Siempre soñé con una vida perfecta o, al menos, muy planificada. Hace tres años, mi vida parecía encaminarse hacia esa dirección ideal. Mi pareja y yo nos habíamos mudado a un departamento más grande, donde habíamos encontrado un equilibrio en nuestra convivencia. Las peleas rutinarias se habían convertido en recuerdos lejanos y compartíamos momentos que me hacían sentirme profundamente enamorada. Teníamos una proyección de vida clara: seguir estudiando, avanzar en nuestras carreras y, eventualmente, formar una familia.
En ese tiempo, dejé a mi perrita Emma en la casa de mis padres en Copiapó. Mi trabajo no me permitía darle la vida que merecía, a diferencia de cuando era universitaria y podía llevarla a clases o cuidarla durante mis ventanas de tiempo libre. Aunque estábamos lejos, manteníamos una rutina diaria: una llamada en la mañana para ver cómo había dormido y si había desayunado, los reportes de sus paseos y, finalmente, las buenas noches. Emma siempre hacía algo que nos alegraba el día.
Todo cambió con la pérdida de Emma. Al principio, comenzó a presentar síntomas extraños, y mis padres la llevaron al veterinario. Sin embargo, debido a la gravedad de su condición, no había especialistas capacitados para operarla en Copiapó. Así que, de urgencia, la trasladaron a La Serena, donde encontraron un equipo médico competente. Lamentablemente, Emma murió a causa de un cáncer avanzado que nunca se había detectado.
Duró tres días, y yo viajé a La Serena para estar con ella, siempre con la esperanza de que mejoraría. Nos despedimos de ella, la cremamos y regresamos a Copiapó. Me quedé un mes en casa de mis padres, trabajando desde allá mientras pasaba la pena, antes de regresar a mi vida cotidiana.
Sin embargo, el dolor era indescriptible, como si una parte de mí se hubiera ido con ella. Trabajaba sin parar, pero tuve que detenerme; despertaba llorando todos los días, con una tristeza que parecía no tener fin. Sentía que mi corazón dolía, aunque sabía que no era físicamente posible. El duelo por una mascota no está completamente normalizado, y muchos minimizan ese dolor, diciendo que “era solo un animalito”, cuando en realidad significaba mucho más para mí.
Durante ese tiempo, mi pareja decidió irse, alegando que estaba atravesando una crisis de los 30. Era un momento extraño porque, aunque él había comprado pasajes para conocer a mi familia en Copiapó, “perdió” el vuelo, según dijo, porque, al no haber viajado solo antes, no calculó bien los tiempos. En mi opinión, él no supo comprender mi dolor. Al regresar a Santiago y reencontrarnos, la distancia entre nosotros se hizo evidente. Yo seguía sumergida en mi pena, y tras una discusión, él se fue de la casa. Tres días después, volvió para terminar nuestra relación. Fue un proceso largo y doloroso; no solo perdí a mi perrhija, sino también a alguien a quien quería mucho y a mi proyecto de familia.
A pesar de todo, seguí adelante, comenzando mi magíster y enfrentándome a una carga laboral abrumadora con dos jefes. Creo que todo eso fue mi refugio: tener una sobrecarga de trabajo, carga de estudio y tratar de superar mis pérdidas, hicieron que ese año fuera de supervivencia. Recuerdo claramente un día en el que no pude dejar de llorar durante todo el tiempo que estuve en la oficina. Al día siguiente, llamé a mi psiquiatra para considerar la posibilidad de tomarme una licencia.
Mi madre vino a mi casa, decidida a ayudarme a salir adelante. En ese momento, tareas simples como bañarme o hacer la cama se habían convertido en desafíos insuperables debido al agotamiento total que sentía. Tuvimos una pelea intensa, pero necesaria, que desató un cambio crucial en mí. Comencé una terapia más intensa, tanto sola como con mis padres, y dedicamos tres meses completos a mi recuperación y autocuidado.
Durante ese tiempo, me di cuenta de cuánto había normalizado situaciones inaceptables, como el maltrato laboral que soporté durante cuatro años. Tanto la relación amorosa fallida como el maltrato laboral me enseñaron a reconocer lo que no quiero para mí, y por eso, hoy agradezco esas lecciones de todo corazón.
Pero lo que más me pregunto es: ¿qué habría pasado si Emma no hubiera muerto? ¿Habría tomado conciencia de todo esto? ¿Habría dado otros pasos en mi relación o en mi proyecto de familia? La muerte de Emma no tiene una explicación clara, pero creo que fue un punto de inflexión crucial en mi vida. Su pérdida me obligó a confrontar y reevaluar aspectos fundamentales de mi existencia y mi bienestar. La pena que viví me ha moldeado en la persona que soy hoy. Si las cosas suceden por algo, siempre nos enseñarán algo mejor, aunque sea difícil y uno no lo entienda de inmediato.
Hoy sigo en ese proceso de reconstruirme. Asisto a terapia, cambié de trabajo y, lo más importante, estoy encontrando mi propia voz y validándome como profesional. Aprendí a amarme a mí misma y a reconocer mis propios límites y necesidades día a día.
Con mi familia decidimos que el día del cumpleaños de Emma sería “el día de la familia”. Nos juntamos y vamos a la playa para recordarla y también para recordarnos a nosotros mismos. Es un día para no olvidar sus aprendizajes; al final, fue ella la que me enseñó a querer, la que me abrió los ojos y pavimentó mi camino de sanación. Mi viaje ha sido doloroso, hermoso y estoy feliz de haberlo recorrido. A veces pensamos que planear todo está bien, pero la vida tiene su propia manera de mostrarnos lo que realmente necesitamos.
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* Constanza es Ingeniera Civil y tiene 30 años. Si como ella tienes una historia de amor que contar, escríbenos a hola@paula.cl.