La vida después de un diagnóstico de ELA: “Lo más macabro es olvidar que seguimos vivos”
Magaly Palma (68) vivía saltando los canales de riego de las siembras de los agricultores de San Fernando. No eran saltos fáciles, mucho menos cortos, pero los hacía día a día para cruzar al otro lado a monitorear que el agua, o la vida misma, fluyera entre estas cosechas que la necesitaban en épocas de sequía. Esa es la analogía de su historia. Independiente, gimnasta, viajera y madre de un hijo, Magaly sentía que sola lo podía todo, y que su misión era ocuparse de regar este mundo hasta su último día. “Pisando terrones, no importaba como fuera, yo quería ayudar a las personas a hacerse cargo del riego de sus siembras para que fuesen independientes. Conocí la libertad y el rigor en esos suelos. Pero llegó un momento, en que esa misma tierra fértil que había recorrido tantas veces, comenzó a botarme al piso”, cuenta sobre cómo, muy de a poco, empezó a cambiar su vida de forma radical.
“Empecé con un esguince en el pie derecho. Culpaba a las rocas grandes del campo, o a las veredas mal hechas de las zonas rurales. Pero empezó a pasar muy seguido, al punto de que me recuperaba, y poco después volvía a pegarme un porrazo grande”, cuenta, recordando que sentía que sus pies se apagaban, como si alguien más controlara su cuerpo. “Pasé un año así, hasta unas vacaciones en la playa en 2018. Cuando llegamos, al caminar en la arena, mi pie se quedaba atrás, se me salían las chalas y me caía de nuevo. ¿Cómo iba a adivinar que no eran solo torpezas de mi cuerpo, o mala suerte al pisar?”, explica. Terminado su viaje, volvió con normalidad a sus clases de aeróbica y pilates, hasta que un día, volviendo a su casa, se volvió a caer sin razón aparente.
Visitó traumatólogos y otorrinos, y ninguno encontró problemas a nivel fisiológico, por lo que probó con un neurólogo. La respuesta llegó con los resultados de un electromiograma, que revisa la actividad eléctrica entre nervios y músculos: “En mis manos tenía un papel que decía que tenía Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), y un doctor me decía que no se podía hacer nada para evitar mi muerte”. Se trata de una enfermedad que afecta a las moto neuronas del cuerpo, y que pese a que no hay un registro oficial de casos, se estima que a nivel mundial, la padecen entre 5 y 8 personas por cada 100 mil.
José Manuel Matamala, neurólogo con especialización en enfermedades neuromusculares y doctorado en ELA, del departamento de Ciencias Neurológicas Oriente de la Universidad de Chile, explica que se trata de una “enfermedad degenerativa, donde un grupo particular de neuronas en el sistema nervioso central se van muriendo y por lo tanto perdiendo su función. El perfil de avance es progresivo y eminentemente fatal, aunque la velocidad de progresión es altamente variable, y en promedio la sobrevida de la enfermedad es de 3 a 5 años”.
Magaly, que ya sabía lo que significaba su diagnóstico, no podía creer lo que leía y escuchaba. Le pidió a su médico tratante una esperanza, algo que la pudiera ayudar, pero le contó que lo único que podía ofrecerle era un remedio que cuesta setecientos mil pesos al mes para cuidados paliativos: “Me dijo que no me lo iba a recetar, asumiendo que no iba a poder costearlo”. Sentía que la abandonaban a la muerte a un día de haber sido diagnosticada.
Lloró como no había llorado nunca, pero eventualmente se detuvo, y decidió seguir adelante: “Busqué una segunda opinión en Santiago, donde me recibieron con el mismo diagnóstico pero con más opciones, como tratamientos kinesiológicos. También me aconsejaron ir de inmediato a la Isapre para pedir un seguro catastrófico”.
Según cuenta, los cambios fueron paulatinos. Primero vio afectadas sus piernas, y especialmente la fuerza de su pie derecho. Ese mismo año empezó a ahogarse, y llegando el verano se dio cuenta que estaba hablando distinto, que le costaba articular palabras y que se cansaba rápidamente. “En 2019 vi cómo las actividades rutinarias, como tomar agua y comer, se volvían difíciles porque las cosas se me caían”, recuerda.
