En septiembre de este año la escritora, dramaturga y docente argentina, Nina Ferrari, compartió en sus redes sociales una publicación que decía: ‘La rigidez está muerta de miedo’. Por estos lados, una de las frases que revistió las murallas de la ciudad posterior al estallido social fue, justamente, ‘muerte a la rigidez’. La flexibilidad, de un tiempo a esta parte, pareciera ser determinante del espíritu colectivo e irrefutable de estos tiempos. Pero, ¿qué significa que exista una tendencia global, al menos en el discurso, hacia el querer derribar estructuras –sean éstas instituciones, paradigmas, dogmas o formas– que se irguieron e instalaron como absolutas y definitivas? ¿Cómo le ponemos fin a narrativas que durante tanto tiempo han sido inamovibles?

Como explica la doctora en psicología e investigadora, Carolina Aspillaga, la tendencia hoy es a refutar, o al menos cuestionar, todo lo que durante años fue impuesto como único; una única manera de enamorarse, de emparejarse, de identificarse, de relacionarse y de concebir el mundo. “Hay mayor flexibilidad porque hay más exploración de las diversidades, entendiendo las diversidades como propias del ser humano porque somos, en definitiva, seres diversos y cambiantes”, explica. “Pero soltar todo lo que aprendimos y dejar esa idea de que solo hay una manera válida de hacer las cosas, cuando toda la vida lo aprendimos así, es muy difícil. En ese sentido, la rigidez va de la mano con un temor profundo a perder lo que conocemos, lo que nos hace sentir seguros y las bases sobre las cuales sustentamos nuestros valores y existencia”. En definitiva, un miedo a perder el guion que nos es tan familiar y en consecuencia no saber a qué aferrarnos.

Y es que nuestra falta de maleabilidad, según explica el psicoanalista y docente de la Universidad Diego Portales, Felipe Matamala, encuentra su raíz en la primera infancia; desde que somos chicos tratamos de aprender, controlar y atribuirle un significado claro a la realidad circundante para que nos sea comprensible. “En un principio, no somos capaces, ni madurativamente ni sensorialmente, de unir todos los estímulos con los que interactuamos, por lo que tratamos de darles significados mientras hay otro que está mediando. Eso es parte del proceso de desarrollo y habla de la estructuración de nuestro yo. Esos significados muchas veces los sostenemos durante toda la vida, justamente para sentir que hay una cierta continuidad”, explica. “Eso lo hacemos porque nos permite saber que hay un futuro, una realidad que podemos entre comillas controlar, y a la vez porque nos da una sensación de congruencia entre nuestro pasado y presente”. Y eso, como explica el especialista, nos da cierta tranquilidad. Es justamente por esa tendencia hacia la estabilidad, que ciertos ideales se han establecido como pactos culturales inamovibles e intransables.

El problema, o la dificultad, está en que la vida de por sí nos obliga a ser más flexibles y por ende la rigidez, a un cierto punto, no tiene más cabida. “No nos permite aprender formas nuevas y a su vez nos pone en una tensión con nosotros mismos; al sentir o pensar de manera distinta, muchos entramos en crisis, porque sentimos que estamos defraudando nuestras personalidades y que nos quedamos sin herramientas para explicarnos la vida”, explica Matamala. “Entramos en un conflicto que se basa en no poder soportar la idea de que algo que sentíamos que nos constituía y nos hacía parte de una cultura, ahora nos hace ruido. Esa necesidad por refundar genera temores; el miedo a lo desconocido, a la incertidumbre y al no poder hacerse cargo de lo nuevo”.

Lo que queda de ese conflicto o sensación discordante es, como explica Matamala, que algunos se aferren a toda costa a los ideales anteriores, con el único fin de sentir que hay algo seguro, y que otros, en cambio, se atrevan a cuestionarlos, no solo para asimilar e interactuar con otra realidad, sino que también para refundar ciertos pactos sociales que ya no tienen sentido. “El malestar general que hemos sentido, o la sensación de ya no poder lidiar con ciertas estructuras, identificaciones o categorías tan impuestas y que se venían arrastrando hace tanto, lo que hace es precisamente eso; mostrarnos la necesidad de ser flexibles y de poder redefinir, con incertidumbre y angustia a ratos, lo que queremos para nosotros y para nuestros vínculos”.

Como dice Aspillaga, ese proceso siempre es complejo; “La flexibilidad es valiosa porque nos permite valorar la diversidad, pero que seamos flexibles no necesariamente tiene que poner en riesgo nuestra identidad o forma de querer hacer las cosas. Se trata de respetar y valorar las diversidades y permitirnos por un lado pensar que hay más de una forma válida para hacer las cosas, pero también cuestionar los propios supuestos dentro de los cuales hemos fundamentando nuestra existencia”.