Paula 1214. Sábado 03 de diciembre de 2016.
Miguel Yaksic, director del Servicio Jesuita a Migrantes, dice: "Hace un tiempo empecé a escuchar de las hermanas de Pisiga. Muchos colombianos y dominicanos que llegan a nuestro servicio en Santiago pidiendo ayuda, han pasado por esa frontera. Y cuentan que se han quedado donde las hermanas, que ellas los han ayudado. Las llaman las guerreras del desierto".
El reloj marca las 3:30 de la madrugada cuando al fondo del altiplano se divisan las luces de un par de autos cruzando por un camino no habilitado. Si es la policía, chilena o boliviana, nadie lo sabe. Si es un coyote, un traficante de personas, tampoco. A esta hora el complejo fronterizo Pisiga-Colchane, que marca el límite entre Bolivia y Chile, no son más que dos cubos de concreto durmiendo: sus oficinas están cerradas. Los focos de su cerco iluminan atentos el horizonte. Pero bajo ellos decenas de personas, como hormigas sigilosas, cruzan caminando. Llevan un bolso en la espalda y van tapados por una manta. Sus rostros no se distinguen.
–Qué frío que hace– comenta sor María José Pascual, una de las tres monjas de la Congregación Hijas de la Caridad, que mantienen un hogar en el pueblo boliviano de Pisiga, donde acogen a los migrantes rebotados por la policía chilena.
Atenta, la monja observa cómo bajo las luces caminan en silencio un venezolano y un colombiano que acogió en su casa: ingresarán irregulares a Chile.
–Esa lucecita que se ve al fondo es Chile, es Colchane, donde está la policía chilena. Yo tengo miedo de que los pillen. Pero ellos no lo tienen. Esto es así. Acá en la frontera, el miedo no sirve.
Cuando ya es de día, en Pisiga el sol pega fuerte. El viento también. En las calles no hay árboles; sí muchos perros y mucha basura. Y camiones estacionados frente a casas con techos de zinc afirmados con piedras. En las calles de este pueblo donde viven 700 personas, se ven muchos hombres. Las pocas mujeres que se divisan suelen ser cholitas que, mientras en la espalda acarrean a sus hijos envueltos en mantas, en sus manos llevan bolsas con carga. Pisiga es un pueblo de frontera, aduanero. Está a 3.707 metros de altura, en pleno altiplano boliviano y a 2 kilómetros del complejo fronterizo de Colchane, ubicado en el lado chileno. Desde hace cinco años en Pisiga viven tres monjas, "las monjas de los migrantes" como las llaman en el lugar: sor María José Pascual (72), española; sor Fanny Lepa (53), peruana; y sor Zenobia Mendoza (48), boliviana. Pertenecen a la congregación católica Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, y manejan el hogar Estar en Frontera, por donde pasan 1200 migrantes al año. Dentro de la congregación esta es considerada una tarea de alto riesgo.
–Es que estar en frontera no es para cualquiera, eh–, dice sor María José, enfundada en un chal de lana café con el que cubre su parka azul y su cofia de religiosa. Usa unas orejeras para proteger sus oídos del frío.
Desde que se creó el hogar han pasado por él 12 monjas. Por las difíciles condiciones del clima y la altura, algunas apenas han estado un par de meses. La destinación supuestamente dura 3 años, pero solo una, una hermana chilena, ha completado el periodo en su totalidad. Sor María José lleva 10 meses; sor Zenobia 11, y sor Fanny un año. De las tres, sor Zenobia es quien pasa menos tiempo en el hogar: de lunes a viernes vive en Huachacalla, un poblado que está a una hora, donde hace clases de religión en una escuela.
–Pero las que estamos ahí, dándole duro con los migrantes somos las dos–, dice sor Fanny.
