Raúl Ruiz decía que Chile es un huevo del cual pocos logran romper la cáscara para ser pollos que alguna vez lleguen a cantar como gallos. Un huevo cuya cáscara está compuesta de burocracias absurdas, temores infundados, envidias malévolas y una flojera bíblica. El cineasta aseguraba también que vivíamos entre personas que eran fantasmas de sí mismos porque nunca lograron ser lo que alguna vez soñaron, y deambulan como almas en pena en un limbo autogenerado, intentando mantener al resto en la misma situación.
Qué duda cabe de que Neruda cantó su canción de gallo y se transformó en un poeta universal. Qué duda cabe de que el director de esta película, Pablo Larraín, rompió la cáscara de huevo. Y como suele pasar en su cine, en este caso, tiene algunas deudas que cobrarle al poeta. Y a sí mismo.
Como ya se ha dicho, esta cinta es una ficción basada en la persecución que sufrió el poeta a raíz de la Ley Maldita promulgada por el Presidente González Videla. El narrador –primera ruptura a la convención– es secundario en relación al personaje perseguido. El tamaño de Neruda, el poeta comunista, era y es equivalente a la avenida Karl Marx en Berlín para su partido. Colosal y planetario. Megalómano. Salvador. Absurdo. Su persecución debería entonces tener ribetes épicos, únicos, a la altura de su ego ilimitado y del trastornado siglo XX. Neruda no puede –y no quiere– ser apresado como simple mortal ya que es –sujétate, Catalina– ni más ni menos que El Rey del Amor.
Bajo esa tesis es que dirige Larraín y empieza su propia persecución detrás del poeta. Porque junto con el guión de Guillermo Calderón se arma una historia donde ambos son Óscar Peluchonneau: el perseguidor del poeta (interpretado por Gael García Bernal). Y a medida que más se acercan a Neruda, a sus delirios mesiánicos y a sus tics de Emperador de las Letras, más grande se va volviendo la película. La ficción se empieza a volver verosímil. O al menos uno quiere creer lo que ve. Porque hay en Neruda –la película– un arrojo creativo desvergonzado a la altura del citado.
A ratos también es como si Larraín no fuera tras de Neruda sino detrás de sí mismo. Contagiado por el delirio del personaje arma una ficción que no le teme a nada y que empieza a cabalgar hacia el espacio, su propio espacio (el narrador en off incluso llega a contestarle a Neruda. Y el poeta ni lo escucha. Porque es solo un narrador. No está a la altura).
Esta película se olvida de las convenciones del cine, en especial del chileno, y arriesga todas sus fichas. Las cambia de lugar en la ruleta. Porque Larraín y su pandilla se arrojan desmedidos, ilimitados, a la altura del citado, lo cual se agradece desde la butaca. Luis Gnecco, al igual que García Bernal, demuestran conocer sus puestos y ponerse al servicio de la pintura. Uno es el principal, el universal, el histriónico y contradictorio, el cabrón e iluminado; el otro es el secundario, toma distancia pero exuda envidia y admiración (¿qué es la envidia sino la forma más honesta de admiración?), pero en el entramado están unidos por la misma hebra: el delirio de Calderón y Larraín en un combate que nunca llega a desatarse. Sergio Armstrong fotografía de manera exultante utilizando retroproyecciones y tomas inspiradas en el film noir pero luego vuelve al color dándole un pantón simplemente único; el diseño de producción de Estefanía Larraín derrocha arte en cada cuadro, y los actores parecieran darse cuenta de eso y se prestan para las escenas como si fueran a quedar escritos en un libro. El soundtrack de Federico Jusid apoya el desafío. La edición del francés Hervé Schneid llega a niveles misteriosos: entrelazar este guión a las imágenes es un esfuerzo que sin duda tendrá sus premios. Todo está en su lugar y un poco más alto. Casi a la altura de Neruda. Casi, pero nunca tanto. Hay dioses que hay que perseguir pero nunca atrapar. Porque hay más películas que hacer. Más guiones que atrapar.