La muerte de la matriarca

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Creí en Dios hasta que mi mamá murió. Y aunque tengo una amiga que reza a diario por mi conversión, siento que ese don no es para mí y que ya no hay modo de recuperarlo.

Soy la segunda de cuatro hermanos. Crecimos al interior de una familia muy apatotada, de largas sobremesas después del almuerzo, con una capacidad casi insoportable de burlarnos de nosotros mismos y con la ilusión de algún día comprarnos una parcela para poder vivir todos juntos. Estábamos en pleno proceso de cumplir ese sueño cuando de pronto, sin aviso, llegó a golpearnos la peor pesadilla: nuestra madre fue diagnosticada con cáncer de cerebro, el más letal.

El panorama fue sombrío desde el día uno. Empezaron las cirugías, quimios, radioterapias, tratamientos alternativos. Y pese a todo lo que intentamos, nuestra mamá se apagaba cada día. Como siempre en estos casos, se hicieron cadenas de oración y nos entregaron decenas de imágenes santas que decían que eran milagrosas. Pero no hubo milagro y con el pasar del tiempo la enfermedad cada vez fue tomando más fuerza.

Con mis hermanos sentíamos una tremenda sensación de injusticia, porque nosotros no necesitábamos de esa maldita enfermedad para unirnos. Ya lo éramos, siempre lo habíamos sido. Sin embargo, el tumor en su cabeza fue implacable y nos arrebató de cuajo todos nuestros sueños. Al menos eso creímos a lo largo de tan dolorosa enfermedad.

Por largos meses mi papá, mis hermanos y yo dejamos nuestros trabajos para estar lo más cerca posible de ella, para no perder un minuto el privilegio de tenerla y de hacerla sentir bien. Nos turnábamos para cuidarla, para llevarla a sus terapias, para cocinarle y acompañarla. Eso significó un descalabro económico para todos, un caos en nuestras propias familias y un alejamiento de nuestros pequeños hijos, quienes no solo veían a su abuela enferma, sino que además a sus papás distantes y tristes. A pesar de esto, nos sentíamos más unidos que nunca y nuestras parejas fueron tremendamente generosas y jamás dudaron en acompañarnos en nuestras decisiones. Siempre estaré agradecida de eso.

Frente a nuestra mamá nunca hablamos de la muerte, a pesar de que en el fondo de nuestros pensamientos sabíamos que estaba acechando. No hablábamos porque ella no quería. Nunca preguntó cuánto tiempo le quedaba, nunca quiso escuchar a los médicos decir que su enfermedad no tenía cura. Nosotros obedecimos a su silencio y a su increíble fortaleza para enfrentar todo lo horrible que encierra el cáncer cerebral. Creo que lo hacía como una forma de protegernos, de aprovechar al máximo los días que teníamos sin ensuciarlos con llantos frente a lo inevitable. Siento también que ella se aferró a nosotros hasta el final, esperando ese milagro que ciertamente no tuvimos la suerte de contar.

Un día, cuando ya no podía levantarse, tuvo el único gesto de despedida que recuerdo. Nos llamó a mis hermanas y a mi cuñada -especie de hermana adoptiva a esas alturas- y nos pidió que le lleváramos su joyero, "su única herencia", como nos dijo. Nos repartió sus anillos, aros y un par de relojes. Nos reímos mucho en aquella entrega, pero con el corazón apretado porque todas sabíamos el real significado de ese momento. Desde entonces, llevo a diario conmigo uno de sus anillos y una cadenita de plata como señal de ese día y de esa tremenda mamá que tuve el honor de tener.

Han pasado tres años y dos meses desde ese día y nos ha costado mucho asumir su ausencia, entrar al club de los huérfanos, mirar con dolor la viudez de mi padre, explicarles a sus pequeños nietos que su Bita ya no está y tratar de construirles recuerdos para que conozcan a la gran mujer que su abuela fue. Han sido tres años eternos, esperándola en sueños y llorándola abrazados y otras veces en solitario y en silencio.

Ha sido un largo duelo al que aún no logramos bajar la cabeza, sin embargo, pese al sufrimiento y la ausencia, hay algo que no hemos perdido: la capacidad de seguir soñando en un futuro juntos. Ella nos enseñó eso; el valor de la familia, el amor incondicional entre hermanos. Ella nos enseñó que incluso frente a un futuro lleno de incertidumbre lo que cuenta es permanecer unidos. Y en eso estamos ahora, cumpliendo aquel sueño que quedó truncado de vivir todos juntos, de construir nuestras casas a pulso y con la convicción de que nada sería posible sin su presencia mágica entre nosotros.

Luisa tiene 39 años. Es profesora de Historia y periodista.

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