Hace dos meses mi perro Baco falleció de un shock hipoglicémico producto de una diabetes que lo dejó ciego y con la que venía lidiando hace tres años. Era un Beagle, de 12 años y medio, tricolor, con lunares muy característicos en la cara y un olfato inigualable.
Su llegada fue a petición de mis hermanos y mía cuando éramos ya mayores: Javier tenía 25, Felipe 21 y yo 17. No tengo recuerdos de haber soñado con tener una mascota durante mi infancia pero Baco confirmó esa idea de que todo llega en el momento preciso y por una razón. Cuando lo trajimos a la casa se dedicó desde el primer día a romper patas de muebles, robar calcetines, pantuflas, peluches y a rasguñar sillones para enterrar ahí sus huesos. Rápidamente este cachorro pasó a ser un miembro más de nuestra familia y para mis hermanos y yo, su llegada fue como la de un hermano chico. Para mis papás, fue como volver a criar un hijo.
Toda esa efusividad que tenía para recibirnos cada vez que llegábamos al departamento alegraba cualquier momento o día amargo. Tenía una ruta de celebración que recorría en el living comedor cada vez que veía algo que lo ponía contento: corría rápido desde la puerta de entrada, pasaba por debajo de la mesa, se subía al sillón, se bajaba, bordeaba la mesa de centro, volvía a la entrada y repetía. Todo a mil kilómetros por hora y sin ningún cuidado por los adornos de mi mamá o los muebles de la casa. Esa fue probablemente la primera enseñanza que el Baco me dio. Me mostró lo lindo que es tener a alguien que te reciba en la casa y lo mucho que se echa de menos cuando ese alguien ya no está.
El Baco fue parte de procesos bastante importantes que vivimos como familia y también me enseñó que no es necesario hablar para acompañar en los momentos difíciles. Nuestro perro fue capaz de consolarnos en silencio cuando murió mi abuela, compartió nuestra alegría cuando me gradué de cuarto medio y estuvo ahí para el brindis con el que celebramos mi egreso de la universidad. Fue el mejor compañero en algunos quiebres amorosos, míos y de mis hermanos, y también estuvo presente en las previas de todos los matrimonios. Me despidió cuando decidí irme a vivir dos años fuera de Chile, le dio la bienvenida a nuevos miembros de mi familia. y compartió con nosotros los momentos más duros, como el cáncer de próstata de mi papá y el cáncer gástrico de mi mamá. Fue con ella, especialmente, que entabló una relación profunda e incondicional.
En febrero de 2016 a mi mamá le diagnosticaron cáncer y tuvo que ser operada. Los días previos el ambiente familiar era tenso pero el Baco se preocupó, como si supiera exactamente lo que estaba pasando, de hacer lo mejor que sabía hacer: acompañar a mi mamá en silencio. Mientras ella estuvo internada, pasaba prácticamente todo el día echado en la puerta de entrada esperando a que mi mamá volviera. Extrañamente, durante esa misma época la salud de Baco también comenzó a deteriorarse y le diagnosticaron diabetes. A pesar de los esfuerzos y tratamientos, bajó mucho de peso y perdió la visión. En ese minuto pedimos una segunda opinión médica, y al poco tiempo Baco pasó a ser un perro insulinodependiente, lo que ayudó a que repuntara en su peso y calidad de vida.
Tres años después, la partida de Baco fue dolorosa para todos. Me tranquiliza saber que, a pesar de la pena, estuvo en todo momento rodeado de amor. Recuerdo el fin de semana que estuvo con nosotros antes de partir. Lo internamos un viernes en la clínica veterinaria y nos reunimos todos ahí para acompañarlo. Lo vi luchar y él, a pesar de su ceguera, sé que también nos vio, nos sintió y nos olfateó. Con una última mirada, se despidió de cada uno de los integrantes de su familia, como agradeciendo la vida que compartimos con él. Esa mirada dijo mucho más que cualquier palabra.
Hoy no me siento capaz de ver películas que cuenten historias de perros y, probablemente, me tome mucho tiempo poder volver a hacerlo. Pero sí recuerdo cada una de las enseñanzas que Baco me dejó. Una de las más importantes es que debemos cuidar a nuestros animales y ser realmente responsables de ellos porque somos todo lo que tienen. También entendí su razón de ser. Me gusta creer que su llegada a la familia tenía como objetivo absorber gran parte del cáncer de mi madre y -quizás- salvarla. Más de un médico lo dijo: las mascotas son capaces de hacer propias las enfermedades de sus amos. Hoy el Baco descansa en un ánfora con su clásica correa de cuero amarrada a ella. Está sobre el velador de mi mamá, al lado de ella, como siempre.