La otra vida que no elegí

la otra vida que no elegí

La pandemia parecía haber suspendido el FOMO –aquel miedo a perdernos algo o a no estar eligiendo lo que otros eligen–, pero lo cierto es que está volviendo con fuerza. ¿Cómo estamos lidiando con las decisiones y las renuncias?




En septiembre pasado, el psicoanalista británico Josh Cohen escribió una columna en The Economist, en la que contaba el caso de una paciente llamada Julia: una actriz que se dedicaba a la dirección, que estaba casada, esperaba un bebé y tenía, aparentemente, una vida muy estable y feliz. Pero Julia estaba inconforme. Especialmente cuando se acordaba de su mejor amiga Eve, también actriz, que representaba cómo podría haber sido la vida de Julia si hubiera tomado decisiones diferentes. Porque Eve se había dedicado a la actuación y parecía estar embarcada en una vida cada vez más glamorosa. “Julia anhelaba la emocionante imprevisibilidad de la vida de Eve, la sensación de que la fama y el romance, aunque no fueran probables, eran posibles”, escribía el psicoanalista.

En su brillante texto, Cohen –que también es autor de varios libros y profesor de literatura moderna en la Universidad de Goldsmiths– abordaba el ya cada vez más conocido FOMO: el miedo a perdernos algo. Un síndrome que se caracteriza por la ansiedad y aprehensión al notar que otros podrían estar teniendo experiencias mucho más gratificantes de las que vivimos nosotras. FOMO se describe, sobre todo, como una ansiedad social, es decir, se produce siempre en relación a otros. Si pudiéramos sintetizarlo en un dicho popular, aplica perfectamente esto de que el pasto del vecino siempre es más verde. O que las decisiones que ha tomado el vecino son mucho mejores que las nuestras. “Las personas acosadas por FOMO creen que, de todas las opciones posibles disponibles, solo una es adecuada para ellos”, dice Cohen. Y una vez que estas personas están atrapadas por esta mentalidad, entonces sus amigos, colegas, familiares o conocidos digitales operan como avatares de la vida que deberían o podrían haber tenido.

Por eso, cuando en la pandemia se suspendieron panoramas, viajes, fiestas, celebraciones y un gran etcétera, también se suspendió el FOMO. Josh Cohen lo comprobó en su consulta. Pero también comprobó que, una vez que acabaron las restricciones, el FOMO volvió en todo su esplendor.

Marianne Kohler, psicóloga y directora de Espacio Agua de Luz (@espacioaguadeluz), confirma que el FOMO es algo que se está viendo mucho en consulta, sobre todo en personas jóvenes que consumen más redes sociales, y donde también es posible identificar una diferencia de género: “Esta forma de ansiedad social solemos verla más en mujeres que en hombres, como resultado de la exigencia impuesta –precisamente por la sociedad– de ‘tener que estar en todas’ y cumplir a cabalidad con todos los roles impuestos. Las redes sociales evidencian que no podemos hacerlas ni estar en todas, y como resultado aparece el cuestionamiento: ¿Y si mejor hubiese elegido la otra opción? ¿por qué a esa persona le sale tan fácil lidiar con la maternidad y el deporte? ¿Hay algo malo en mí?”.

Así, plantea Kohler, pareciera que las mujeres atrapadas en el FOMO, sienten que sus vidas son menos: menos populares, menos entretenidas, menos activas. Que no pueden cumplir con todos los mandatos. “Aparece falta de seguridad al tomar decisiones, la duda constante de qué hubiese pasado si hubiese elegido la otra opción. Y esa rumiación mental nos saca de poder vivir la experiencia del presente”, añade.

Una asunto de límites

El FOMO podría tener que ver también con la capacidad de establecer límites y hacerse cargo de las propias decisiones. La psicóloga y coach Camila Pardo (@psicologa.camilapardo), especialista en el tema de establecimiento de límites, plantea que estos tienen que ver, sobre todo, con decir “no” a lo que no queremos o no nos parece, y también con decir “sí” a lo que sí queremos. Algo que puede parecer simple, pero que aqueja a gran parte de las mujeres que presentan dificultades en este ámbito, especialmente porque conectar con la capacidad de elegir tiene que ver con hacernos dueñas de nuestras elecciones y asumir costos: soltando aquello que por lo cual no estamos optando.

“En consulta me encuentro mucho con mujeres que se ven desconectadas de esta capacidad de elegir, que han vivido sus vidas dejándose llevar por determinaciones externas o por las elecciones de otros. También veo mujeres cuyas elecciones van acompañadas de mucha duda de sí mismas o de sus propios criterios, de cierta sensación de que los demás son quienes tienen ‘la respuesta correcta’, o ‘la verdad’. Y, al mismo tiempo, muchas viven con esa sensación de que todo puede ser, o que todas las posibilidades que tengo al frente podrían resultar, siendo difícil inclinarse por una, o soltar alguna de ellas. Muchas prefieren que sea otro quien tome la decisión, por la dificultad que tienen con conectarse con su capacidad de decidir”, plantea Pardo.

El trabajo terapéutico consiste, comenta Pardo, en revisar y sanar heridas de sus historias personales que las han llevado hasta ahí, y conectarse con sus propios termómetros internos. “Que comiencen a hacerse preguntas que las conecten con ellas mismas, en torno a lo que quieren y a lo que les pasa frente a ciertas situaciones. Porque nuestra capacidad de elegir está en profunda conexión con cuánto nos conocemos a nosotras mismas. Con cuán claros tenemos nuestros propios parámetros y preferencias. Y empezar a conectarnos con esta capacidad pasa por vernos a nosotras mismas como alguien que sí tiene ese poder de elección, que incluso merece elegir y encontrar su propia voz”, añade.

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