La casa en que crecí estaba en Ñuñoa en un terreno que antiguamente formaba parte del fundo la Chacra de Valparaíso, el cual colindaba por uno de sus límites con el parque Cousiño Macul. Hoy cuesta imaginarse Ñuñoa como una comuna llena de campos y parcelas, pero hasta hace algunas décadas era así. En 1930 la Chacra de Valparaíso se empezó a lotear y fue entonces cuando mi bisabuelo compró una casa ahí. Años después construyó en el mismo sitio una casa para su hija y su familia, que fue la casa en la que nací y crecí yo junto a mis papás y mis dos hermanos.
Nuestra casa fue construída en la década del 50' y era en muchos sentidos poco convencional. No solo estaba emplazada en medio de un enorme patio, sino que además la casa en sí era un bloque de concreto sin ornamentaciones de ningún tipo, tenía ventanales grandes y un techo de una sola agua. Era una estructura bien minimalista en una época en la que ese concepto era algo poco común en la arquitectura de Santiago. Por dentro nuestra casa era también muy simple. Tenía dos pisos y cada uno era una casa en sí misma. En el primero vivía mi abuela y en el segundo vivíamos mi familia y yo. Con mis hermanos nos pasábamos metidos en la casa de la abuela, y tuve la suerte de poder compartir mucho tiempo con ella durante mi infancia y adolescencia.
El crecimiento urbano fue tan rápido que casas antiguas en terrenos grandes como la nuestra fueron quedando en el medio, como oasis en plena ciudad. Teníamos un jardín enorme y eso para mí fue una de las cosas más especiales de vivir en ese lugar. Como en sus orígenes eso había sido un campo, nuestro patio estaba lleno de árboles frutales, teníamos nísperos, limones, naranjos, parrones, almendros, nueces, paltas, cosechábamos ciruelas y hacíamos mermelada. Desde muy chico me han gustado las plantas porque creo que heredé las manos verdes de mi abuela materna. Cuando mis papás vieron que me interesaba el tema me incentivaron a leer y a experimentar en el jardín. De a poco fui aprendiendo, y a los 8 años ya tenía mi propio huerto en el patio, en el que usaba las herramientas de jardinería que teníamos desde la época de mi bisabuelo. Hasta el día de hoy los jardines son algo que me fascina. Actualmente, vivo en una casa en un campo cercano al río Cachapoal al sur de Santiago, donde todavía uso esas antiguas tijeras de podar. Me fui lejos de la ciudad precisamente porque quiero recuperar ese estilo de vida y replicar ese jardín en el que crecí y que recuerdo tan detalladamente.
Cuando tenía 23, mi abuela ya había muerto hace algunos años y sus herederos decidieron vender la casa a una inmobiliaria que arrasó con todo. Para mí esa casa y ese jardín tenían vida, y al perderlos me quedé completamente huérfano de espacio. Lo que más me dolió fueron los árboles, que cuando era niño daban y daban frutos y que estaban allí hace más de 50 años. Me llevé todas las plantas que pude porque sabía que iban a demoler y también pude rescatar varios lirios que se han convertido en una colección que mantengo hasta hoy.
Las demoliciones en ese barrio comenzaron a ser la tónica común y, tal como mi casa, poco a poco fueron desapareciendo otras. Recuerdo que en esa época estaba terminando la universidad y me obsesioné un poco con esas construcciones que estaban demoliendo en mi barrio. Lo viví casi como un duelo, porque no solo se perdió algo material sino que también un estilo de vida que me marcó profundamente. Eso me parece muy triste porque hoy mucha gente vive hacinada en edificios enormes, ya nadie cultiva jardines porque al vivir en espacios tan reducidos es prácticamente imposible. La vida conectada con las plantas y la tierra es algo que ha quedado reservado sólo para las personas con mucho dinero cuando antiguamente este ritmo de vida era algo a lo que podían acceder muchos.
Decidí hacer mi tesis sobre esas casas que ya no estaban porque me pareció que plasmarlas en el papel era una forma de darles vida de nuevo. El arte tiene esa cualidad de perpetuar los objetos, capturarlos y dejarlos detenidos en el tiempo. Mi casa es un tesoro y para no perderla completamente estudié con detalle fotografías antiguas y busqué en los rincones de mi memoria para reconstruir de la manera más exacta posible sus fachadas, que plasmé en grabados con una técnica que se llama gofrado en la que no se usa tinta. Repetí el mismo proceso con varias casas del barrio que también habían sido demolidas. Busqué planos en la municipalidad y fotos antiguas para poder representar lo más fielmente posible esas construcciones. El gofrado resultó ser la fórmula perfecta para hacerlo porque dependiendo de cómo les llegue la luz los relieves se ven o no se alcanzan a percibir. Y el resultado termina siendo casi como fantasmas de esas casas que ya no están.
Juan Francisco Martínez (34) estudió arte, se dedica a la pintura y le fascinan los jardines y las plantas.