La prueba de Gabriela
Gabriela Godoy (22) es la primera infractora de ley que llega a la universidad. A los 17 años fue detenida transportando 104 ovoides de cocaína, por lo que recibió una condena de cinco años en un centro cerrado del Sename. No claudicó. Dentro se aferró a los libros y soportó el bullying que le significó entre sus compañeras ser la interna ejemplar. Hoy tiene permiso del tribunal para salir a estudiar. Las 12 horas diarias que estará en libertad serán su prueba de fuego.
Paula 1118. Sábado 30 de marzo 2013.
No estaba nerviosa. Pero a las 8:30 horas del 6 de marzo pasado, Gabriela Godoy (22) salió a fumar un cigarrillo al patio del Centro de Internación en Régimen Cerrado del SENAME y comenzó a inquietarse. Quería llegar bonita a su primer día en la universidad, pero la ropa que había escogido era demasiado veraniega para esa mañana fría. Volvió a su pieza, abrió los cajones de la cómoda y buscó una nueva tenida. Prendas elasticadas, la mayoría rosadas, terminaron formando una montaña sobre su cama.
–¿Me veo bien?–, preguntó saliendo de la habitación, a una de las educadoras de uniforme azul que vigila a las internas. Gabriela llevaba puesto un suéter rayado, una chaqueta de mezclilla ajustada, zapatillas con plataforma y un morral del que asomaban los audífonos de su mp3. Estaba lista para partir a su primer día de clases de la carrera Gestión en Turismo y Cultura en una universidad tradicional de Santiago.
–Te ves perfecta–, respondió la educadora guiñándole un ojo.
En este centro cerrado del Sename, ubicado en calle San Francisco, hay 15 reas en el sector femenino, distribuidas en 3 casas. Gabriela está en la casa Nº 2, al que solo llegan las infractoras que cuentan con algún beneficio. Allí cumplen pena las jóvenes que cometieron delitos siendo menores de edad; hay desde sentenciadas por hurto a homicidio.
Gabriela está condenada a 5 años por tráfico de drogas y ya cumplió un año y medio. Por su buena conducta en 2012 consiguió permiso del tribunal para salir al preuniversitario de la
Vicaría de la Esperanza Joven y pudo preparar la PSU en la que obtuvo 563,50 puntos. Además, desde febrero pasado puede salir cada 15 días a visitar a su familia en la población San Alfonso, en Colina.
Gabriela ha sabido retribuir esa confianza y siempre regresó a la hora sin cometer falta alguna; nunca consumió alcohol o drogas en sus salidas. Gracias a ello y a su buen puntaje, el tribunal le otorgó un permiso educacional –un derecho que ahora, con la última modificación a la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente, es posible solicitar– para ir a la universidad (ver recuadro). Desde este 6 de marzo, ella puede salir 12 horas diarias a estudiar y luego volver al encierro. "Quiero volver a escribir mi historia", dice mientras camina a la primera de las tres puertas de salida del centro cerrado. "Me he metido en la cabeza ser como un caballito que estudia y estudia y a la que nada más le importa. Quiero romper el círculo de la pobreza, sacar la carrera, comprarme una casa, armar una familia", agrega.
Gabriela entra a la oficina de la jefa de turno que le entrega sus pertenencias: su carné de identidad, una tarjeta Bip cargada, un celular de prepago y dos mil pesos que ella guarda en el bolso antes de atravesar los dos portones de seguridad y la reja eléctrica que la separan de la calle.
–Recuerda que te van a revisar cuando regreses–, le advierte la jefa de turno antes de que Gendarmería apriete el botón de la puerta. Gabriela sonríe como niña chica. En la calle nada delata que es una interna cumpliendo condena. Camina por Avenida Matta hasta el paradero y espera la micro que la lleve hasta la universidad.
LA CAÍDA
8 de diciembre de 2008. Gabriela tiene 17 años y está en la pieza de una residencial del norte de Chile junto a tres hombres más. Sobre la cama hay una bolsa negra con 5.650 gramos de clorhidrato de cocaína que deben trasladar hasta Santiago.
–¡Enhuínchense!–, ordena quien hace el papel de líder del grupo. Gabriela, que es una inexperta en el oficio de burrera recibe más de 50% de la encomienda. Levantándose una polera
ancha aprende a adosar 104 cápsulas con forma de ovoides a su abdomen por medio de una huincha con pegamento. Además, oculta dos paquetes de droga más bajo sus jeans para burlar los
controles fronterizos. Una hora después, a las 18 horas, Gabriela y el resto de los transportadores de droga abordan un bus que viaja toda la noche a la capital. En el trayecto no pegan un ojo. Siguen al pie de la letra las instrucciones que una mujer les va dando telefónicamente.
