a morir, no mañana, sino que en un ratito más. Y la segunda, es el entender que hay muy pocas cosas que realmente importan (casi nada) y vale la pena preguntárselo seguido.
Las respuestas que buscaba no las encontré. Sigo sin entender el porqué estas cosas suceden. Sigo sin entender que una energía tan amorosa y dulce como la de ella de pronto haya dejado de estar. Su muerte fue tan abrupta que es inevitable pensar y repensar ese dolor. El dolor de su padre, de su madre, de su hermana, su tía, las personas favoritas de Francisca. Hoy, gracias a mis amigas y a la presencia de ella desde otro plano es que vivo de una manera más tranquila. Sé cuánto me amó. Tengo la certeza que siempre me quiso feliz. En este momento no me queda otra forma de seguir amándola que agradeciendo nuestra historia, con sus altos y sus bajos. Agradecer la oportunidad de reencontrarnos y amarnos en la forma que lo hicimos. Agradecer el haber compartido risas, penas y anhelos. Atesorarlos y hacerlos míos porque nada podrá borrarlos y porque configuran la forma en la vivo. Nadie me dijo que después de la muerte de alguien a quien amas comienzas a vivir otra vida. Una donde ves cosas que antes no veías. Valoras cosas que quizás antes dabas por sentado. Aprecias con más fuerza la compañía y el tiempo de las personas. Por último, sé que volveré a amar y no me cierro a aquello. Tampoco siento culpa por querer vivirlo porque hoy entiendo que ese amor que vivimos con Fran es único, irrepetible y solo nuestro.
Rocío (32) es profesora de Lengua y Literatura.