Paula 1148. Sábado 24 de mayo de 2014.
Samita Bajracharya nunca mira a los ojos. No habla con quienes la visitan. Ni demuestra sentimientos. Lo tiene estrictamente prohibido. En público, jamás estallará en carcajadas o se conmoverá hasta las lágrimas. No tiene opción: una chica como ella debe saber de memoria y ejercer sin equivocaciones el estricto libreto de comportamiento que corresponde a su altísimo rango. No es fácil ser una diosa viviente en Nepal. Menos aún con apenas 11 años.
Es pasado el mediodía de un martes de fines de enero y Samita está sentada en un trono que le queda demasiado pequeño. Lo usa desde que tenía 7 años, cuando los máximos sacerdotes de Patan –un pueblo en las afueras de Katmandú– la eligieron Kumari: la reencarnación de la diosa Taleju, la más importante deidad en este país a los pies de los Himalaya.
Samita está vestida de rojo, el color de la buena suerte, la energía y el poder. Está sola, descalza y lleva los ojos delineados. Con esa raya gruesa y oscura que su madre le dibuja cada mañana, con pulso firme, desde los lagrimales hasta las orejas.
En nepalí, kumari significa virgen. Pero cuando aquí se habla de Kumari, con mayúscula, el asunto alcanza ribetes celestiales: se usa para designar a las niñas consideradas la versión humana de la más querida diosa hindú.
La selección de las candidatas sigue la línea del mix espiritual que se da en Nepal, donde el hinduismo –que profesa 81% de la población– convive de forma armónica con el budismo. Tanto, que llegan, incluso, a compartir deidades y hasta lugares de oración. Por eso, a nadie aquí sorprende que las aspirantes a Kumari sean siempre buscadas entre familias budistas, pese a que deben demostrar que en su cuerpo reside una diosa hindú. No sorprende tampoco que luego, ya ungida, sea adorada con idéntico fervor por fieles de ambas religiones.
No es fácil convertirse en Kumari. La niña debe cumplir 32 condiciones físicas que los textos tradicionales describen a su manera. Dicen, por ejemplo, que la elegida debe tener las pestañas de una vaca. Los muslos de un ciervo. El pecho de un león. La voz de un pato. Además, cabellos y ojos oscuros. Manos y pies pequeños. La totalidad de sus dientes de leche. Y ninguna marca ni imperfección sobre la piel.
Las pequeñas Kumari tienen una niñez atípica y bastante solitaria: no van al colegio, no tienen amigos de su edad, no pueden salir a la calle a andar en bicicleta o saltar la cuerda. Viven exiliadas del mundo recibiendo la veneración de sus fieles.
El cumplimiento de cada requisito es certificado por un grupo de sacerdotes reunidos en un templo. Los acompaña un astrólogo, quien estudia la carta astral de la seleccionada. El último paso es la aprobación de los padres para que su hija sea Kumari. Siempre aceptan: en Nepal, esto es el máximo honor.
La tarea, a partir de entonces, es sin arrepentimientos. Y no siempre color de rosa. La niña diosa empieza una niñez atípica, encerrada y venerada hasta el cansancio, pero bastante sola. Sin poder ir al colegio ni tener amigos de su edad o hacer travesuras. Ni pensar en andar en bicicleta o saltar la cuerda.
No se sabe cuándo comenzó esta tradición. Pero hay una leyenda que intenta la respuesta. Cuenta que los reyes de la dinastía Malla, que gobernaron por 500 años, tenían contacto directo con la diosa Taleju, de quien eran devotos. Hablaban en las noches y ella los aconsejaba durante el sueño. Lo que decía era ley: los reyes seguían sus recomendaciones y le consultaban las decisiones del reino. Todo iba bien hasta el siglo XVII, en que el asunto se fue al carajo. Por culpa de los celos.
La esposa del rey Trailokya Malla estaba intrigada por las visitas nocturnas de su marido a una habitación del palacio. Una noche decidió seguirlo. Y, de improviso, abrió la puerta: lo encontró conversando con Taleju. La diosa se enfureció: sus encuentros con los reyes debían ser secretos. Antes de desaparecer, le advirtió al monarca:
–Desde ahora ya no me encontrarás en persona. Si quieres verme de nuevo elige a una niña hermosa que cumpla con los 32 signos de la perfección. Adórenla como me han adorado a mí. A través de ella te daré consejos.
Ese rey obedeció y encontró a la que sería la primera Kumari de Nepal. Sus sucesores continuaron con la tradición que no se ha detenido en casi 350 años. Hoy, que en Nepal ya no hay reyes pero sí diosas vivientes, son tres las principales. La más importante es la niña diosa de Katmandú, que vive en un palacio en la Plaza Durbar –muy cerca de donde residía la realeza–, al cuidado de una familia postiza. Es la única que no puede vivir con sus padres ni hermanos, y la que debe cumplir con mayor rigor las reglas que la mantienen lejos del mundo. Está también la Kumari de Bhaktapur, ciudad a unos 40 minutos de la capital. Y está Samita, la taciturna diosa viviente de Patan que sigue frente a mí, esquivándome, con los ojos clavados en un punto fijo de la muralla a mis espaldas.
