La maternidad esta llena de momentos lindos, poéticos, reveladores, pero también está lleno de gritos, llantos, desorden, caos, desesperación, desilusiones y frustraciones varias. Es un lugar de emociones contradictorias, intensas, que cansa emocionalmente. Y ahí, en el cansancio y frustración, también se cocina la rabia.
La rabia, la tan temida rabia femenina, esa “maldad” que no se nos permite y que se nos niega cuando nos tratan de locas. Pero no, no estamos locas, tenemos rabia solamente, un sentimiento oscuro y perverso que a veces se teje y que respira dentro de nosotras. Y cuando nos convertimos en madres parece saltarnos encima, casi como por sorpresa.
¿Conoces esa rabia tenue pero permanente? Como un sonido de fondo que acompaña el día, esa que se cocina a fuego lento mientras revuelves la olla salpicando a los lados, mientras picas zanahorias, o mientras limpias la casa, lavas la loza y se te quiebran los platos, o recoges ropa a montones y de todos lados, juntando juguetes sin parar, pensando una y mil veces en las otras cosas que podrías estar haciendo, o lugares donde podrías estar o cualquier idea de libertad y de sentir que aún vives dentro de ese cuerpo de madre. Es una rabia que se mueve sigilosa, que se te sale entre los dientes, que tiene voz de ironía y que se mueve entre tinieblas en terrenos truculentos. Es calladita, no deja rastros…aparentemente. Pero sale en comentarios, pesadeces, golpecitos, situaciones que dan cuenta de que “la mamá está cansada”, “la mamá no quiere hablar ahora”, “la mamá esta en el baño hace más de una hora”.
Está también la rabia animal, esa que te posee, esa donde te das miedo a ti misma. ¿La conoces? Cuántas veces no me ha pasado que, en una pataleta, un retraso, una actitud mala, o cualquier cosa que no sea tal cual yo quiero que sea, me posee ese animal, en un punto de no retorno, porque ya lo siento en la piel y se escapa irremediablemente arrasando con todo a su paso. Gritos, palabras hirientes, gestos, agresividad. Una vez que sale de ti la puedes ver, y lo peor de todo es que la reconoces, y ahí es donde tu peor miedo se hace carne: no te pudiste escapar de ella.
Ser rabiosa con el mundo es una cosa, pero ser rabiosa con personas que amas, eso te hace sentir pésimo. Dejar caer la rabia en tus hijos, en seres pequeños, que luego de las explosiones te miran con ojitos asustados, esos ojos oscuros que se expanden como un agujero negro, un vacío en el que te caes cuando te das cuenta que algo se acaba de romper ahí dentro. Y nos sentimos peor aún cuando nos damos cuenta que luego repiten lo que aprenden de nosotras, porque la rabia se hereda, cuidado. Pero se puede mejorar. Muchas veces me he dado cuenta que justo cuando estoy a punto de explotar, basta que pase un micro segundo para que la rabia se disipe casi por completo y cambia a una empatía, un abrazo, un cariño, un relajo, y todo se vuelve amoroso, y todo se vuelve humano. Es como si la rabia tuviera solo un tiempo para poseerte y si logramos pasar ese umbral ya estamos a salvo, de nosotras mismas. Darse cuenta de que las acciones, gestos y palabras dejan huella, no se borran automáticamente es darse cuenta de la responsabilidad emocional que tenemos con nuestros hijos/as.
Pero más allá de la culpa y el miedo a vernos en lo monstruoso, la rabia esta ahí y hay que mirarla y sacarle partido, porque también nos protege y nos ayuda a poner límites. Es bueno que nuestros hijas e hijos vean a una madre humana, que no está siempre contenta y dichosa, una mujer, una persona que se enoja, que llora, que grita, que se emociona, que está viva. Vernos en nuestras vulnerabilidades puede abrir espacios para conversar de lo que sentimos y les puede ayudar a ellos y ellas a verse a sí mismos también, a cuestionarse, a descubrirse. Los gritos de los que tanto huimos también pueden ser gritos que en algún momento nos salven, decir “NO” no es solo una pataleta, es también un acto de rebeldía, de pararse firme desde quienes somos, de respeto, de lucha. Eso sí quiero heredarles a mis hijos/as.