Mi mamá se murió el 24 de mayo del 2014. Tenía 57 años. Era sábado y se jugaba la final de la Champions League entre el Real y el Atlético de Madrid. Con mis tres hermanos, todos hombres salvo yo, decidimos ir a ver el partido a la clínica y aprovechar el día para estar con ella. Los cinco juntos. Hacía un año y cuatro meses le habían diagnosticado un cáncer avanzado, y desde ese miércoles estaba internada por una complicación. Esa semana la enfermedad, que se había manifestado paulatina y amablemente durante harto tiempo, agarró mucha fuerza. Y en cuatro días avanzó lo que no había avanzado desde que supimos que estaba ahí.

A pesar de su ánimo y su esperanza, que la mamá trató de contagiarnos sin mucho éxito, desde el primer día hablamos de la muerte. De su muerte. De cómo quería vivir el tiempo que le quedaba, de cómo le gustaría que fuera la ceremonia de su funeral. En mi familia hablamos de esas cosas. Se nos da fácilmente el asunto práctico. Creo que es una manera de controlar lo incontrolable, por una parte, pero también de conocernos mejor. Y en este caso, de empezar a prepararnos para algo que sabíamos que iba a venir, pensando que, quizás, si éramos realistas, sería menos difícil cuando llegara el minuto.

En mi experiencia, conversar este tipo de cosas no disminuye en nada el dolor. Cuando se muere alguien a quien quieres tanto aprendes a vivir con una pena que te acompaña siempre, que no se acaba nunca. Eso sí, tengo la convicción de que es un tremendo aprendizaje, porque de cierta manera la forma en la que las personas se imaginan la última celebración de su vida dice mucho de ellas. O más bien de cómo les gustaría que los demás las recordáramos. Mi mamá también lo creía, me imagino. Y por eso dejó todo escrito en un cuaderno; las canciones no católicas que quería en la iglesia, las flores silvestres, el cajón de madera natural y sencillo que nos costó un mundo encontrar. Porque para dar con él, lo tuvimos que mandar a buscar a una bodega cuando llegó una versión horrible que nos sacó carcajadas pensando que la mamá se habría muerto de nuevo si la metíamos ahí. No por ser sencillo tenía que ser feo.

En su cuaderno no dejó anotado que quería ser cremada. No era necesario. Era algo que nos había dicho, mucho antes de tener incluso que hablar del tema. Siempre repetía que le daba angustia pensar en estar encerrada. Durante años había sufrido de claustrofobia. No se subía a ascensores, no podía viajar en avión. Yo, su única hija, en cambio, siempre he disfrutado volando. Y eso, paradójicamente, era un tema que nos unía, a pesar de que durante mucho tiempo no pudimos hacerlo juntas. Le gustaba que lo hiciera, sin miedo, y cuando viajaba me decía que sentía que conocía el mundo a través de mí y de las historias que le contaba al llegar.

Con el tiempo, y mucha terapia, logró superar su pánico. Y recorrió parte del mundo. Le encantó. Alcanzamos a hacer un viaje juntas a México para Año Nuevo del 2013. Fue el primero y el único. Lo pasamos muy bien. Nunca me voy a olvidar todo lo que nos reímos durmiendo en un hostal en el que la ducha mojaba la pieza entera. Era lo único disponible en San Cristóbal de las Casas, un lugar que yo había insistido en conocer. Ya en el aeropuerto esperando el vuelo de vuelta, sentadas en el piso, nos prometimos viajar de nuevo. Íbamos a ir a París, que se había convertido en su ciudad favorita años antes. Una semana después de volver a Chile, le diagnosticaron el cáncer. Y nuestro viaje quedó pendiente.

