Estuve dos años exactos fuera de pantalla y en ese tiempo pasaron cosas muy drásticas para mí. Las mujeres que han perdido un hijo podrán entenderlo perfectamente; él tenía una pieza, tenía un nombre, tenía todo. Pero después de cinco meses y medio de embarazo, cuando faltaba tan poco, lo perdí. Todo fue tan crudo. Los trámites engorrosos, los recuerdos del pabellón en la clínica, sentir que nunca se iban a acabar las ganas de llorar.
Cuando mi papá se murió también sufrí, pero ese dolor no fue ni la cuarta parte de este. Creo que tuve la locura en frente de mi cara. Eso de no entender la vida, de tener un odio parido contra todo, de perder la fe. De encender la tele y ver un programa de embarazadas drogándose. De estar en una plaza, de mirar al cielo y gritar "¿Por qué? ¿Por qué?". Literalmente así. Gritar en una plaza. Me costó mucho dejar de preguntarme por qué a mí. Tenía la herida abierta.
Mi hija, hoy de cuatro años, era la única que hacía que se me quitara el odio. Aproveché el tiempo con ella. Creo que me lo debía, pues cuando la tuve me fui a trabajar apenas un par de semanas después. Soy súper estructurada, me gusta tener todo controladito, pero esta vez hice lo que quise hacer. Si despertaba con ganas de ir a la playa, tomaba a mi hija, le avisaba a mi marido –que fue mi gran apoyo– y nos íbamos a almorzar a Algarrobo, a jugar en la arena y volvíamos. Nos perdíamos todo el día en el zoológico, cambiábamos la casa, la pintábamos.
Fue como entregarme a lo que quisiera hacer. Si quería llorar, lloraba. Si quería comerme una casata entera, me comía una casata entera. Y, bueno, así también me encontré después con 18 kilos de más. Entonces, cuando tienes destrozado el corazón, cuando en tu cabeza tienes la teja afirmada con un corchete, estás en un equilibrio tan precario y más encima te miras al espejo y te ves así, dices: ya, basta. Basta de esa sensación de que todo es en contra.
Podría haberme hecho una cirugía plástica, pero no quería revivir los recuerdos y tener esos flashback del anestesista, de la clínica, de todo. Tenía que haber otra manera. Así que fui al Centro de Salud Integral, de Yaisy Picrin, y estuve con una dieta –distinta cada semana para no aburrirme– basada en proteínas. Iba tres veces por semana a bailar salsa y a hacer ejercicio y comencé a inyectarme vitaminas en las venas. Después de seis meses de mucho, mucho esfuerzo, estaba lista.
Cuando empecé a recuperarme de la pérdida de mi hijo, sentí que era otra mujer. Si me paraba de esta, lo único que me botaría sería que le pasara algo a mi hija. Por eso, cuando tuve problemas con Canal 13 —como cuando quisieron ponerle término a mi contrato, o me ofrecieron un papel que de verdad no me gustaba, o suspendieron una teleserie vespertina en la que iba a actuar— tuve las patas, el coraje y la consecuencia para levantar la voz. Nunca en la vida le había hablado así a alguien, como lo hice con la gente de Canal 13.
Así que después de 13 años en el 13, me fui a TVN. Y lo he pasado muy bien. Representar a Beatriz, una mujer abandonada, que ha sufrido y que cambia mucho durante el proceso, ha sido un desafío. Una experiencia nueva, por todos lados. Entré a Canal 13 de 22 años, era súper regalona, y ahora soy yo la que acoge a los chicos que están haciendo sus prácticas y que me dicen "¡cuando era niño te veía en la tele!". ¡Es vergonzoso! Pero me siento muy cómoda con mis 36. Hace mucho tiempo que ya no hago algo que no quiera hacer y, después de lo vivido, creo que he recuperado la fe. Entendí que Dios no tiene que ver con todo. Que cuando dejas de buscar un culpable, comprendes que la vida es así. Todavía creo mucho en Dios. Pero también creo que tenemos cuentas pendientes.