–Yo me vine acá porque, como dice el Papa, tenemos que ir a las fronteras. Porque es ahí donde realmente están ocurriendo los problemas de las personas que quieren ir a otro país porque en el suyo no hay trabajo o no hay seguridad–, dice sor María José.
En Pisiga las monjas llevan una vida austera. Hasta hace dos meses, el hogar funcionaba en el segundo piso de una casa que antes había sido un karaoke: los dormitorios ocupaban la antigua pista de baile. Como la casa no tenía agua, había que subirla por las ventanas, en baldes. El baño solo contaba con un inodoro. No había ducha. En octubre se cambiaron a una casa que mandó a construir el obispado de Oruro y que se las facilitó a modo de préstamo. Esta sí tiene agua –aunque se corta seguido– y baño completo, pero, como el piso es de baldosas y no tiene calefacción, es muy helada. Eso sí, es mucho más amplia. Cuenta con dos piezas habilitadas con camarotes donde instalan, por separado, a los migrantes hombres y mujeres que les piden ayuda; en total hay 16 camas. El hogar de las monjas les brinda un espacio seguro, limpio y temperado a los migrantes, principalmente colombianos que, tras ser rebotados por la policía chilena, quedan varados a la intemperie, sin plata ni lugar donde dormir, en medio del altiplano boliviano.
–Es gente que ha pasado por cosas terribles para llegar hasta aquí. Han viajado enormes distancias. Y uno siente una impotencia tan grande de no poder solucionar sus problemas. Para mí eso es lo más duro. Llegan desconsolados, contando que les han robado, golpeado, abusado. A algunos en el camino les han quitado los documentos. Entonces nuestra respuesta es darles cariño y decirles: no te preocupes, se va a solucionar, ya vas a ver–, dice sor María José.
Por ayudar y defender a los migrantes las hermanas reconocen que se han ganado varios enemigos.
–Hay que ser realistas: la presencia de las hermanas a muchos les está malogrando el negocio–, comenta sor Fanny, refiriéndose a los traficantes de personas.
Pero saben que ellos no son sus únicos detractores.
–Una vez un policía de frontera me preguntó: "hermana, ¿usted qué tanto acoge a esta gente?". Yo les digo: "Bueno, porque son personas, ¿no? Es como lo que le pasó a Jesús cuando tenía a todos en su contra porque comía con pecadores. ¿Por qué los voy a rechazar?". Siempre digo que a mí me interesa la persona, sea del color que sea, sea del país que sea–, comenta sor María José.
El 18 de noviembre, las hermanas reciben por whatsapp un comunicado del Servicio Jesuita a Migrantes de Chile informando que la dominicana Maribel Pujols apareció muerta entre Pisiga y Colchane, cuando intentaba ingresar al país de manera irregular.
Un miércoles de noviembre a las 8 de la mañana, hora en que abre el hogar Estar en Frontera, se escuchan golpes en la puerta. Sor Fanny abre.
–Buen día, hermana.
–Buen día, hijo. ¿Qué necesita?
–Me llamo Luis Arturo, soy colombiano. Vengo viajando en bus desde Tacna, porque en Arica no pude entrar a Chile. Quiero ver si acá lo consigo. ¿Me puedo quedar acá?
–Pasa, hijo, pasa.
Sor Fanny le ofrece un mate caliente y lo invita a sentarse en la cocina. Luego, le hace una pequeña entrevista para conocer su historia y llena una ficha social, una suerte de registro que las hermanas llevan de todas las personas que pasan por la casa. Es una manera de resguardarse, dicen. Pero, como nunca saben si los datos de los migrantes son reales, ahora decidieron que también les sacarán una foto de frente, para adjuntar a la ficha. Para evitar que los migrantes se vayan sin avisarles –cosa que les ha ocurrido varias veces–, decidieron mantener la puerta cerrada con llave día y noche y solo recibir a quienes lleguen entre las 8:00 y 20:00 hrs. Si alguien golpea la puerta de la casa durante la madrugada, simplemente no les abren. Otra medida de resguardo que dentro del hogar es ley es revisar el equipaje a todos quienes llegan: lo primero que hacen las hermanas es dar vueltas las mochilas en el suelo para estar seguras de que quien entra al hogar no trae drogas. Dicen que en los meses que llevan como misioneras en Pisiga nunca han encontrado. Sin embargo, días después de acogerlos en su casa han sabido de migrantes que en el cruce de la frontera han sido sorprendidos por la policía traficando. Las hermanas son conscientes de que lidiar con la desconfianza es lo más difícil de su trabajo en la frontera.
