El 19 de diciembre, luego de que se supieran los resultados electorales, la presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncón, compartió en sus redes sociales una publicación que decía lo siguiente: “Acabo de hablar con Gabriel Boric, el futuro presidente de nuestro país. Lo he felicitado e invitado a la Convención Constitucional. En conjunto, el camino hacia la nueva Constitución se abre con dignidad, justicia, ternura, plurinacionalidad y respeto a nuestras diferencias”.

La reflexión planteó conceptos que históricamente han sido asociados –aunque no siempre se han ejercido– a los procesos políticos y sociales, pero uno de ellos, en particular, pareció llamar la atención; de la justicia, aun cuando se mantiene en una esfera netamente discursiva, se ha hablado mucho. Del respeto y la plurinacionalidad también. Pero la ternura, al menos hasta hace poco, no había tenido cabida en los discursos de funcionarios electos. Por lo contrario, había sido percibida como incompatible con el ejercicio político, uno más bien asociado –de manera errónea por lo demás, porque la política siempre ha apelado a lo emocional– a la híper racionalidad. Y en ese imaginario tan establecido no había existido espacio para los sentimientos y las emociones, o al menos no eran percibidos como un valor agregado, como sí lo sugería ahora la publicación de Loncón.

Fue eso, justamente, lo que destacaron sus seguidores. “Al fin le estamos dando relevancia a la ternura” –decía un comentario– “al fin la estamos visibilizando, junto a otros sentimientos, en una esfera que toda la vida ha apelado a las emociones pero que nunca les ha otorgado la relevancia que requieren”.

En mayo del año pasado, la periodista especialista en temas de género, Jessica Bennett, postuló en una columna en The New York Times que las viejas reglas que decretaban quiénes podían mostrarse vulnerables en sus respectivos trabajos estaban cambiando. “Llorar en el trabajo, especialmente en la política, solía ser visto como algo negativo”, desarrolló la especialista. “Nos gusta que nuestros líderes se muestren seguros de sí mismos y confiados, y por eso nunca se ha incentivado que lloren en el trabajo. Aquellos que lo hacen corren el riesgo de ser vistos como menos profesionales o menos competentes frente a sus pares estoicos, pero eso ya no es tan así”. Y es que, como explica Bennett, el estoicismo como un valor en la política solo entró en vigencia en el siglo XIX, y no fue hasta mediados del siglo XX que se estableció de manera más rígida que las lágrimas –y la externalización de las emociones– sugerían que la persona no era lo suficientemente estable para ejercer el cargo. Pero hoy, según plantea la coach laboral Pam Sherman en la columna, son otras las características que se priorizan al momento de definir los nuevos liderazgos.

“Que Mr. Cuomo (ex gobernador de Nueva York) se haya puesto a llorar mientras detallaba el balance de la pandemia da cuenta de un cambio en lo que la gente espera de los políticos”, explicó. “Son la empatía, la capacidad de mostrarse vulnerables y la conexión emocional los atributos que adquieren valor”. En otras palabras; los que históricamente han sido asociados, de manera tradicional y estereotipada, a las mujeres.

Pero que a la ternura se le esté otorgando mayor relevancia en una esfera que insistió con invisibilizarla, ¿implica que se esté dando paso a un cambio estructural en las formas de hacer política? ¿Es, acaso, indicativo de una tendencia? Y si lo es, y más allá de lo importante y revolucionario que puede ser que la ternura y el cariño adquieran relevancia en el discurso político, ¿puede que también sea una manera de reforzar los estereotipos de género y caer, una vez más, en exigirle ciertos comportamientos a las mujeres?

El doctor en ciencias políticas y académico de la Universidad de Chile, Octavio Avendaño, explica que lo que estamos viendo, más que un cambio de paradigma, es un rescate de una dimensión que se mantuvo oculta, durante mucho tiempo, en la política; la subjetiva. “Es lo que marcó la segunda vuelta de las elecciones, pero hay antecedentes; lo vimos en el mayo feminista y en el estallido social, dos acontecimientos en los que las expresiones de subjetividad adquirieron valor. En gran parte esto obedece a la recepción que han tenido, especialmente en los sectores de izquierda y centro izquierda, las demandas provenientes del movimiento feminista”, explica. “Pero es importante destacar que se trata de una dimensión más, que a veces está oculta pero se le da mayor centralidad y visibilidad en un determinado momento, para bien o para mal. Porque no olvidemos que el discurso de los sectores ultra conservadores también tienen un componente afectivo que apela al temor, a la incertidumbre y a la inseguridad. O al establecimiento de un sentido de pertenencia, en el que los inmigrantes clandestinos o disidencias no tienen cabida, por ejemplo”.

La cientista política de la Red de Politólogas, Carolina Garrido, es enfática al postular que es el movimiento feminista el que ha logrado reivindicar las narrativas que históricamente han invalidado la emocionalidad. “Siempre se nos dijo que la política era sin llorar; que tenía que ser dura, agresiva y sacrificada. Pero el movimiento feminista viene a decir que la política sí es con llorar, porque hay sentimientos, convicciones, lealtades y emociones involucradas, entonces no puede ser un espacio exento de eso. O un espacio en el que no se priorice el cuidado”, reflexiona.

