Paula 1166. Sábado 31 de enero de 2015.
En el lobby de un hotel en Providencia aguarda un hombre junto a una taza de café espresso, una de sus únicas adicciones, tras ocho años invicto sin encender un Marlboro. Rara vez bebe alcohol o escucha música porque considera que son "enervantes distracciones". Tiene 58 años y se llama Jon, como su padre. De él heredó la pasión por los viajes y la aventura. Y de su madre, cuentista infantil, la afición por escribir historias. Una fusión que explica el éxito con el que ejerce un oficio para el que nunca estudió: Jon Lee Anderson es uno de los reporteros de guerra más célebres de hoy. Un título que asume con más pudor que orgullo y que en 2013 le valió el Premio María Moors Cabot, que entrega la Universidad de Columbia y que es uno de los máximos reconocimientos en el mundo del periodismo.
Actual reportero de The New Yorker –tribuna donde escribe hace 17 años– es miembro del directorio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que creó Gabriel García Márquez.Además, ha publicado seis libros. Entre ellos, Che Guevara. Una vida revolucionaria (1997), cuya investigación de 5 años le entregó también un golpe periodístico: reveló el paradero del cuerpo del Che, un misterio que por años se mantuvo celosamente guardado y que significó la repatriación a Cuba de sus restos. Otros títulos recopilan crónicas y perfiles escritos para The New Yorker, como La caída de Bagdad (2004), que narra la llegada de las tropas norteamericanas a Iraq y la captura de Saddam Hussein; y El dictador, los demonios y otras crónicas (2009), donde se luce develando detalles de sus entrevistados, como la confesa admiración de Augusto Pinochet por Fidel Castro y Mao Tse Tung.
Cuando no está en el campo de batalla, ya sea en El Salvador tras la guerrilla, en Siria rastreando los movimientos insurgentes, en Afganistán luego del atentado a las torres gemelas o en Ucrania tras la intervención de Rusia, Anderson deambula por el mundo –como tallerista, conferencista o viajero anónimo–, abultando una bitácora de viajes que le permite atesorar cientos de historias . Desde las innumerables veces que ha estado a punto de morir por una bala, pasando por su amistad con peligrosos informantes, como es el caso de Ala Bashir –consejero, médico y pintor favorito de Hussein–, quien cada año le envía una tarjeta de Navidad; hasta la placidez que experimenta cuando por fin observa en el horizonte el mar de Bridport, un pequeño pueblo de pescadores en Dorset, Inglaterra, donde está su casa y su familia. Porque curiosamente, y a pesar de que sus viajes como reportero le toman entre cuatro a doce meses, Jon Lee está casado y tiene tres hijos, con quienes se comunica a menudo vía teléfono satelital.
"Mi gran escuela fue la experiencia, no el aula. No tenía ningún interés en el periodismo, pero sí inquietudes sociales y un afán por escribir. Quería vivir la historia de mi tiempo y esa historia era la política, la guerra. Consideré que vivir la guerra era completar mi formación como hombre".
A Chile ha venido siete veces (tres de ellas para entrevistarse con Pinochet) y esta última, como invitado por la Alianza Comunicación y Pobreza –que integran la Escuela de Periodismo de la UDP, el Hogar de Cristo, la Fundación Superación de la Pobreza, América Solidaria y Fundación Avina–, para ser jurado del Premio Pobre el que No Cambia de Mirada, que galardona lo mejor del periodismo social y que este año recayó en el periodista de The Clinic, Claudio Pizarro.
Viene llegando de Libia y ahí está: sentado en el lobby de un hotel en Providencia, con los ojos rojos por el poco dormir y el estrés que le provoca estar cerca del deadline de la entrega de un artículo para The New Yorker. "Aunque he escrito crónicas cientos de veces, cada vez se siente como si fuese la primera", dice con urgido tono y perfecto español.
¿Un maestro del periodismo como tú se angustia con las entregas de sus textos?
Es que escribir es tan difícil como componer una sinfonía clásica. Cada instrumento tiene su propósito, así como cada personaje debe tenerlo en un relato. El lenguaje escrito tiene una música interior. Por intuición, sé cuando hay cosas que no sintonizan y ahí está el desafío: poner tu creatividad para que todo suene de forma armónica. Es algo que está más allá del periodismo.