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Desde el cerro más alto de Pisiga las monjas Fanny Lepa (a la izquierda) y María José Pascual (derecha) divisan el hogar Estar en Frontera, la casa de acogida donde desde hace 5 años reciben a migrantes rebotados en la frontera por la policía chilena.
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–A veces los migrantes nos creen tontas y eso hace que me entre el fastidio–, dice sor Fanny. –Por eso yo le digo a sor María José que tenemos que ser firmes. Yo acá he venido a servir. No a estar apañando cosas malas y menos a ser cómplice de narcotráfico.
–Es que no sabemos el tipo de gente que recibimos. Y es muy difícil porque mienten, muchos mienten. Yo les digo "ustedes creen que a las hermanitas nos engañan, ¿no?". Y no. A nosotras no nos engañan. Por eso nos resguardamos de que no nos vayan a achacar que somos cómplices de ellos–, dice sor María José.
Luis Arturo, quien es macizo y de piel negra, le cuenta a sor Fanny que es nacido en el puerto de Buenaventura, pero que ha vivido casi toda su vida en Cali. Tiene 39 años, está casado, tiene dos hijos y es de profesión "peluquero internacional". En 2011 trató de entrar a Chile. Quería traerse a su familia para arrancar de la violencia en la que se sentía acorralado. Se presentó en la frontera de Arica, pero no lo dejaron entrar. "En ese tiempo por Chacalluta eran muy duros. Me rebotaron más de 10 veces. En ese tiempo solamente nos decían no, ni siquiera nos preguntaban si contábamos con la solvencia para entrar. Simplemente cuando nos veían en la cola así negritos, nos decían: usted no", cuenta. "Hasta que alguien me dijo: si no te dejan entrar de manera regular, pasa por el lado". Luis Arturo entró caminando a Chile por el desierto. Lo pillaron, le quitaron sus documentos y lo dejaron con firma mensual, a la espera de la orden de deportación. Así estuvo 8 meses. Hasta que en un control de Carabineros, lo llevaron a la PDI y luego directo a la frontera. Ahora quiere volver a entrar para reunirse con su mujer e hijos que desde hace dos años viven en Antofagasta. Hace un par de días, antes de llegar a Pisiga, lo intentó por Arica. Se presentó en la frontera "por la de Dios", con su pasaporte al día, "pero la señorita de la frontera me dijo que no podía entrar porque aún aparecía en el sistema que fui deportado", explica Luis. Y sigue: "Ella agregó que nunca podría volver a pisar tierra chilena, que para eso tendría que nacer de nuevo".
Sor Fanny lo escucha con atención. Ha escuchado muchísimas historias parecidas entre los migrantes que llegan al hogar. Y reflexiona sobre ello: "Siempre digo: qué posibilidades hay de que las leyes cambien, porque en el paso fronterizo todo es la ley, la ley, la ley. Pero no conviene rebotarlos, porque si no entran por las buenas, los migrantes entran por las malas". Luis Arturo pretende entrar así ahora: de manera irregular. "No es lo que quisiera, pero no me queda otra", dice él.
"Yo me vine acá porque, como dice el Papa, tenemos que ir a las fronteras. Porque es ahí donde realmente están ocurriendo los problemas de las personas que quieren ir a otro país porque en el suyo no hay trabajo o no hay seguridad", dice sor María José.
