Soy la menor de seis hermanos y además la única mujer. Cuando nací había muchas expectativas sobre mi género, porque mi mamá después de 5 hijos hombres quería tener una niña. Cuando supo que estaba embarazada, ella y mi abuela le hicieron una manda a Santa Teresita de Los Andes. Por eso me pusieron Bernardita Teresita. Mi mamá quería que yo me llamara como ella, y Teresita quedó como segundo nombre.
Siento que al haberme llamado así hubo una suerte de proyección de ella en mí. Y es natural al haber sido las únicas dos mujeres en este grupo de seis hombres. Cuando era chica, teníamos una relación muy cercana, de compañeras, pero también a ratos dependiente. Pasábamos mucho tiempo juntas, salíamos a comprar, la acompañaba al supermercado. Me puso en su mismo colegio. Había cosas que ella quería que compartiéramos, que tuviéramos en común. Me acuerdo que cuando llegaron las invitaciones a dormir a las casas de las amigas, si me quedaba afuera la echaba mucho de menos. Teníamos un apego muy fuerte. Si bien de adolescente puede que no le contara mis secretos, había algo especial entre nosotras por el hecho de ser su única hija. Ella contaba conmigo para sentirse comprendida. Con mis hermanos también tenía una relación súper buena, a todos nos mimaba por igual. Pero yo tenía doble función: era la menor y la única mujer.
Cuando cumplió sesenta, mi mamá se vio enfrentada a lo que le pasa a muchas mujeres que se dedican por completo a la maternidad: todos nos habíamos ido de la casa y se sintió sola. Por cinco años estuvo yendo a terapia y enfrentando sus frustraciones y penas, hasta que un día decidió hacer un cambio y formó un emprendimiento de catering para celebraciones y cumpleaños. Esa mamá de 65 años es la que recuerdo como la mejor de toda mi vida. Estaba llena de energía. Después de deprimirse se hizo mucho más fuerte y se dio cuenta de que podía valérselas por sí sola, que podía ser independiente. Que era mucho más que solo mamá. Desafortunadamente, y por las ironías de la vida, durante esta etapa le descubrieron un cáncer con el cual luchó durante seis años, hasta que en 2016 nos dejó.
Como toda hija, cuando fui creciendo tuvimos algunos roces por nuestras diferencias. Me puse crítica por su manera de criar y por no ponernos límites. Ahora que no está, siento que he sanado muchas cosas que antes no tenía resueltas. Veo a mis amigas que son mamás o a mis hermanos que son papás y digo: 'pucha, qué difícil es'. Esto me permite entenderla de otra forma. El día que sea madre me voy a dar cuenta de muchas otras cosas, pero no voy a poder hacer ese proceso de reflexión con ella. No voy a poder decirle que ahora empatizo con temas que antes no era capaz de entender.
Mi mamá siempre me apoyó en todo, siempre creyó en mí. Y aunque tuviera ideas locas, como viajar a distintas ciudades para hacer residencias de arte, me incentivó a hacerlo. Tres meses antes de que se muriera, hice un viaje a Europa por una exposición en la que participaba. En ese tiempo mi mamá estaba súper frágil, pero no sabíamos que le quedaba tan poco. Cuando hablábamos por teléfono siempre me decía que sentía que vivía a través de mí: 'encuentro demasiado entretenido donde estás, porque siento que yo viajo contigo'. Yo le mandaba fotos todo el tiempo, la hacía parte de mi experiencia. Que yo pudiera desarrollarme la hacía muy feliz. Creo que veía a través de mí una suerte de libertad que ella durante muchos años no tuvo.
De personalidad heredé de ella ser muy positiva. Y eso me encanta. Nos diferenciamos en el carácter; siento que yo desarrollé uno más fuerte, ella era más fácil de llevar. Quizás adquirí esa personalidad porque vi su bondad como un defecto. De repente era tan buena que sentía que la gente se aprovechaba de eso. Por eso quise establecer límites para mí. De adolescente llegaron las peleas, y como toda adolescente tuve momentos de insolencia. Le recriminaba algunas de sus decisiones, que ahora me doy cuenta que fueron con mucho esfuerzo, como dedicarse a la maternidad y llevar una casa y una familia de ocho personas, la que siempre se sintió como un hogar. Creo que en parte yo he postergado mi maternidad porque vi sus frustraciones con respecto a no haber trabajado. Ahora de grande me doy cuenta que el trabajo de mamá era enorme, y eso tiene un valor gigante.
Mi relación con mi mamá tuvo muchas etapas; siendo niña, siendo adolescente y ya siendo adulta. Esta última estuvo marcada por su época más difícil. En ese momento pasé a ser una especie de par motivador para ella y la incentivaba para que encontrara algo que le diera sentido. Hasta que dio ese giro en su vida, que fue como si volviera a nacer. Esos últimos años fueron los más lindos.
Cuando se enfermó la acompañaba a hacer las quimios, y mi mayor zona de confort era estar con ella en la clínica mientras veía televisión y yo me sentaba al lado a escribir y dibujar. Nos quedábamos ahí, tranquilas, juntas. Conversábamos de cosas cotidianas y nos reíamos de anécdotas. Nunca hablamos de su muerte. Con mis hermanos lo hizo, pero conmigo no. Creo que trató de protegerme de eso.
Cuando me fui de la casa, mi mamá no entendía por qué no quería seguir viviendo con ellos. Pero estaba grande, era un paso que tenía que dar. Me cambié a dos cuadras de distancia y pasaba casi siempre a almorzar. La última etapa de su enfermedad me preocupé de verla todos los días. De alguna manera sentía que no teníamos tanto tiempo, que no quedaba mucho. Y lo quise aprovechar al máximo. Al final en esos almuerzos le pedía que me contara de su infancia y su vida. Quería entenderla y generar un lazo con su historia.
Lo que más echo de menos es la incondicionalidad de su amor. Porque sé que nadie me va a querer tan profundamente como lo hacía ella. Su preocupación porque estuviera y fuera feliz, sus tortas de cumpleaños, su calidez de mamá. Cuando nos vestíamos o nos comprábamos ropa nueva, siempre nos modelábamos. Ella me hacía sentir bien: 'Te queda estupenda esa tenida, preciosa', solía decirme. Me celebraba todo. Cuando me acuerdo, me da risa. Sé que lo hacía porque lo pensaba, pero sobre todo lo hacía porque me quería mucho.
El día que se murió mi mamá almorzamos juntas con mi papá y mi abuela. Yo salí en la tarde a trabajar y cuando volví la encontré desmayada en su pieza. Ahí fue cuando pensé: 'llegó el momento'. Estaba semi consciente, le di la mano y le dije: 'mamá, te quiero mucho, yo voy a estar bien'.
Me da pena no tener a mi mamá cuando sea mamá. Ese es sin duda un tema. Era una excelente abuela y me hubiera encantado que lo hubiera sido con mis hijos. En octubre se cumplen tres años de su muerte, y durante este tiempo he asumido el rol de tía, de entretener y mimar a mis sobrinos, porque siento que así puedo aportar lo que me enseñó. Mi mamá cocinaba increíble, y si bien heredé eso solo a medias, sí soy la única que sabe preparar su receta de merengues. Los hago para todos los cumpleaños. De cierta manera, siento que esos detalles son una forma de hacerla presente.
Bernardita Bennett (33) es artista visual y fotógrafa.