Le robó el apodo a su abuelo, porque su nombre era muy largo: Mauricio Castillo Moya. Chinoy nació en una población de San Antonio, en una familia que muy pronto se quebró. Después de que sus padres se separaron creció apegado a su madre, que hacía el aseo en una casa de curas. Allí, Chinoy se sentaba a la mesa a hablar de Dios. El cura Ángel –que le hacía gestos divertidos mientras decía misa– fue como su padre. El progenitor biológico era contador y a veces lo llevaba a su oficina. Debajo de las faldas de las colegas de trabajo jugaba Chinoy. Uno de esos días, su papá le regaló un reloj. Chinoy llegó a su casa y lo escondió bajo la tierra.
–Enterré el tiempo, porque quería ser niño toda la vida– dice ahora que ya no vive en la casa de su mamá.
Se sintió así, niño, durante muchos años. Incluso cuando estudiaba Música en la universidad y se suponía que ya era grande. El estudio formal le duró poco. Se dedicó a tomar y a probar drogas, hasta que entró en un estado de locura mayor. –Andaba solo, nadie quería hablar conmigo, no me podía comunicar, porque nadie me entendía.
Se iba a dormir al cerro y a caminar durante horas, pensando que la luz de Dios se metía como rayos en su cabeza.
–Mis pensamientos estaban muy enredados, pero nunca en mi vida he tenido menos necesidades materiales que en ese tiempo. Caminar ocho kilómetros para ver el mar durante cinco minutos y luego andar ocho kilómetros de regreso a la población, era para mí el camino al cielo. Estaba re loco, pero en el cielo.
A su mamá le preocupaba la excentricidad del hijo. Lo llevó al psicólogo, al psiquiatra y a los medidores de aura que lo veían lleno de luz y rodeado de dos sombras negras que querían meterse en su cuerpo. Para blanquearlo, su mamá le daba vasos de leche cuando Chinoy caía rendido tras pintar de colores, frenéticamente, toda su pieza. Tirado en el suelo, leía cuanto libro de colecciones se le cruzaba por delante.
Hoy, en su biblioteca formada desde ese tiempo, se asoman El jorobado de Nuestra Señora, de Víctor Hugo; Los vagabundos, de Máximo Gorki; La vida simplemente, de Óscar Castro, y El roto, de Joaquín Edwards Bello, entre otros títulos de colecciones baratas tipo Ercilla, de lomo café.
Cuando dejó la universidad se autoimpuso un estricto régimen de lectura que lo hizo hablar más complicado que antes.
–Me creía filósofo. Era un Federico Nietzsche que se sentaba a la mesa a tomar té con marraqueta junto a mis abuelos. Estaba haciendo un experimento. Les hablaba durante toda la tarde y quedaban locos. Igual me escuchaban, pero no me entendían ni jota.
Al retroceder en su historia Chinoy se pone triste.
–Menos mal que toda esa revolución quedó atrás. Ahora soy otro, tengo una cabeza nueva, un cuerpo nuevo y una polola nueva.
Es sueca: una fotógrafa que vino de una ciudad llamada Karlshamn a retratar las escuelas pobres de Valparaíso, becada por el gobierno de su país.
A la rubia rizada la conoció una noche, cuando él tocaba en el Bar Pajarito de Valparaíso y recién se rumoreaba que esa voz de insecto extraterrestre obraba milagros en quienes la escuchaban.
–Me daba una vergüenza enorme que me la presentaran. La vi y me enamoré. Imagínate, ella toda rubia, el sueño de un flaite como yo. La llevé a la población para que conociera de dónde venía. Quería que me la silbaran. Que vieran que era mía.
Ella se enamoró al oírlo cantar porque, antes, cuando le mostraron una foto de Chinoy, arriscó la nariz.
Cuando el trovador agarra su guitarra dice que quiere hipnotizar, pero es él quien cae en trance.
–Como un bebé cuando llora porque tiene hambre. No llora por hambre, sino para expresar que siente su cuerpo con toda el alma. Así me siento cuando toco. Si me duele la garganta, cuando agarro la guitarra se me quita.
En estos días Chinoy va a empezar a grabar su primer disco que estará listo a fines de este año, con el productor musical Cristián Heyne. Por ahora todo es en vivo o en myspace (www.myspace.com/chinoysite).