–Bájense en el cruce de Quilicura con la Panamericana–, les dice "la jefa" durante el trayecto. El grupo se desenhuincha, mete la droga envuelta en calcetines en bolsos y desciende del bus. Luego abordan todos un taxi rumbo a San Bernardo. "Era el tramo final. Entregaríamos la droga y nos pagarían el trabajo. Pero cuando íbamos a la altura del camino La Vara, la PDI nos pilló y nos bajaron del auto con pistola en mano. Había recibido una denuncia anónima y nos tenía pinchados los teléfonos", reconoce Gabriela con vergüenza. Las razones de su condena no son un tema que le agrade hablar a la joven. A diferencia del resto de las reas, ella no se jacta de su delito. Si su voz es baja y suave en situaciones normales es casi imperceptible cuando se le pregunta cómo fue que llegó a cometerlo.
El 9 de diciembre de 2008 a las 19:20 horas la Brigada Antinarcóticos Metropolitana de la PDI abrió el maletero del taxi y descubrió que en la mochila de Gabriela había más de 3
mil gramos de cocaína y en otro bolso estaba el resto del "encargo". Detenidos en flagrancia, el grupo fue llevado al Juzgado de Garantía de Talagante y los funcionarios bautizaron la maniobra como Operación Brillante. Esta se llamó así por la apariencia del clorhidrato de cocaína, la que tenía un grado de pureza de 80% según el peritaje químico del Instituto de Salud Pública.
Gabriela, que no tenía ninguna anotación penal anterior, no pagó este delito hasta mucho después. Durante el año y medio que duró la investigación quedó con arresto domiciliario, pero como nadie la fiscalizó, se fue a mochilear. Cuando en febrero de 2010 se realizó el juicio oral y Gabriela fue condenada, tampoco cayó. "Recién había sido el terremoto y había tanto caos que me dijeron que me fuera a presentar sola al centro cerrado de Santiago. Por supuesto que no fui", dice.
Gabriela siguió su camino. Un año después, en 2011, despertó en el Parque Forestal. Había dormido en una banca después de una fiesta con amigos cuando Carabineros le hizo el control
de identidad. Fue entonces que se dieron cuenta de que tenía una condena pendiente. "Estaba asustada, pero ahora pienso que algo en mí quiso que esto sucediera si no, habría dado otro rut. Estaba viviendo una vida tan loca que capaz que hubiera terminado muerta", reflexiona. La asistente social Mitzy Puga la evaluó apenas llegó. Y tuvo una sensación que mantiene hasta ahora: "Gabriela es una niña que no debería estar aquí, porque, además de tener muy buen nivel académico, lo suyo no es una vida asociada al delito, sino una mala pata".
En el encierro Gabriela ha desarrollado múltiples talentos. La joven pinta, hace malabarismo, baila hip-hop, flamenco, bachata, escribe poesía, cocina y teje a crochet. Últimamente está aprendiendo a tocar guitarra. Sus distintas facetas se ven en estas fotos. Además muestra un collar que le regaló su madre, uno de sus amuletos.
TATUÁNDOSE AL PADRE
A diferencia de muchas internas cuya biografía está plagada de abandonos, abusos y carencias, Gabriela tuvo una infancia feliz. Hasta los 14 años creció en la Comunidad Ecológica de
Peñalolén, donde su padre, jardinero, cuidaba la parcela del dueño de una editorial. Gabriela recuerda que este le regalaba ejemplares de William Faulkner, Horacio Quiroga y Mark Twain, y que con su hermano Pedro los hojeaban arriba de unos almendros que estaban en el terreno de 8 mil m², donde su familia también vivía.
"Mi infancia fue preciosa. Íbamos a la piscina de los patrones, jugábamos ping-pong o poníamos una manguera arriba del refalín y hacíamos un splash. Salíamos a caminar con mi papá por senderos como Piedra Blanca o Las Estrellas y me subía a su carretilla para acompañarlo a cortar el pasto. Era el mundo de los hippies", cuenta Gabriela. Pero a los 14 años, sus padres se separaron por maltrato y ella se fue a vivir con su madre a Colina, a un block. Gabriela tuvo que hacerse cargo de su hermano menor porque la madre trabajaba como nana puertas adentro. "Pasaba tan sola que dos años después, cuando mi papá murió, en 2007, no tenía ni siquiera con quien llorarlo", confiesa Gabriela.