Así mismo, la cientista política, Javiera Arce, explica que se trata de discursos o tendencias que de todas formas responden a las demandas del movimiento feminista y de los pueblos originarios que no habían tenido espacio en el imaginario político tradicional y que ahora se plantean como atributos. “De todas formas ahí se pusieron temas sobre la mesa, pero no hay que olvidar que también venimos saliendo de una elección en la que tuvimos que le hicimos frente a una resistencia muy fuerte cuyo discurso no considera en lo más mínimo la ternura”, desarrolla. Y es que el cambio de paradigma radica más bien, como explica la vicepresidenta de la Red de Investigadoras y doctora en neurociencias, Vania Figueroa, en la manera en la que nos relacionamos con el resto. Es ahí donde radica el gran cambio; “Más que la ternura como concepto en sí, lo que se está fraguando es un cambio estructural que tiene como eje central el cómo nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás” explica. “Toda esta nueva ola política, personificada o canalizada a través de ciertos sectores, viene a traer un concepto sobre la mesa y ese concepto nos hace repensar las maneras de relacionarnos para alcanzar una forma distinta a la que estábamos acostumbrados a tener en una sociedad híper capitalista, individualista y exitista. Una forma que no signifique autodestruirnos, ni desde el punto de vista físico ni emocional. Ahí entra la ternura como uno de los muchos aspectos que tenemos que trabajar”.

Y es que en definitiva, como resaltan las especialistas, la violencia política no ha desaparecido, por el contrario en tiempos de pandemia ha aumentado y específicamente en contra de la mujer. Pero lo que sí destaca es la capacidad que ha tenido este nuevo ciclo político de poner el tema sobre la mesa. “Nunca antes otra generación política se atrevió a hablar de estos temas y plantearlos como fundamentales. No es un cambio de paradigma, pero es develar que el cuidado, el cariño y la ternura son sumamente relevantes”, profundiza Figueroa.

Y ese impulso viene, explican, desde el movimiento feminista porque han sido las mujeres las que han cuestionado las bases de las jerarquías relacionales en la sociedad y así mismo las que se han organizado para que surjan otras lógicas de vinculación. “Somos nosotras las que hemos encontrado en la solidaridad, colaboración y trabajo en red una forma de subsistencia. Con eso hemos establecido que la unión hace la fuerza. Me llama la atención que la mal denominada vieja política haya invisibilizado algo que siempre explotó, porque las campañas apelan a lo emocional siempre. Ahora hay un cambio generacional y un candidato que, más que representar esto, fue receptor de todo esto”, termina Figueroa.

Receptor, por lo demás, de la cosmovisión de pueblos originarios, que siempre han puesto al centro de sus valores, la ternura. Como explica la antropóloga mapuche Karla Nahuelpan, en la cultura mapuche la ternura no se expresa únicamente hacia con los de la misma especie, sino que hacia con el entorno y todo el ecosistema circundante; “Ahora se está empezando a ver el mundo como lo han visto siempre los pueblos originarios, quienes siempre han puesto al centro el cuidado de la vida de todas las especies y la ternura, no como un símbolo de debilidad sino que como forma de vivir la vida y proteger lo que se quiere”.

La problemática, o discusión, aparece entonces únicamente cuando esos discursos sirven para justificar mayores exigencias hacia con las mujeres. “Lo complejo puede ser que esto se plantee como lo que se espera de un liderazgo femenino, y que cuando no se cumpla, eso implique un problema”, plantea Arce. A lo que Figueroa suma: “A las mujeres se nos atribuye una carga como si estuviéramos predispuestas a nivel biológico a ser tiernas, y eso no es así. No es una característica que nos corresponde por naturaleza”.

Y es que mucho se ha hablado respecto al tipo de liderazgo que ejercen las mujeres en los altos mandos. Un liderazgo que busca ser mucho más colaborativo, carismático y empático, en el que la líder se percibe como un modelo a seguir que considera las necesidades de sus empleados. Así lo plantea la investigación Hacia un liderazgo femenino de corte transformacional, realizado en 2014 por la investigadora María Medina-Vicent de la universidad española Jaume I, en la que postula que si bien la base sobre la cual se sostiene la cultura organizacional es de índole androcéntrica, si las empresas reconocieran los beneficios que aportan los estilos usualmente asociados a lo femenino –y hasta ahora poco valorados en los ámbitos directivos– se evitaría que las mujeres se sientan obligadas a realizar un liderazgo poco propio, en el que intentan imitar lo que se espera de los líderes y terminan por disminuir su eficiencia. Se evitaría también incurrir en un modelo tradicional, altamente jerarquizado y burocrático que, como explica la investigadora, ha quedado obsoleto. “Ahí está el problema, que esperemos que las mujeres siempre sean amables, generosas y tiernas y que cuando no sean así, las castiguemos o echemos de los lugares que ya de por sí históricamente le han correspondido más a los hombres”, explica Arce.