Chinoy tiene más de cien canciones escritas en cuadernos de colegio medio desarmados. Las letras hablan de carne de gallina, del barro como lava, del puerto con brillo, de que no hay atrás ni delante, entre otras miles de imágenes.
Sus hits suenan en las radios y en La Trova de Valparaíso: De barro, No empañemos el agua y Para el final, el tema que cierra la última película de Andrés Wood y que el cineasta le encargó personalmente, porque le encanta esa voz de cuchillo. Afilada. Que punza.
Un flaite en El Liguria
En la mitad de una semana de julio, Chinoy es invitado a tocar en el Liguria.
–Yo nunca había ido a ese restorán. Y ahí estaba el flaite –yo–, aplaudido por los actores que mi mamá ve en la tele. Alfredo Castro me tomó la mano durante un minuto y me agarró el brazo. Antonia Zegers me dijo: "Oye, ¡ésa es mi cartera!", cuando me la llevaba pensando que era la de mi amiga.
–¿Quién más te fue a ver?
–El elenco entero de La buena vida, de Wood, y toda esa gente que gana plata y se gasta ocho mil pesos en un plato de comida fina. Mientras tocaba, yo pensaba: con esa misma plata invito a comer a mi polola a una fuente de soda de Valparaíso donde hacen el mejor puré del mundo. Además nos dan jugo, entrada de tomates servidos como si fueran una flor y postre de plátano con miel. Más encima, nos alcanza para dar una buena propina. En Valparaíso Eterno, otra picada, por dos mil pesos comemos pescado, sopa y ensalada, bastante mejor que en el Liguria.
–¿Por qué eres flaite?
–Tiene que ver con mi modo de ser. Yo de flaite me siento más seguro. Crecí en un lugar donde todos hablaban golpeado y usaban no más de 500 palabras y yo me adecué a eso. Tenía que ser viril y violento. Rudo. Hablé un montón de años así, como flaite. Aunque tenía educación, mi conocimiento estaba en silencio. Había que sobrevivir siendo flaite.
–¿Cómo es un flaite?
–Puntúo, con personalidad. Es una manera de sentir. Para que un pescador te mire hay que ser viril. Y mírame a mí: soy un chino flaco que se crió con puras mujeres y que obviamente se siente mejor con ellas. Pero cuando tengo que ponerme flaite, pongo todo mi corazón en eso. No tengo la disposición de un hombre, de un padre, porque nunca viví con él. No era viril. Ser flaite me hizo viril.
–Entonces, ¿hay un malo dentro de ti?
–Los flaites no son malos. Se estigmatiza a los flaites. Hay malos con un montón de plata. Los banqueros roban y roban. El flaite sólo hace un balance colectivo. Los que roban desde arriba se llevan los tesoros de la casta inferior y los de abajo, tienen que recuperar lo que se fuga desde arriba. No me vengan con leseras, los flaites de mi población son pobres, pero no criminales. Los flaites no son una amenaza.
Es el punk que está dentro del folk Chinoy. Antes de ser solista integró Don Nadie, una banda musical punk que protestaba ferozmente por la desigualdad de clases en el país. Los cassettes grabados artesanalmente con estas pancartas tarreras rotaban de mano en mano convirtiéndose en un mito porteño, gestado en las escaleras de los cerros.
–Me gusta tocar en las escaleras. Subo con mi guitarra con un pan comprado en la panadería y una leche con chocolate. En la noche, con tres amigos tomamos vino y cantamos.
Las escaleras que dan al departamento de un ambiente que Chinoy comparte con su polola son amarillas. A un costado, se asoma un wc empotrado en un atril de fierro, como una escultura, con un letrero que reza: "Patrimonio de la Humanidad". Al entrar al departamento, un gato con cascabel sale disparado. Sobre la alfombra imitación persa, hay cientos de cuadernos y dibujos al óleo hechos por Chinoy. Las siete guitarras prestadas con las que el cantautor se ha presentado en más de noventa escenarios del país están por todos lados.
Entro al baño: no queda pasta de dientes y hay una Biblia sobre el estanque, abierta en la parábola del hijo pródigo.
–¿Por qué tienes la Biblia en el baño?
–Por si se me acaba el papel. Pero también la leo, para no perder de vista mi origen. Yo pasé por distintas iglesias. Mis papás fueron adventistas y después, cuando se separaron, mi mamá iba a los Testigos de Jehová, y yo la acompañaba. Después se volvió católica y caímos en una iglesia de jóvenes comunistas. Los curas mezclaban asuntos de política y religión. Fueron un ejemplo exquisito, porque me mostraron a un Dios alegre y generoso, cagado de la risa, no crucificado.