Hace un par de años, Pisiga se volvió un paso estratégico para los migrantes que buscan entrar por tierra a Chile desde el norte. Convergieron varias cosas: se terminó de pavimentar la ruta internacional que une Chile con Bolivia. Y aumentó el efecto rebote de migrantes en Chacalluta, el principal complejo fronterizo de la zona norte, ubicado en el límite de Tacna-Arica (Perú-Chile). Entre los que no podían entrar a Chile empezó a correrse el dato: un poco más al sur, en el altiplano, Pisiga era un paso más permeable; se podía cruzar el desierto con más facilidad, no había minas antipersonales y Colchane, el pueblo chileno más cercano al otro de la frontera, está a 30 minutos caminando.
Las oficinas del complejo fronterizo donde se realiza el control están muy cerca del hogar de las monjas. Pero, hace cinco años, cuando la casa de acogida no existía y no había hermanas recibiendo a los migrantes, estos pasaban la noche a la intemperie, en la plaza del pueblo.
–Y pasaban los hombres tirados ahí. Y las mujeres también. Si necesitaban dinero se prostituían. Había mucha prostitución. Y las colombianas, claro, como son bonitas y morenas y ocupan poca prenda a veces, acá con el frío enseñándolo todo al lado de los camioneros. Entonces, claro que había abuso sexual a las mujeres. Y, como a muchas las engañaban para cruzar la frontera, se empezó a saber que en el camino a muchas las violaban–, dice sor Fanny.
Al poco tiempo de su misión, las monjas identificaron otro riesgo asociado al ingreso irregular por la frontera: el coyote, como se conoce al traficante de personas. El más conocido de Pisiga vive a dos cuadras de las monjas. Ellas, y todos los del pueblo, lo tienen identificado. El coyote es quien cruza a personas de manera irregular, en su van de color verde y patente chilena, a todos los que no se atreven a cruzar a pie. Las monjas cuentan que los dominicanos –a quienes desde 2012 para entrar a Chile se les exige una visa muy difícil de conseguir y la mayoría no la tiene cuando vienen– se van directamente con él. En la van del coyote caben seis personas. A cada una les cobra 150 dólares (si los pilla con droga, dicen, los acarrea igual pero la tarifa sube a 400 dólares) por cruzarlos por la frontera. Su servicio supuestamente incluye dejar a los migrantes en Colchane, donde les asegura que, como conoce a los choferes de buses, los dejarán subir –aunque sea sin los papeles correspondientes– en el bus que los llevará directo a Iquique. Pero en la práctica, dicen las hermanas y lo saben todos en el pueblo, eso casi nunca ocurre así.
–Muchas veces los deja tirados, a medio camino, en el desierto. Y tienen que caminar y caminar. Y ya sin dinero. Y ver cómo coger un bus y si ninguno los deja subir, no queda otra que caminar hasta Iquique, que está a 250 kilómetros–, dice Sor María José.
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En la noche oscura del altiplano, muchísima gente cruza de forma irregular por este paso, caminando. El dominicano Odelis y el venezolano Manuel se alejan de Pisiga para intentarlo.
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Aunque es un personaje oscuro, las monjas reconocen que han buscado tener "un trato diplomático" con el coyote, que sor Fanny describe como de "ni muy cerca ni muy lejos".
–Cuando llegamos nos decían que debíamos pasar peleadas con el coyote. Ni siquiera saludarlo. Pero eso a mí no me parece. Mantener siempre una mínima cordialidad con él nos permite encararlo y ponerlo contra la pared. A veces yo me acerco y le pregunto por las mujeres que han estado en el hogar y que sé que han decidido cruzar con él. "¿Y mis chicas?", le pregunto. "¿Dónde están mis chicas?". A veces me contesta feo. Pero, como le insisto tanto, me habla. Ahora nos saluda. Antes nos miraba con unos ojos que si hubiese tenido rayos láser nos hacía pedazos.