En eso estaba cuando con el 2020 llegó la pandemia, y todo empezó a acelerarse. Tuvo que cancelar tratamientos y la incertidumbre, que ya era alta, se volvió insostenible: “Ese fue el año que me quitó la independencia. Perdí la capacidad de manejar, mi movilidad, mi fuerza, y con eso mi trabajo y los cafés con amigos. Todo eso se fue con el auto”. Un año después, ve cómo está llegando al punto en que no se puede hacer nada. Para todo necesita ayuda, y apenas puede comer sola. Sabe que pronto tendrá que apoyarse con una sonda gástrica para alimentarse, porque se ahoga al tragar. “Tengo que hacer un esfuerzo tremendo para que se entienda lo que hablo, y ya no puedo ni peinarme sola”.
Magaly se ve imposibilitada por su cuerpo que le impide moverse, mientras que en su interior sigue queriéndolo todo, necesitándolo todo. “Solo me queda pensar en que, a lo menos, algo más se podría haber hecho para que esta enfermedad no avanzara tan rápido. Por eso quiero que se haga un centro de la corporación que me ayudó, pero en mi región. Es demasiado importante que las personas nos vean como seres humanos y no con lástima. Porque todos siguen avanzando a nuestro alrededor, los amigos se van y cada vez es menos la gente que te ve. Pero visitar a un paciente con ELA es una solución que podemos ofrecer a algo no solucionable. Lo más macabro es olvidar que seguimos vivos, así que por favor, recuérdenlo”.
Una vez que la enfermedad entra en su fase 3 –la más grave–, se comienza a correr el riesgo de que el músculo del diafragma no funcione, y la persona no pueda respirar. Por eso los estudios se han concentrado en que la detección precoz de la enfermedad es la única manera de alargar la expectativa de vida. Carolina Bisquertt, directora ejecutiva de la Corporación ELA, ha dedicado los últimos seis años de su vida a dar apoyo emocional y de subvención estatal a 1.200 pacientes, para que cuenten con el equipamiento tecnológico necesario. Ella explica que “Hace seis años, el registro de pacientes por día a la corporación era de 0,6, y hace cuatro meses, ese número aumentó a uno al día, un 30% más solo en 2021”.
Carolina cuenta que se ha avanzado, en cuanto “los pacientes están siendo completamente diagnosticados en un periodo de tres a seis meses, mientras que antes podían pasar dos a tres año sin claridad. Y cada minutos cuentan en esta enfermedad”. Pero sin duda hay una falta de visibilización en el tema, ya que la Ley Ricarte Soto aún no cubre ningún tipo de tratamiento médico, medicamentos ni cuidados al hogar, pero sí alrededor de seis millones en equipamiento tecnológico, según explica Carolina. “Que no hablemos frecuentemente de este tema responde a que es una enfermedad que no tiene cura, ni masa crítica para que los laboratorios inviertan grandes cantidades y además, es realmente aterradora”, dice.
El impacto es efectivamente catastrófico en la vida de una persona, y todo depende, según Carolina, “de la edad y en la situación económica que te encuentre”. Pero existe una arista de los cuidados necesarios indispensable para este tipo de pacientes, y que se basa en no olvidar que aunque no puedan moverse, por dentro siguen pensando y sintiendo como siempre: “Por eso la compañía es crucial y puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte. Si un enfermo de ELA está solo, muere, no solamente por lo físico ni porque ya llega un punto en que no puedes ni bañarte solo, sino que también por lo emocional. Por eso yo me siento una afortunada de poder entregar este amor y contención, porque sé que es la manera de mejorar. La única manera”.
El doctor José Manuel Matamala concuerda con que es fundamental la compañía, y que a diferencia de lo que se cree, la ELA no lleva a sus pacientes a entregarse a la muerte: “Se ha demostrado que el diagnóstico no conlleva a una depresión total del paciente. Éste pasa por un periodo significativo de duelo, por supuesto, pero la impresión es que la mayoría logra enfrentarse al shock para luego poder entender la complejidad del asunto e ir sobrellevando los problemas que van a ir apareciendo en distintas etapas. Mi percepción es que la enfermedad, desde afuera, se ve como algo sumamente terrible y catastrófico y lo es, sin embargo, los pacientes tienen una gran capacidad de adaptación y unas ganas tremendas de dar la pelea”
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