El pedido de mi mamá fue que repartiéramos sus cenizas en tres lugares diferentes. Y, por lo mismo, nos tomó un día entero cumplirlo. El primero era un cerro en un pueblo que se llama Peñablanca cerca de Santa Cruz, donde años antes, y algunos años después, dejamos a mi abuelo y a mi abuela. El segundo, era en el mar de Pichilemu. El tercero, fue el mar de Santo Domingo. Cuando éramos chicos mis papás arrendaron una casa ahí. Una que se nos quedó guardada como un buen recuerdo, gracias a una casita en un árbol donde pasamos metidos con mis hermanos todas las vacaciones. Es curioso el asunto de las cenizas. Materialmente es una suerte de maicillo, con textura, pero al tocarlas se te pegan en la piel. El momento de repartirlas es curioso también. Todos quienes hemos hecho eso sabemos que, y no por voluntad, uno se traga al muerto. Porque con el viento se te viene encima. Es tragicómico, pero saca más risas que lágrimas.

El día del paseo decidí quedarme con una parte de las cenizas de mi mamá. Y me propuse que, eventualmente, aunque sin saber cuándo, las llevaría a París. Pasaron dos años guardadas en una bolsa Ziploc en mi clóset. A veces, cuando me acordaba que estaban, me daba risa pensar que llevaran tanto tiempo ahí. Otras veces, me imaginaba que mi mamá iba a volver a penarme. A decirme que cómo era tan floja, que la llevara luego al viaje. Eso nunca pasó. Pero sí, en 2016, decidí comprarme un pasaje y partir.

Investigué antes de viajar. Y me enteré rápidamente de que era ilegal sacar las cenizas de alguien del país. Pensándolo un poco, es obvio. Pero eso no logró cambiar mi idea. Una de mis opciones fue averiguar las maneras en las que los contrabandistas pasan droga por la frontera, y evitan que los perros la huelan. Descubrí varias formas de hacerlo, pero finalmente decidí un plan bastante más simple: las puse en su bolsa de siempre adentro de un neceser pensando que, si me descubrían, le explicaría al encargado que eran polvos para la cara. Creí, y sigo creyendo, que era una buena excusa. Pero nadie me preguntó nada. Y aterricé sin problemas.

Era la primera vez que estaba en París. Eran cinco días sola, antes de partir a Italia. Me dediqué los cuatro primeros a recorrer la ciudad, a conocerla y reconocerla. En mi cabeza guardaba todas las imágenes posibles, buscando en mi memoria, y quizás en mi propio imaginario, el lugar donde le habría gustado estar a mi mamá. El último día hice lo que me había prometido hacer. Preparé una lista con las canciones que ella había dejado escritas para su misa, y me puse a caminar. Doce kilómetros de distancia entre mi hostal y el puente del Sena que elegí para dejar la primera mitad. Es uno común, cerca del Jardín de las Plantas. Allí había varado un barco donde vive gente, y me gustó. El río estaba alto, estaba empezando a llover en esos días de verano en los que, de repente, llega la tormenta. Dejé que se fueran con la corriente.

Caminé otros siete kilómetros hasta Sacré-Cœur, en un recorrido de una hora y quince minutos. Había dejado de llover. Mi mamá era católica, le gustaba mucho esa iglesia. Para mí la vista era linda. Bastaba con eso. Cuando llegué, estaba llena de gente, como siempre suelen estar esos lugares tan turísticos. Busqué un buen rato alguna esquina tranquila para cumplir con la segunda parte de mi tarea. Me reía imaginando qué pensaría la gente si supiera de mi plan. Pero también pensaba, y sigo pensando, que no debo haber sido la primera en hacerlo. Después de un rato vi un rosal en una especie de plaza que hay al lado del mirador. Y decidí que ese sería el lugar. Vacié la bolsa Ziploc, y me fui. Ya no quedaba nada. Mientras caminaba de vuelta, volvió a llover.

No he vuelto a París desde esa vez. A veces pienso que debería hacerlo, porque a pesar de no ser una ciudad que me guste particularmente, tengo una conexión con ella. Otras veces pienso en no hacerlo nunca más. En que, quizás, es mejor que mi recuerdo se quede en ese último viaje que hice con mi mamá, pero sin ella a mi lado.

Sofía Aldea es periodista y editora de Paula.cl.