Gabriela aguantó las lágrimas pero se hizo un tatuaje con el nombre de su padre, Gabriel, en el brazo izquierdo, con una máquina que fabricó con el motor de una radio chica y con carbón de pila. Además, se convirtió al mismo vicio que él: el alcohol. Cuando en periodo de vacaciones, en 2008, su madre cambió su trabajo de nana por el de temporera y comenzó a pasar más tiempo en la casa, ya era demasiado tarde para recuperar a su hija. "Intuía que algo malo iba a pasarle porque se mandaba a cambiar y no avisaba, o volvía con amigos y hacía fiestas sin control. Yo notaba que llegaba con sus ojos colorados y su cara deformada, ida. Si no la dejaba salir botaba las cosas, era un escándalo", explica la madre de Gabriela, quien ha pedido reserva de su identidad.
No importaba si Gabriela ayudaba o no a su madre a recolectar sacos de papas, el dinero no alcanzaba en la casa donde vivían dos sobrinos también. Cuando una amiga le ofreció a Gabriela un "pituto" en el norte, ella no lo dudó. Con el millón de pesos que le darían por transportar droga no solo compraría mercadería, también podría hacerse su propia pieza porque así vivían hacinados. Pero Gabriela se fue a Iquique y fue detenida. "Tal vez es malo que lo diga pero encuentro que a la Gaby le hizo bien estar encerrada. Allá la cuidan. Además, yo no habría podido pagarle sus estudios", reflexiona su madre.
Gabriela piensa parecido: "Me da cosa irme porque igual en el centro estoy protegida. No quisiera volver a Colina con mi mamá, cuando voy me trae malos recuerdos. Me gustaría vivir alejada de las poblaciones; en un bosque donde pasara un río", dice.
LIBERTAD VIGILADA
Como no había celdas ni calabozos, cuando Gabriela llegó al centro no se sintió de inmediato presa. El recinto le pareció un internado gobernado por un equipo de sicólogos, asistentes sociales y educadoras a las que las internas les dicen "mamis". Pero con el tiempo, fue inevitable sentirse en un ambiente carcelario. "Aquí las chicas a veces explotan: se pelean por poder y las que tienen rabia se cortan los antebrazos", cuenta Gabriela.
La joven tomó distancia de sus compañeras y se concentró en leer y desmalezar el patio interno de la Casa 4. Mientras el resto jugaba carioca en los camarotes, ella comenzó a escribir. Hoy tiene tres cuadernos llenos de poesías y una centena de cartas que le escribe a su pololo, un interno que se encuentra en el sector masculino del centro y que cayó por robo con intimidación. A veces pueden verse cuando asisten a algún taller en común. "Las pasiones son fuertes acá porque es todo muy vigilado. Las parejas se aman por carta, de lejos, porque no tienes donde esconderte", cuenta Gabriela.
La joven ha volcado sus amores y soledades en el papel. No han sido pocas. Cuando llegó, padecía de un severo alcoholismo y las crisis de abstinencia eran espantosas. Con antidepresivos y un tratamiento sicológico que mantiene hasta hoy ha podido salir adelante. Manteniéndose ocupada, dice, dejó de imaginar que el refrigerador de la Casa 4 estaba lleno de cervezas y se concentró en sacar su 3º y 4º medio en el liceo del centro cerrado.
Su esfuerzo dio frutos. En 2012, fue elegida la mejor alumna de la generación y sus habilidades quedaron a la vista, porque pinta, hace malabarismo, baila hip-hop, flamenco, bachata y teje a crochet. "Ahora ni yo me reconozco. Estoy más consciente, responsable, fluyen mis emociones. En un momento el alcohol había congelado mis sentimientos", admite Gabriela.
"Me he metido en la cabeza ser u caballito que estudia y estudia y a la que nada más le importa. Quiero romper el círculo, sacar la carrera", dice Gabriela.
Su carácter participativo, sin embargo, no fue bien recibido por sus pares. Un día llegó a la Casa 4 y le habían quemado sus zapatillas con cigarrillos. La educadora Olga Orellana recuerda que a Gabriela "la molestaban día y noche y, si una la defendía era peor, porque le decían que era apegada a las mamis o porotía, que es como les llaman despectivamente a las que trabajan sacrificadamente para conseguir algo". El año pasado, Gendarmería tuvo que entrar con fuerza. Una chica le pidió el trapero y como ella no se lo pasó de inmediato se le tiró encima. "Gabriela le agarró las manos y arriba de una mesa comenzaron a golpearse. Hasta que la chica sacó un tip-top y le cortó la mejilla y el cuello. No pude defenderla", relata Orellana.