Ahora Chinoy entra al baño. Desde allí lee en voz alta el pasaje de un eunuco que no puede procrear. Lo escoge para reírse de él mismo, a propósito de una infección urinaria que, según él, lo enfermó por comer poco.
En el Liguria conoció a una doctora amiga de Andrés Wood, a quien le contó su dolencia. La doctora lo llamó esta tarde, le habló durante media hora de sus síntomas y le dio algunas indicaciones médicas. Tras ese llamado, Chinoy se declaró sano de nuevo.
–Debe ser que necesito amor– proclama, lejos de la sueca que lo llama varias veces al día y que lo cita a chatear a media tarde y a las cuatro de la mañana de Chile, hora de levantarse en Suecia, donde ella está por unos días, con su familia.
Místico
Paradojalmente, en su etapa de mayor crisis existencial, Chinoy se sentía pleno de amor.
–Me venían las canciones todos los días. Caminaba descalzo y a veces me bañaba en las charcos. Las canciones me venían por palabras. Ahora pienso y escribo. Tengo que escribir. Me cuesta describir el proceso.
–Pero tienes las palabras para hacerlo.
–Hay un infinito número de palabras en mi cabeza, porque durante un tiempo leía lo que pillaba.
–¿Romeo y Julieta? ¿El Mío Cid Campeador?
–Nunca leí eso. Leía a Sófocles, porque me enseñaba sobre el destino.
–¿Tenías amigos?
–Había un pájaro que me seguía, él era mi amigo.
–¿Cómo era el pájaro?
–Como un águila con ojos de ser humano. Después lo encontré muerto, atravesado por un postón. Lo enterré en el patio de mi casa.
–¿Por qué no tenías amigos?
–Porque en mi población decían que yo estaba loco. Las viejas que iban del almacén a la iglesia y de la iglesia al almacén le decían a mi mamá: "¿Y cómo sigue?". En la población, si uno va al psicólogo o al psiquiatra está loco. En la ciudad no es así, todos van al psicólogo, ¿o no? Yo no podía hablar, me costaba comunicarme. Además, los jóvenes de mi población estaban en las esquinas y yo andaba en los cerros de pinos leyendo. En los libros sentía amor y sentía que yo era todos los poetas al mismo tiempo. Leía y sabía que eso mismo que leía se podía escribir. Ahí estaban las palabras, yo sólo tenía que juntarlas.
–¿Fuiste amigo de los escritores, entonces?
–Algo así. Pero tuve un amigo real que se creía San Pablo. Yo también tenía una especie de delirio místico, pero fue un experimento para abrirme y concentrar mi energía. Así logré crear todo lo que canto ahora.
–Después de todo eso, ¿tienes amigos?
–Ahora que tengo una seudo fama, hasta el escritor Marcelo Mellado me invita a comer papas fritas.
–¿Por qué te invita?
–Porque le gusta retarme intelectualmente. Igual le cabeceo las ideas, porque estoy mucho más renovado que él.
–¿Mauricio Redolés también te invita?
–Cada vez menos.
–¿Qué aprendiste de tu etapa oscuro-luminosa?
–Perdí dos años de mi vida. Casi me morí. Terminé enfermo de los nervios. Así que yo mismo me eché de la casa, porque perdí la confianza de toda mi familia. La gente me decía: "¿Qué va a ser de ti?".
–¿Quién te decía eso?
–Un señor de la biblioteca a la que iba. No me gustó mucho que me dijera eso. Ni él sabía qué iba a ser de él, ¿cómo quería que yo supiera qué iba a ser de mí?
–¿Y qué es de ti?
–Hoy salí en el diario y no me importa. Me están entrevistando para la revista Paula y no me importa. Me entrevistó Sergio Lagos y no me importa. Mañana iré a hablar con Ignacio Franzani y no me importa. Yo sabía que esto me iba a pasar. Muchos años me preparé para esto. Cuando era niño y corría escapando de unas luces de colores que me perseguían, yo sabía que era un artista y que no estaba loco.
–¿Qué ambición material te gustaría conseguir con tu trabajo?
–Zapatos, muchos zapatos. Puntudos, como de trovador medieval. Nunca encuentro zapatos como los que tengo en mi cabeza.