El 16 de noviembre por la mañana las hermanas se enteran de un rumor que ha comenzado a correr en el pueblo: dicen que la noche anterior murió una dominicana de hipotermia en la frontera. Horas más tarde, desde Chile reciben el llamado de un periodista: quiere saber si por el hogar ha pasado una dominicana llamada Maribel Pujols. Les comenta que desde República Dominicana su familia se ha enterado de que cruzó la frontera con un coyote, pero que ahora está desaparecida. Quieren saber si está viva o está muerta. Las hermanas revisan el archivo de fichas sociales que completan con la información de los migrantes que se quedan en su casa. El nombre de Maribel no aparece. Pero las hermanas quedan inquietas. Al atardecer, sor Fanny y sor María José salen a preguntarle al coyote si sabe algo de esta historia. Van rumbo a su casa cuando se lo encuentran en la calle.
–Se me puso muy bravo, eh, muy bravo–, comenta sor Fanny cuando viene de regreso. –Le pregunté qué sabía de la dominicana y me ha dicho: nada, hermana; hace casi un mes que no tengo gente. El negocio se está viniendo abajo. Yo le dije: "Entonces tranquilo. Si no has hecho nada malo, por qué te pones así".
No pasa más de una hora cuando el coyote vuelve a la casa de las hermanas. Toca a la puerta. Viene a preguntarle a sor Fanny por más información. "Me ha dicho ¿cómo era hermana eso que dicen de la historia de la dominicana?".
–No sé cómo tenemos que interpretar su actitud, sor María José. Si nada teme, por qué pregunt–, dice Sor Fanny y se queda pensativa. Sor María José la escucha en silencio. –Yo creo que nos está mintiendo.
La mañana del 18 de noviembre, a las 8 de la mañana, golpean muy fuerte a la puerta del hogar. Son dos funcionarios de migraciones de Chile. Traen una foto de la dominicana desaparecida. Hablan en privado con sor María José. Cinco horas después, las hermanas reciben por Whatsapp un comunicado del Servicio Jesuita a Migrantes de Chile informando que la dominicana Maribel Pujols apareció muerta en las cercanías de Colchane, cuando intentaba ingresar al país de manera irregular.
Las monjas les revisan el equipaje a todos los que llegan al hogar para estar seguras de que no traen drogas; en caso de que la encuentren, les piden que se vayan de la casa. "A veces nos creen tontas y eso hace que me entre el fastidio. Yo he venido a servir, No he venido a estar apañando cosas y menos a ser cómplice de narcotráfico", dice sor Fanny.
Está atardeciendo en Pisiga. En la cocina del hogar de las monjas, Aura (31, colombiana) y su pareja Odelis (25, dominicano) están preparando unos clásicos "pericos colombianos": huevos revueltos con cebolla y tomate. Llegaron a la casa a mediodía. Vienen viajando desde Cali, Colombia, hace 8 días. Como Odelis, un moreno alto y musculoso, de buena pinta, no tiene la visa consular que le permita entrar a Chile de manera regular, tiene asumido que cruzará caminando, solo, de noche. Aura partirá después "cuando reciba la confirmación de que él logró cruzar y llegar a Iquique", dice.
Odelis cuenta que la idea de viajar a Chile no fue suya, sino de Aura, quien desde hace tres años está buscando un lugar seguro para moverse con su familia. Poco antes de que la comida esté lista, vuelven a golpear la puerta. Sor María José anuncia que ha llegado otro migrante: Manuel, venezolano, de 18 años. "Trae los pies destrozados porque ha caminado 60 kilómetros", dice y parte a buscar una lavaza con agua caliente y sal para ayudarle a deshincharlos.
