A mis 43 años no esperaba ser mamá otra vez. Tenía una hija de once años y estaba planeando hacer otras cosas. Cuando el doctor me dijo que estaba embarazada, fue una ducha de agua fría. Me encontré con la triste historia de que los ginecólogos te castigan por tener hijos a esa edad. Te hablan de los riesgos, te advierten que vas a traer al mundo hijos enfermos, te dicen que te puedes morir. Pasé por cuatro ginecólogos hasta que uno me mandó a hacerme exámenes a los que llegué determinada a escuchar que mi hija iba a nacer. Me salió esa garra de mamá luchadora. Los resultados de ese examen dijeron que mi guagua tenía Síndrome de Down. Perfecto, pensé. No tenía tiempo para llorar.
En esa época, trabajaba como asistente general en una empresa minera y al comunicarles que estaba embarazada sentí, por primera vez después de diez años, que me hicieron a un lado, que ya no servía. A los siete meses empecé con licencias, pero justo antes de tomármela me fui de viaje por trabajo, quería demostrar que era capaz de seguir, que no estaba enferma. Mi hija tenía fecha para finales de julio, pero el doctor me dijo que me atendiera en el sistema público. Era la mejor opción para tratar los problemas al corazón asociados al Síndrome de Down que poco tiempo antes habían detectado. Me monitorearon una vez a la semana, ya que catalogaron mi embarazo como de alto riesgo, pero nadie me explicaba nada. Fue una sicóloga la que en medio de todo esto me dijo que, si mi hija nacía, iba a vivir diez días y que era probable que se muriera estando en mi guatita. Esa fue la primera vez que lloré. Tenía 25 semanas de embarazo. Llamé a mi marido para que me fuera a buscar y al llegar a mi casa tiré todo a la calle, desde la cuna hasta los pañales. El dolor era demasiado grande.
A las 29 semanas, me dijeron que mi guagua tenía un ventrículo único por lo que había que hacerle un trasplante de corazón, y que debíamos preparar el nido porque nuestra hija llegaría bien. Tuve que empezar de nuevo, de cero. Y así fue. Pero tres semanas después, tras una ecografía en la que la doctora no le sintió los latidos, me mandaron a urgencia. Entré y me la sacaron antes de que mi marido alcanzara a llegar. Lo único que vi de ella fue una foto que le tomó una matrona porque la entubaron de inmediato. Ese es el único registro que tengo de su nacimiento, que fue un jueves de otoño un cuarto para las cinco de la tarde. Pude conocerla cuatro horas después, cuando la vi dentro de una cuna que no me permitía tocarla. Ahí empezaron los exámenes tras los exámenes. En neonatología veía que mamás se iban con sus bebés, veía a mamás a las que se les morían sus niños. Cada vez que mi hija entraba a pabellón, me despedía llorando, pero ella siempre salía con una sonrisa y una mirada potente.
Durante todo ese tiempo, yo esperaba que mi hija mayor se fuera al colegio y a las 7:30 estaba en el hospital. El horario de visitas empezaba a las 10, pero me tranquilizaba el hecho de estar ahí y que ella me sintiera. Empecé a ser parte del mobiliario de neonatología. Ahí vi mucho abandono, y eso me dolía. Dices por qué a mí, por qué mi hija que lo tiene todo no puede salir de aquí. Lloré tanto.
Así pasaron los meses, hasta que los doctores nos dijeron que los exámenes no arrojaban avances. Probablemente viviría entre tres a cuatro meses. Ahí les pedí que me dejaran llevármela a la casa. Yo quería que mi hija conociera al gato que tenía, que nos sentáramos juntas en la silla mecedora que había comprado pensando en ella. Cuando me fui del hospital ese jueves, mi guagua estaba con mucha fiebre. Esa tarde me llamó una técnico para decirme que volviera lo más rápido posible. Nos fuimos tocando la bocina por la Costanera. Cuando llegamos, vimos que el monitor estaba vuelto loco. Al día siguiente la bautizamos. Esa noche le dije por primera vez que si se quería ir, que se fuera. Que no se preocupara por mí, que yo iba a seguir siendo su mamá.
Todo esto llevó a que mi hija mayor empezara a portarse mal el colegio, y su profesora me recomendó llevarla al sicólogo. Después de la cuarta sesión me dieron un informe en el que decía que ella no lloraba porque "¿cómo iba a llorar si yo no lloraba?". Ahí me di cuenta de que le estaba jodiendo la vida a mi niñita de once años, y decidí no ser más fuerte, llorar, decirle que sentía dolor, que también estaba sufriendo por lo que habíamos vivido. Fue fuerte porque yo quería protegerla, pero la estaba arruinando.
A los dos días de enterrar a la Josefina, volví al Calvo Mackenna porque era mi manera de enfrentar la pena. Ahí estaban todos mis recuerdos con ella. Iba todos los martes como voluntaria de ocho a diez de la mañana, ya que el estar en neonatología me hizo darme cuenta de que había muchas maneras de ayudar. A los papás se les acaba la plata y no tenían qué comer, así que les llevaba queque y sándwiches. De a poco y sin buscarlo hice de ese lugar un espacio donde podía compartir mi experiencia con otros papás que estaban pasando por casos similares. Actualmente estoy a cargo de la sala de padres cada quince días, donde les tengo comida y conversamos de sus miedos y alegrías. Eso me hace sentir orgullosa, ya que creo que mi dolor se ha transformado en contención para los demás.
Le tengo mucho amor a esta nueva arista de mi vida. He acompañado a cada papá que ha perdido a su hijo. Y hacerlos sentir que no están solos y que hay alguien que se preocupa por ellos, me llena el alma. Perder a un hijo es lo más doloroso que a alguien le puede pasar. Nunca vuelves a ser la misma. Aunque te pongan una prótesis quedas coja para siempre, pero he aprendido a ser paciente, a escuchar, a pausarme. Todos los días aquí aprendo algo y me lleno de alegría al ver que soy un aporte, que el cariño y la preocupación que entrego marca la diferencia. Siento que hacerlo me enseñó a sobrevivir.
Aida tiene dos hijas y tiene su voluntariado llamado "Chinitas para la Jose" en el hospital Calvo Mackenna.