Gracia Correa (31) empieza sus días acercándose el celular a la cara, muchas veces de manera torpe y con los ojos entreabiertos, para meterse a sus redes sociales. Que esa sea la acción que encabeza su rutina diaria, incluso cuando aun no ha despertado del todo, da cuenta de un impulso que poco y nada tiene que ver con informarse o estimularse con contenido que pueda marcar el tono de su día; se mete, confiesa, para ver en qué están sus colegas, qué lograron desde la última vez que intruseó sus perfiles y qué metas laborales han cumplido. Ella, según relata, no cuenta con un logro reciente y no ha podido –de acuerdo a los estándares que ella misma se impone y exige– destacar en lo suyo, situación que la ha mantenido en un estado permanente de disputa interior; “Antes de entregar algo me doy mil vueltas y creo que nunca me he sentido del todo satisfecha con mi trabajo. Me encantaría ser de esas personas que van, hacen y luego muestran o exhiben, pero me cuesta mucho. Dar un trabajo por terminado implica un sinfín de ires y venires y un atrape constante, que a su vez solo me detiene en ese loop”, reflexiona. “Termina siendo un círculo vicioso; quiero asegurarme de que mi trabajo sea lo más cercano a la perfección, pero eso mismo hace que me quede inmóvil y finalmente no pueda ni avanzar. A eso se le suma que me comparo con los demás y termino totalmente inhabilitada. Paso de querer hacer algo increíble a no hacer nada en lo absoluto”.

Es eso mismo que describe Gracia, según los análisis de especialistas, lo que caracteriza a la trampa del perfeccionismo. Ella no es la única, por lo demás; en sociedades en las que se nos enseña que nuestro valor como ser humano está determinado por nuestra capacidad productiva –y a eso se le suma, como si fuera poco, la habilidad de ser felices mientras producimos–, son muchas y muchos los que caen. Así lo postula el psicoanalista Josh Cohen en una columna publicada en agosto de este año en el medio The Economist, en la que abre con una pregunta enfática: “La sociedad nos bombardea con instrucciones para ser más felices, estar en mejor forma, y ser más ricos. ¿Por qué estamos tan insatisfechos con ser comunes y corrientes?”.

Y es que esa es la tendencia a nivel societal: Como explica el psicoanalista y académico de la Universidad Diego Portales, Felipe Matamala, en sociedades regidas por modelos económicos neoliberales y culturas exitistas, no nos alcanza con simplemente ser, ni tampoco con nuestras acciones mundanas. “Nuestra existencia pasa a estar supeditada a los logros y las metas por cumplir, lo que nos lleva a pensarnos a nosotros mismos desde un punto de vista no solo individualista sino que también perfeccionista. Es decir, que nuestra fantasía pasa muchas veces por la imposibilidad de frustrarnos o de tener caídas a lo largo de la vida. Y no alcanzar nuestras metas nos lleva a un dolor muy grande, ansiedad, angustia y frustración. Ahí también emerge la envidia, en este deseo de querer obtener lo que otros tienen y nosotros no”, explica.

Pero en la medida que el foco esté puesto ahí, en alcanzar estándares –muchas veces inalcanzables– del cual sentimos que no podemos decrecer, nunca vamos a estar del todo satisfechos. “Porque eso nos saca del presente, nos pone eternamente en el futuro y nos hace elegir en base a lo que viene. Lo que a la larga hace que estemos dialogando con una suerte de ‘súper yo’, una imposición de lo que debemos ser, que siempre quiere más. Ahí está la trampa; en ese aspecto voraz de nosotros mismos que siempre tiene que cumplir nuevos objetivos una vez que termina los anteriores y por ende nunca está del todo satisfecho”, desarrolla el especialista.

Y así, a la larga terminamos haciendo cosas por los demás –por un ideal cultural, familiar, societal– más que por nosotros mismos. Un círculo vicioso que nos inmoviliza. Una trampa.

La psicóloga de la Universidad de Chile y miembro del Instituto Chileno de Terapia Familiar, Patricia González, explica que bajo la creencia de que solo siendo mejores vamos a sobrevivir y sentirnos plenos, se da paso a una lógica de competencia. “Vivimos en una cultura en la que es más importante ganarle al otro, o ganarte a ti misma incluso, que ser quienes somos en ese determinado momento”, explica. “Y es que siempre nos enseñaron que solo siendo mejores, disfrutaríamos de la vida. Y a eso se le suma que no solo tenemos que ser exitosos, productivos, y superarnos a nosotros mismos, sino que ser supuestamente felices mientras lo hacemos. Estar en todo, conseguir todo, estar vigentes y mostrarnos plenos, especialmente en la era digital. El quién es más feliz ya termina siendo la trampa más grande en la que podemos estar”.

El problema, como explica la especialista, radica en que cuando logramos esa meta que se supone nos iba a hacer felices y nos damos cuenta que no fue así, creemos que la única solución es ir por más. Y ahí no terminamos nunca. “La cultura occidental nos lleva a un lugar equivocado, por eso las sociedades más centradas en el ser que en el hacer, pueden estar un poco más cercanas a la satisfacción. Porque incluso ahora que se ha visibilizado y hablado más sobre la inteligencia emocional y cómo desarrollar y cubrir necesidades afectivas, mucho de eso se transformó finalmente en metas. De nuevo entrando en una lógica de competencia, capitalización e híper producción”.