NIÑO SIN LÍMITES
Aunque nació en California, pasó su infancia junto a su familia en países tan diversos como Corea del Sur, Taiwán, Indonesia, Colombia e Inglaterra, pues su padre se desempeñaba como consultor agrícola del gobierno de Estados Unidos. Lejos de crecer como un desadaptado, el constante nomadismo lo enamoró para siempre de los viajes, la aventura y las culturas diferentes. Tanto, que a los 13 años, cuando vivía con su familia en Washington, Jon se arrancó a la montaña seguro de que allí podría sobrevivir cazando chanchos salvajes. Sin poder adaptarse a Estados Unidos, suplicó a sus padres que le permitieran irse a otro país. El destino fue Liberia, donde vivió con un tío por un año. Tenía 14 cuando le organizaron un viaje al este de África para que pudiese visitar los países que había memorizado mirando un atlas: Uganda, Kenia, Tanzania y Etiopía. En lugar de quedarse en las casas de otros diplomáticos, Anderson se escapó. Sobrevivió dos meses con cien dólares y un saco de dormir, mintiendo sobre su edad y haciéndose amigo de viajeros, cazadores y científicos que encontraba en el camino. A los 17 quería enrolarse en el ejército de Rodesia para pelear contra el apartheid, pero su hermano menor, el escritor Scott Anderson lo disuadió y entonces se fue a Honduras a trabajar como machetero, cortando la vegetación de los campos.
¿Y qué decían tus padres de esto?
Era muy unido a ellos y alentaban en mí la aventura. Solo ahora que soy padre puedo imaginar lo difícil que tuvo que haber sido para ellos lidiar con mis escapes. ¡No tenía límites! De niño jamás me sentí demasiado chico para hacer algo y nunca tuve miedo. Para mí todo era posible, es parte de mi ADN. Lo que quería era vivir la vida.
¿Y no eras muy chico para querer vivir la vida?
Seguro, pero a los 11 años empecé a leer mucho, sobre todo libros de exploradores, como David Livingstone y Henry Morton Stanley, que despertaron en mí las ganas por la aventura. Y aprendí que uno no podía solamente vivir la vida; había que hacer algo, aunque entonces no sabía qué. También leí sobre Pizarro en América y me indignó lo siniestra que fue la Conquista. A esa edad ya tenía cierta conciencia sobre los fenómenos políticos del mundo.
¿Esto podría explicar tu espíritu temerario?
Siempre he tenido la misma conciencia. Mi primer recuerdo fue cuando tenía un año y medio: estaba en una caja de arena jugando y cómo me gustaba sentirla. Miré alrededor y vi unos árboles y una planicie. Lo importante de ese recuerdo es que mi conciencia ya estaba formada; yo era una página en blanco y la forma de mirar el mundo es la misma que tengo ahora. Soy yo, ¡lo sé!
La valentía que tenías de niño, ¿la tienes hoy?
Sí, pero con las precauciones debidas.
¿Y si uno de tus hijos se arrancara de la casa, como tú ?
¡Pánico! Ya no lo hicieron porque están grandes, pero durante su juventud tratamos de proporcionales aventuras en familia. Y muchas veces traté de no contarles sobre mis andanzas de infancia, aunque terminaron por saberlas.
¿Qué tan importante es tu libertad?
Es lo más importante. Me estanco en las rutinas, en especial en la doméstica; me gusta tenerla, pero debo ir y venir. No sirvo para estar domado, así como inerte, fofo, tirado.
Llama la atención que con esta vida nómada eres casado. ¿Cómo te soporta tu mujer?
Es una mujer que aprecia la soledad. Ella tiene su vida propia y me entiende. Me ha conocido mucho tiempo y sabe que necesito ir y venir. Ella a veces quisiera saber con claridad cuándo me marcho, hasta cuándo voy a estar. Y casi siempre mi respuesta es no sé. No es que no haya tensión, hay una leve tensión, pero la sabemos sobrellevar.
ZONA DE GUERRA
Tras Honduras, Anderson regresó a Estados Unidos donde, obligado por sus padres, entró a la universidad. Pero no alcanzó a estar dos años cuando partió de nuevo a recorrer el mundo y empezó a reportear en zonas de riesgo azotadas por la guerra.
¿Cómo llegaste al periodismo de guerra siendo que no estudiaste?