Como Samita no habla, su madre lo hace por ella. Es su voz autorizada. Purna Shova es una mujer amable, de sonrisa fácil pero muy tímida. Dice lo justo y necesario. Jamás se vanagloria de nada. Ser la progenitora de una pequeña diosa viviente no le ha subido los humos a la cabeza. Mientras su hija permanece sentada en su trono, ella cuenta una sinopsis de su historia.
–Mi hija fue elegida Kumari en 2009. Cuando nació, nunca imaginé que este sería su destino. El día que la traje al templo y fue elegida por los sacerdotes, yo estaba muy emocionada. Nunca lo olvidaré. Pero tuve miedo también.
–¿Por qué miedo?
–Porque no sabía lo que vendría después. Gente de todo Nepal empezó a venir a verla.
La familia siguió viviendo en la misma casa de siempre al lado de un templo budista en la calle principal. La entrada es discreta, salvo por dos grandes leones de piedra -uno macho; la otra hembra-, que indican que allí suceden cosas relevantes.
En esta casa de madera de tres pisos, la niña vive con su madre, quien dedica todas sus horas a cuidarla: buena parte del tiempo se le va en el intrincado maquillaje diario que requiere una Kumari. También con su padre, Kul Ratna, quien es artesano en una joyería; y con su único hermano, Samin, un veinte- añero que estudia en la universidad.
Patan es una pequeña ciudad en las afueras de Katmandú, en Nepal. La población es mayoritariamente hinduista pero convive armónicamente con el budismo. Desde hace cuatro siglos en Nepal eligen a las niñas en la que se reencarna la diosa hindú Taleju. Hay tres principales. Una de ellas en Patan.
Los padres y el hermano viven en el piso superior de la casa. Samita lo hace en el segundo, donde su habitación está a pocos pasos del salón donde sus devotos hacen fila para recibir su bendición. Cada día, cuenta la madre, llega hasta aquí un público variopinto de creyentes:
–Hombres que buscan éxito en nuevos negocios; estudiantes que necesitan suerte en sus exámenes; enfermos que requieren fortalecer la salud.
A la Kumari de Katmandú le tocan visitas más ilustres que a Samita. Cuando en Nepal había monarquía –duró hasta 2008–, la diosa viviente de la capital le daba la bendición al rey. El monarca se arrodillaba y le tocaba los pies con su frente; luego ella le ponía la tikka roja entre las dos cejas. Hoy lo hace con el presidente de la República. Las autoridades políticas visitan a las otras dos Kumari, pero con mucha menos frecuencia y pompa.
Las Kumari, cualquiera de las tres, abandonan sus casas en muy contadas ocasiones. Y cuando salen –generalmente para presidir fiestas religiosas–, no pueden pisar el suelo exterior. A la diosa viviente de Katmandú le ponen una tela blanca para que camine hasta el carruaje. Pero en Patan, donde las sofisticaciones son menores, a Samita la carga su padre en brazos.
La educación ha sido un punto sensible en la historia de las diosas vivientes. Metidas entre cuatro paredes, exiliadas del mundo que las venera, antes casi no recibían instrucción académica, más preocupadas de gastar su tiempo en recibir a los fieles o vestirse de riguroso rojo cada amanecer. Y, como en general se empieza a ser Kumari muy pequeña –a los 3 o 4 años–, pasaba con frecuencia que a los 11 o 12 años muchas de ellas eran prácticamente analfabetas.
Hoy está establecido, de manera obligatoria, que un profesor las visite cada mañana, por tres o cuatro horas. Y que aprendan lenguaje, historia, matemáticas, incluso inglés.
Todos los días, además de los fieles, Samita recibe a un maestro del colegio San Xavier, quien le da lecciones gratuitas frente al computador.
–No tiene conexión a internet– explica la madre, para remarcar la nula contaminación de Samita con el mundo externo.
La habitación de la Kumari de Patan es muy sencilla. A diferencia de la diosa viviente de Katmandú, que vive en un palacio, el mundo de Samita es austero. En su pieza hay una cama de una plaza, sobre la cual se ve una guitarra que la niña adora tocar en su tiempo libre. También un mueble de madera con puertas de vidrio, donde guarda las ofrendas y donaciones acumuladas estos años: hay, sobre todo, pulseras; todas rojas.
Y sobre la muralla, frente al computador, hay dos dibujos donde ella dibujó con trazos infantiles montañas y árboles y pájaros salidos de la imaginación de quien –enclaustrada aquí– no puede verlos en vivo hace demasiado tiempo.
Una Kumari no lo es para toda la vida.
