“Lo perfecto es enemigo de lo bueno dice el proverbio”, y la verdad es que no puedo estar más de acuerdo. El concepto de perfección, en un mundo competitivo y exigente como el de hoy, tiende a ser algo que buscamos alcanzar en los miles de roles que desempeñamos día a día. Mamá, papá, amigo, hijo, alumno, profesional. La mayoría de las veces queremos que salga perfecto o nos engañamos a nosotros mismos exigiéndonos que nos salga al menos “solo bien”. ¿Cuánta espontaneidad y goce perdemos en intentar esto? ¿Cuántas veces nos exigimos y exigimos a los que nos rodean sin darnos cuenta?
En general, como padres nos consideramos poco exigentes con nuestros hijos. Solo queremos que sean “felices” o que sean “buenas personas”. Pero no me deja de impactar cómo en muchos de mis pacientes su relato es absolutamente contradictorio a lo que nosotros como padres decimos que queremos para ellos. Hay una clara disonancia entre lo que nuestros hijos perciben de lo que nosotros queremos para ellos y lo que realmente nosotros decimos que queremos para nuestros hijos. Mientras nosotros decimos que solo queremos que sean felices y buenas personas, ellos relatan que sus padres esperan de ellos que se saquen buenas notas, que sean deportistas, que sean amistosos, que tengan buen aspecto o un lindo físico, que coman saludable, que sean responsables, que sean empáticos, que sean ordenados. ¿Será en realidad que les estamos pidiendo lo perfecto sin siquiera darnos cuenta?
A ratos, la perfección enmascarada en un “solo quiero que lo hagas bien” o “solo quiero hacerlo bien” nos entrampa en cumplir o en que otros cumplan expectativas inalcanzables. Podemos decir que no somos perfectos y que sabemos que la perfección no existe, sin embargo, pareciera ser que siempre vamos tras ella. Sería bueno preguntarse qué es “bien”, qué definimos en nuestras cabezas como “bien” y si ese “bien” es alcanzable. Tener claro qué es lo que espero para mi hijo y conversarlo con él nos ayudará a acompañarlos en este camino del crecimiento. Si logramos alejarnos y que ellos se alejen de buscar lo perfecto o de ponernos y ponerse exigencias inalcanzables, daremos espacio para que se equivoquen y aprendan, para que salgan de su zona de comodidad y se atrevan. Y en ese atreverse que logren descubrir sus capacidades.
Los invito a hacer el ejercicio de sentarnos con nuestros hijos y preguntarles qué es lo que ellos creen que nosotros queremos para ellos. Desde esta conversación, podríamos tener una clara idea de si realmente existe esa disonancia entre lo que como papá o mamá realmente quiero para mi hijo y lo que él realmente percibe de lo que nosotros esperamos. Desde esta conversación podrá nacer la posibilidad de ser más claros en los mensajes que les entregamos.
¿Cómo los ayudamos a alcanzar sus sueños y no mis expectativas? Muchas veces es la persecución a esa perfección la que nos lleva al fracaso, la que nos inseguriza, nos desmotiva y muchas veces nos paraliza y nos deja en nuestra zona de confort sin oportunidad de avanzar. Si sabemos que la perfección no existe, necesitamos dejar de exigirla a nosotros mismos y a nuestros hijos. Porque, aunque creamos que no les exigimos eso, probablemente lo hacemos con nosotros mismos como papás y lo hacemos con las personas que nos rodean casi inconscientemente.
Intentemos hacer consciente nuestras expectativas para lograr equilibrarlas, acercarlas a lo real y permitirnos a nosotros y a nuestros hijos el espacio para recorrer el camino del aprendizaje, que evidentemente no será perfecto, pero que sin duda será una tremenda oportunidad de crecimiento. Si nuestras expectativas son muy altas, dejamos de ser o hacer por miedo al resultado en vez de disfrutar y aprender en el camino.
Finalmente, “la perfección es una pulida colección de errores”, como dijo Mario Benedetti. Vamos por más errores que solo son aprendizaje y son propio de lo humano, no así la perfección.
María José Lacámara (@joselacamarapsicologa) es psicóloga infanto juvenil, especialista en terapia breve y supervisora clínica.