Hace no muchos días, buscando algo para ver en Netflix, me encontré con el estreno de Yo soy Betty, la fea en la plataforma. Apenas vi el anuncio se me vinieron a la cabeza miles de momentos, todos vividos en la casa en que crecí y que fue la última en que compartimos con mi mamá y mis tres hermanos antes de que el mayor se fuera a vivir solo. Me acordé de la mesa de la cocina en la que tomábamos té al volver del colegio y en la que siempre nos acompañaba de fondo algún programa de televisión. Me acordé de los Súper Campeones, a quienes nunca presté atención, pero me imagino que sí capturaban a mis tres hermanos hombres, que son todos mayores que yo.
En esa misma mesa, luego sin la compañía de ellos, pasé horas y horas viendo Betty, la fea en una televisión a la que solía caérsele la antena y cuyo audio poco poluto muchas veces me impedía entender los modismos colombianos. Me costó entender “moscorrofio”, esa enredada palabra con la que los personajes se referían despectivamente al aspecto de la pobre Betty. Y que fue tanto lo que la escuché, que inevitablemente se me quedó grabada en la cabeza. Si bien la palabra resultaba graciosa por su fonética, ahora le tomo el peso a su significado y ya no me arranca una sonrisa.
En una industria en la que generalmente los protagonistas son bonitos, bien vestidos y bien agestados, que llegara esta teleserie a romper con eso fue lo primero que me impresionó. Quizá por eso es que de los 335 capítulos que duró, no creo haberme perdido ni uno más que treinta. Porque por primera vez las mujeres lindas eran las insoportables, lo que me hacía perversamente feliz. Sobre todo cuando perdían. En cambio El cuartel de las feas me generaba todo lo contrario y es quizá porque sí, eran pisoteadas, pero todas tenían su carácter y sabían arreglárselas para “ganar” sus batallas. Eso me gustó y me dio cierto alivio. La belleza, en tiempos en los que yo particularmente atravesaba la adolescencia y no me sentía para nada atractiva, perdía valor al ver a este grupo de mujeres saborear esas pequeñas victorias. Me daban esperanza. No estaba todo perdido.
Aún siendo fan de Betty, también a ratos me daban ganas de rogarle que despabilara, que dejara su escritorio botado y se fuera de esa oficina, porque no había que ser adivina para advertir que nunca sería valorada y tratada justamente en un ambiento en el que predominaba la estética y lo superficial. Ese primer capítulo en el que ella entra a Ecomoda lo dice todo: la cámara no la enfoca a ella y solo muestra las caras de terror de quienes la ven. Era tal la reacción de espanto de la gente que, cuando finalmente muestran a mi querida Betty, me pareció hasta linda. O al menos me enterneció.
He pensado mucho en qué pasaría si una teleserie así se estrenara hoy. Si se volvería a ganar un Record Guiness por ser la teleserie más exitosa del mundo, porque no sé si nos daría o si podríamos admitir que nos de risa algo así; una historia que se sostiene en la descalificación y humillación a Betty y sus amigas, principalmente de parte de dos mujeres –Marcela y Patricia- que mucho mérito no tenían. Me cuestioné también si el caricaturesco look de Betty sería representativo de la fea. Su estilo de vestir y sus anteojos enormes serían cool; sus tupidas cejas hoy estarían a la moda; y su irritante risa nos gustaría por auténtica. Incluso su chasquilla pegoteada sobre la frente sería tendencia. Bueno, quizás eso no. Al menos mí nunca me han gustado las chasquillas. Yo soy así.