Una Kumari deja de serlo en el mismo momento en que deja de ser niña: cuando le llega su primera menstruación. Se supone que entonces la diosa Taleju abandona el cuerpo que eligió para reencarnarse. Y la niña, que ya no es considerada pura, vuelve a ser una simple y corriente mortal.
En ese momento, tal como viene sucediendo hace siglos, otra nueva Kumari es elegida; y la antigua debe volver al mundo real que escasamente conoce.
Ese regreso es difícil. En su libro De diosa a mortal, Rashmila Shakya –quien fue Kumari de Katmandú entre 1984 y 1991– cuenta lo duro que fue volver a vivir con sus padres y hermanos, completos extraños para ella. Después de dejar su palacio en la Plaza Durbar y a su familia sustituta, dice que lloró durante semanas. Se sentía ajena a todo. "Mis primeros cuatro días en casa me parecieron cuatro décadas", recuerda. Además, tuvo que aprender las cosas más básicas, como usar zapatos: "Era pésima caminando con ellos, y peor aún corriendo. Mis hermanas me decían: 'Te mueves como un caballo. Luces torpe, poniendo un pie firme sobre el suelo antes de levantar el otro'".
En el colegio, y debido a su retraso en aprender materias mientras fue Kumari, Rashmila debió entrar a un nivel inferior al que le correspondía por edad. A los 13 tuvo que compartir curso con su hermana chica, cuatro años menor. "Se suponía que yo sabía todo, pero, de hecho, no sabía nada", escribe en su libro. Pese a todo se siente honrada de haber sido diosa.
Cada cierto tiempo distintas ONGs agitan las aguas: alegan que la institución de las Kumari vulnera los derechos del niño. Que llena a las chicas de obligaciones, y que la infancia no se trata de eso. A mediados de 2006, haciéndose eco de esas críticas, la Corte Suprema de Nepal ordenó al gobierno entregar un informe sobre el tema. Ni esa vez ni nunca se ha llegado a sanciones contra esta costumbre. Y es obvio: la antigua tradición de la diosa Taleju reencarnada en un pequeño cuerpo infantil está metida en el más profundo ADN nepalí.
Con esa misma convicción, ex Kumari se han defendido de los mitos que existen en torno a ellas. Niegan que para ser elegidas y poner a prueba su coraje se las pasee entre 108 cabezas de búfalos recién sacrificados. O que les cuesta casarse, pues se rumorea que quien desposa a una ex diosa viviente debe soportar la maldición de morir joven, vomitando sangre. "Es mentira. Muchas antiguas Kumari se han casado y han tenido hijos", dice Rashmila en su libro. Ella, a los 34 años, sigue soltera.
Samita continúa sentada en su trono. A sus pies, las ofrendas. Hay flores, hay puñados de arroz, hay polvos de colores. Toda la sala huele a incienso y a velas quemadas. La oscuridad aquí dentro es ahora casi total. En Nepal, todos los días hay cortes de luz que duran horas. De eso no se salva ni una diosa.
La madre de Samita tiene miedo del futuro de su hija: "ha estado tanto tiempo protegida de todo, bendecida. Cuando vuelva al mundo no sabrá cruzar las calles, le dará miedo el tráfico, se va a asustar con las bocinas".
La Kumari hunde su mano izquierda en un recipiente metálico. Saca polvo rojo y me lo deja como un pequeño círculo en la frente. Saco de mi bolsillo 300 rupias nepalíes. Son poco más de 3 dólares. Se usa dejarle a la diosa pequeñas cantidades de dinero como agradecimiento. Luego saco la ofrenda que me sugirió Bijaya Neupane, el amigo nepalí que me acompaña, que ha hecho de intérprete en las conversaciones en esta casa. Le paso a la diosa un chocolate importado, relleno con almendras, envuelto en papel brillante. Lo toma y lo acaricia con disimulo. Es el único momento en que esta pequeña diosa se presenta como una niña mimada que recibe feliz un regalo. Según me contarán luego, algo similar ocurrió una vez que alguien le ofrendó una Barbie de perfecto cabello rubio.
Momentos después, en medio de la despedida, cuando ya hemos dejado a la diosa sola en la penumbra, la madre dirá que se siente honrada por tener a una Kumari en la familia. Pero que últimamente le ha dado por pensar mucho acerca del instante en que su hija deje de serlo.
–¿Y qué piensa exactamente?
–En que no sé cómo será su vida, cómo se tomará las cosas… Ella ha estado tanto tiempo aquí dentro, protegida de todo, bendecida… No sabrá cruzar las calles, le dará miedo el tráfico, se va a asustar con las bocinas.
Esa tarde calurosa de enero nadie podía saberlo con exactitud. Pero ocurrió. Me lo contó Bijaya, el traductor nepalí, quien ha regresado varias veces a verla. Me lo dijo hace pocos días atrás, con un dejo de pesar: Samita Bajracharya tuvo su primera regla y dejó de ser Kumari. La diosa Taleju abandonó el cuerpo de esta niña que recién cumplió 12 años y que ahora debe vérselas con la vida terrenal.