Es verdad que soy menos educado que otros colegas, pero mi gran escuela fue la experiencia, no el aula. Yo quería escribir historias y no tenía ningún interés en el periodismo como tal, pero sí tenía muchas inquietudes sociales y un afán por escribir de la mejor forma posible. Quería vivir la historia de mi tiempo y esa historia era la política, la guerra. Ya tenía 24 años y había vivido muchas cosas, menos la guerra. Consideré que era el último requisito para completar mi formación como hombre y me fui a Centroamérica, donde la guerra civil llegaba a niveles sangrientos, lo que despertó mi interés por la organización de la violencia política, que decantó en dos libros sobre guerrillas que escribí con mi hermano Scott y otro que publiqué solo. Estos libros fueron la antesala para luego escribir la biografía del Che.
"He visto cosas asquerosas y horribles, como lo que las balas y bombas le hacen al cuerpo. Es estéticamente feo, pero no es un trauma. Lo que duele es presenciar la muerte de un niño. Eso es desgarrador y me enoja, es criminal".
Para escribir ese libro te fuiste por tres años con toda tu familia a vivir a La Habana. ¿Cómo convenciste a tu mujer?
No es tan difícil convencer a alguien para ir a Cuba. Sin embargo, la situación era dura: era la época de los balseros, no había agua ni luz y la economía tocó fondo. Pero mis hijos estaban chicos, el menor tenía solo tres meses y, bueno, era irnos juntos o yo me iba solo a Cuba igual.
¿Cuántas veces has estado al borde la muerte?
Muchas veces. Es un cliché decir que te ayuda a apreciar aún más la vida, pero es cierto. La euforia que viene luego de sobrevivir es algo que puedes convertir en una historia o en una anécdota hasta graciosa, pero para mí no es motivo de vanagloriarme.
¿Atribuyes a la muerte algún valor supraterrenal?
No. Cuando ves un cadáver, incluso de una persona cercana, te das cuenta que la vida se ha ido. Es una cáscara y lo puedes mirar casi anatómicamente. He visto cosas asquerosas y horribles, como lo que las balas y bombas le hacen al cuerpo. Es estéticamente feo, pero no es un trauma. Lo que duele es presenciar la muerte de un niño. Eso es desgarrador y me enoja, es criminal. Por eso la guerra es aborrecible.
"Las religiones son la mayor causa de muerte en este mundo. Creo que la religión es un invento de los hombres para justificar la violencia. Mi conclusión, al final, es que el hombre sacraliza la violencia inventando dioses y paraísos terrenales para sacralizar la sangre derramada".
¿Crees que hay guerras justas?
Hay guerras necesarias. No sé si son justas. Se podría decir que hay "guerras buenas", como decimos de la Segunda Guerra Mundial: pelear contra los nazis y contra el fascismo era bueno y necesario. Pelear como Estados Unidos lo hizo en Vietnam no era necesario ni bueno. Con Iraq tengo sentimientos encontrados. Creo que Saddam era un tirano malvadísimo, que tendría que haber sido derrocado mucho antes. Esta guerra estuvo fuera de época, estaba tan mal diseñada que las secuelas han sido nefastas, causando un desastre cataclísmico que no ha terminado aún.
SIN DIOSES
¿A qué cosas les pones ojo cuando vienes a Chile?
La primera vez que vine fue en 1998 y tenía el ojo puesto en los remanentes del poder de Pinochet, a quien entrevisté, y claro, descubrí un Chile en que Pinochet todavía jalaba muchas sogas; se sentía una democracia atenuada, febril, condicionada. Ahora, el escenario ha cambiado. El pinochetismo ha sido denostado y sus peores actores enjuiciados y encarcelados. Hoy, pongo el ojo en los esfuerzos de equiparar las condiciones de vida en Chile por parte del gobierno y la sensibilidad de la sociedad misma con respecto a esto. Choca muchísimo ver cuánta pobreza hay todavía aquí.
Hiciste un perfil a Pinochet. ¿Cómo llegaste a entrevistarlo?
Como lo hago la mayoría de las veces: reviso quiénes son sus más cercanos. En esa oportunidad me contacté con Lucía, su hija, quien me dijo que su papá odiaba a los periodistas y me citó a una reunión con ella. Recuerdo que el día que nos juntamos, antes de cruzar el umbral de la puerta, ella me preguntó: "¿eres marxista?", así, a calzón quitado.
¿Qué le dijiste?
Que no. No soy de ningún partido, lo que no significa que no tenga opiniones claras.
¿Cómo haces para contar una historia sin que tus opiniones tomen partido en tu relato?
Me considero un interpretador de la realidad porque es mi aproximación a ella. Intento adquirir intuición a través de la experiencia y el reporteo honesto, con opiniones de todos los sectores y sin asumir una devoción ideológica. Al final, por supuesto que debo tomar mi propio juicio y lo hago, pero intento convencer al lector de que he sido lo más justo posible, esté o no de acuerdo conmigo.