Cubierto con una frazada de polar que le pasó la hermana, Manuel se asoma por la cocina tiritando de frío; afuera corre mucho viento. Cuenta que lleva 27 días viajando desde Venezuela. No lleva bolso ni mochila; solo la ropa que viste –un pantalón de buzo, una polera bajo su polerón, sus zapatillas rojas con negro– y 170 pesos bolivianos, equivalente a 17 mil pesos chilenos. Como asumió que lo rebotarían en la frontera chilena por no tener cómo demostrar solvencia económica, la madrugada de ayer decidió cruzar irregular. Pero cuenta que en el retén de Huara, a medio camino entre Iquique y Colchane, los carabineros lo pillaron y "me dijeron que me fuera de vuelta". Por eso, dice, tuvo que cruzar a Bolivia. Ahora quiere volver a cruzar a Chile.
¿Y por qué quieres ir a Chile si tenías otros países que te quedaban más cerca?
Porque cuando estás ahí en la frontera para salir de mi país todos te dicen "¿y tú para adónde te vas a tirar?" Yo solamente escuché de la moneda chilena, que el cambio está bueno. Y que en Chile la rusia la pagan bien. Y hay que aprovechar.
¿Y qué es la rusia?
Trabajar bajo el sol. Partirte el lomo en la construcción. Eso es la rusia.
Manuel, quien recién viene conociendo a Odelis, lo queda mirando fijo.
–¿Y tú te vas a tirar (por la frontera, irregular), ahora en la noche?–, le pregunta Manuel al dominicano. –Si te vas a tirar, yo me tiro contigo. Mira que esto (la frontera chilena) se parece a Estados Unidos. Esta vez sí lo consigo.
A las dos de la madrugada, Odelis, Aura y Manuel se levantan y toman desayuno: los restos de los huevos pericos con un cerro de arroz graneado. Las monjas se asoman por la cocina. Debajo de sus respectivas parkas se asoma su pantalón de pijama. Media hora después, Aura le da un beso en la frente a Odelis.
–Chao, mi amor, vayan con Dios–, le dice, poniéndole la capucha del polerón negro, antes de que se asome a la fría noche altiplánica.
A las tres de la mañana, Odelis, Manuel y sor María José salen a la calle. Cruzan en silencio las calles desiertas de Pisiga; suenan sus pisadas en las calles de tierra. Avanzan hacia el complejo fronterizo cuyas oficinas, entre las 20:00 y las 8:00 de la mañana, permanecen cerradas. A esta hora no se ve vigilancia alguna. Los focos al borde del complejo apuntan hacia el horizonte del altiplano. Por el efecto de la luz se puede distinguir que por el borde del paso van decenas de personas caminando, cruzando esa frontera ilusoria.
Lejos del foco, la oscuridad es total. Al fondo del altiplano se divisan las luces de un par de autos cruzando por un camino no habilitado. Si es la policía, chilena o boliviana, nadie lo sabe. Si es la van del coyote transportando ilegalmente gente, tampoco.
–Qué frío que hace–, comenta sor María José quien va, unos metros detrás de Odelis y Manuel, rezando.
En un momento ella se detiene. Odelis y Manuel siguen caminando y sus siluetas se hacen cada vez más pequeñas.
–Es tan doloroso. Todo esto debiera de cambiar. No es que vayas contra las leyes, no. Pero claro que te viene la preocupación de pensar de si estarás haciendo bien en ayudar a una persona o qué estarás haciendo. Es una interrogante fuerte que nos hacemos. Pero en el fondo queremos salvar a la persona. Para mí la persona es lo más importante–, dice sor María José.
A lo lejos se ve una luz pequeña, amarilla, tintineante.
–Esa lucecita es Chile, es Colchane, donde está la policía chilena–, susurra la hermana. –Yo tengo miedo de que los pillen. Pero ellos no lo tienen. Esto es así. Acá en la frontera, el miedo no sirve. Odelis y Manuel ya no se ven. Se los ha tragado la oscuridad, en medio del desierto.