Algunos pensaron que Gabriela se vengaría de esa agresión pero las represalias no llegaron. La trasladaron a la casa 2, donde está actualmente y se volcó a hacer facsímiles. En el
preuniversitario escuchó hablar de la carrera Gestión en Turismo y Cultura y, como siempre le gustó viajar, no tuvo dudas de que era lo que quería hacer. "Como soy bajo perfil pensaron que iba a sacar las garras un día, pero no quise romper la confianza que me había ganado. La vida me ha golpeado pero todo lo que he sembrado lo estoy cosechando de buena manera", dice.
Para la directora del centro, Jacquelin Honores, "la llegada de Gabriela a la universidad es un hito porque las reas que dan la PSU no logran promediar el puntaje mínimo para entrar en las universidades tradicionales". Gabriela, además, accedió a la Beca Bicentenario del Estado. De los $ 2.161.000 que cuesta anualmente la carrera, paga solo 30 mil pesos al mes, los que financia haciendo tortas en el taller de microemprendimiento del centro.
VOLVER AL ENCIERRO
A las 14:30 del 6 de marzo, Gabriela concluyó su primer día de clases y se dispuso a volver al centro de internación.
–¿Y tú donde vives?, le preguntó un compañero en el patio de la universidad.
–En un condominio del barrio Matta–, respondió ella a secas. Luego miró el reloj. Todavía le quedaban dos horas de libertad, pero decidió partir de inmediato. Tomó la micro en Gran Avenida. A las 15 horas estaba nuevamente en el cubículo de la entrada del centro cerrado de internación para proceder a la revisión de rigor que realiza Gendarmería.
–Sáquese la ropa–, le ordenó una funcionaria. Gabriela se deshizo de las zapatillas y de la ropa interior. Desnuda, esperó que la gendarme revisara cada uno de los bolsillos de sus jeans y de su bolso. Paralelamente una enfermera chequeó su estado de salud. "Tire el aliento y abra los ojos", le dijo. Como Gabriela no tenía hálito alcohólico ni las pupilas rojas, por wokitoki llamaron a la jefa de turno para que la llevara de vuelta a la casa 2, donde cumplió con sus oficios de rea: a veces hace el baño, otras, el comedor. "El contraste de pasar tanto rato en la calle es grande pero es mi realidad pasar algunas horas libres y otras presa", dice Gabriela encendiendo en su pieza un notebook que la asistente social le facilitó. Gabriela necesita familiarizarse con la tecnología para mandar sus trabajos por mail. Es de esas estudiantes que levantan la mano en la clase y anotan todo. "Soy la preguntona del curso y mis compañeros se ríen porque se me enreda la lengua de nerviosa. Tengo que aprovechar al máximo mis clases porque mi tiempo es limitado", afirma.
¿Has podido contarles a tus compañeros de tu situación?
No todavía. Cuando llegué a la universidad me di cuenta con quién tenía que juntarme. Son todos buena onda pero algunos son más carreteros. Mis amigos son los pavitos. En el computador tiene abierta una hoja de Word donde escribió: "Buenas tardes, soy Gabriela Godoy y esta es mi historia".
¿Qué te gustaría decir en ese texto que vas a escribir?
Que soy como una mariposa. Primero fui larva, después estuve adormecida y ahora he sacado las alas. Pero todavía no vuelo. Eso solo ocurrirá cuando me titule y mis palabras dejen de ser palabras, cuando sepa que nada ha sido en vano.
MODIFICACIÓN A LA LEY ADOLESCENTE
Hasta octubre de 2012 no existía un mecanismo que permitiera que los jóvenes –manteniendo la sanción privativa de libertad– pudiesen salir diariamente del centro para estudiar, trabajar o capacitarse. "Lo que hacíamos en esos casos era pedir una audiencia con el juez pero si él consideraba que era muy pronto para que un chiquillo saliera se le negaba esa posibilidad", explica la directora del centro de internación en régimen cerrado de Santiago, Jacquelin Honores. Ahora esto se ha flexibilizado un poco más: es el propio centro el que tiene la facultad de dar ese permiso. "Se le han hecho muchas críticas a la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente, sin embargo, hemos impulsado medidas tendientes a que cumpla con su verdadero objetivo de reinserción social. Casos como el de Gabriela demuestran que ese esfuerzo vale la pena", explica la ministra de Justicia Patricia Pérez.
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