"Cuando hice el perfil de Pinochet me contacté con su hija Lucía, quien me dijo que su papá odiaba a los periodistas y me citó a una reunión con ella. El día que nos juntamos, antes de cruzar el umbral, me preguntó: '¿Eres marxista?', así a calzón quitado".
¿A qué personajes te gustaría perfilar hoy?
El Papa me parece interesante. Cuando asumió no me convencía su figura porque me parece cuestionable que públicamete no haya discrepado de la dictadura argentina. ¿Cómo un ciervo de Dios no fue capaz de impedir atrocidades, sino mantener silencio, y ahora es el Papa? Pero un amigo me dijo: "Jon, ¿la gente no puede cambiar o mejorar?". Eso me hizo pensar. A veces mis opiniones son muy radicales y no perdono fácilmente. También me gustaría escribir sobre José Mujica, pues me llama la atención su modestia y austeridad. Por lo pronto, estoy terminando un libro sobre la Revolución Cubana, donde Fidel Castro figura más.
Después del atentado a Charlie Hebdo se armó una campaña global con la frase "yo soy Charlie Hebdo" en redes sociales. ¿Sirven de algo este tipo de viralizaciones ?
Hay mucha gente que se aprovecha de estas coyunturas para figurar, aparentar más apasionados y terminan con la leyenda "Yo soy Charlie Hebdo", que de pronto se convierte en una etiqueta. Es parte de un facilismo que vemos en la sociedad a raíz de Twitter y los hashtags. ¿Te acuerdas del "Bring our girls back"?, ¡por favor! Estoy seguro que Michelle Obama se paró en el Oval Office con la mejor intención pero fue tácticamente un error porque, primero, es una demostración de que no se entiende el nivel real de estos asesinos y bárbaros, quienes al ver que la Primera Dama de EE.UU. los reconoce, se vanaglorian. Y, segundo, porque poner un cartel y pararse delante de una cámara es muy fácil; todo el mundo lo hace y no cambia nada. No es como enfrentarte a balas. Entonces a los chicos que piensan que con estas campañas virtuales están contribuyendo a la revolución o la rebelión, les tiro agua encima, pero a la vez digo "¡no estás haciendo nada, estás encerrado en un cuarto agarrado de las manos!". Si te hace sentir mejor, hazlo, pero no vas a cambiar nada". ¿Acaso alguna de las chicas ha vuelto? No. ¿Qué ha pasado? Las vendieron como esclavas y el hombre que lo hizo salió al frente de una cámara también, jactándose. ¿Y alguien volvió a acordarse de ellas? ¡No!
El otro gran tema que abrió Charlie Hebdo fue el de los alcances y límites de la libertad de expresión, ¿qué opinas?
La libertad de expresión es fundamental. Un amigo me dijo: "la sátira no se puede moderar porque no existiría como sátira". Hay una tradición en Occidente sobre este tipo de dibujos porque tenemos una sociedad abierta y somos capaces de asumir estas pequeñas ofensas y repugnancias y seguir adelante. Total, si no me gusta el dibujo, no compro la revista. Los yihadistas insisten que a su profeta no se le puede ni mencionar. Ellos pueden elegir eso dentro de su religión, pero no imponerlo a quienes no la profesan. No puede ser que gente caiga por la intolerancia de una secta.
¿Estamos hablando de integrismo religioso o terrorismo?
Este es un problema del islam y de la interpretación del islam por un preocupante número de musulmanes, tal como lo fueron los yihadistas cruzadistas hace mil años. Hoy, son el fenómeno más ultraderechista que se pueda imaginar. Que existan personas que creen literalmente que su libro es la palabra de Dios y que justifiquen la muerte a través de él, es algo que no deberíamos estar presenciando. Las religiones son la mayor causa de muerte en este mundo e históricamente lo han sido más que cualquier otra cosa. Creo que la religión es un invento de los hombres para justificar la violencia. Mi conclusión, al final, es que el hombre sacraliza la violencia inventando dioses y paraísos terrenales para sacralizar la sangre derramada.
¿Y cómo te defines tú?
Soy un ferviente humanista secular y agnóstico con mente abierta. No me gusta el término ateo porque es como construir una nueva religión, pero supongo que lo soy porque no creo que haya dioses. He visto tantas atrocidades en mi vida, que estoy seguro de que no existe ninguno.·