Eran casi las siete de la tarde de un día de invierno. Aún quedaba luz natural y además los postes eléctricos y los carteles de los locales comerciales iluminaban por completo la calle de Providencia en la que estaba parada esperando un Uber. Mientras revisaba el trayecto del conductor en el teléfono, escuchó un ruido fuerte, un balbuceo muy cerca de su oreja que no pudo identificar: era un hombre de unos cuarenta años. Parecía borracho y drogado. Se quedó hablándole incoherencias por varios minutos. Ella no se movía porque la aplicación aseguraba que su Uber estaba a tres minutos. Cancelar el viaje no parecía una opción en ese momento porque iba tarde a su siguiente destino.
Entre tantas incoherencias que dijo el hombre, de pronto escuchó: ¿Me tienes miedo? Sí, me tienes miedo, seguido de Eres linda tú, como una princesita. Ella no hizo más que mirar en la dirección opuesta, esperando a que el auto la recogiera pronto y al mismo tiempo protegió su celular y sus pertenencias en caso de que el tipo quisiera robarle. El hombre volvió a decirle Me tienes miedo. Ya, chao, y se marchó.
Era la segunda vez en su vida que un hombre le preguntaba en la vía pública, a plena luz del día, si le tenía miedo.
Sintió miedo, porque el miedo sigue ahí, aún luego de décadas de lucha y de conversaciones que se suponen deberían hacernos sentir más seguras.
Sentir miedo como una respuesta de alerta
“He vivido muchos episodios de acoso. Del primero que tengo conciencia es quizá a los ocho años. Las características de estas situaciones van cambiando, pero la sensación de miedo es baste similar cuando eres una adulta, niña o adolescente”, dice Carola Fernández, psicóloga y sexóloga (@carola.fernandezn)
“Sin embargo, fue a mis 12 años cuando ocurrió la situación frente a la cual he sentido más miedo en mi vida. Vivía a dos cuadras del colegio. Con una amiga fuimos a almorzar a mi casa y de vuelta al colegio pasó una camioneta con unos diez hombres atrás. Parecían maestros de construcción. Empezaron a perseguirnos y a gritarnos que nos iban a violar, que nos iban a matar. Nosotras corrimos y corrimos. Mis papás siempre me advirtieron que esas cosas podían pasar y en ese caso, debía tocar el primer timbre de la primera casa que encontrara y así lo hice, pero estaba tan asustada que no pude tocar el timbre, sino mover y golpear la reja de una casa. Era la casa de una compañera de colegio, me recibió su mamá y me ayudó a calmarme. Los hombres se fueron, pero sentí que mi vida estaba en riesgo”, relata.
Experiencias como éstas, dice Carola, le hicieron prestarle más atención a esta emoción. “Creo que es necesario que le creamos al miedo que sentimos. Pues a veces es la brújula que tenemos para creernos a nosotras mismas y protegernos de algo más grave”.
Constanza Bustamante (27) es estudiante de periodismo. Cuenta que la primera vez que sintió miedo también fue caminando sola en la calle a los 12 o 13 años. “Iba a comprar pan y debía pasar por una esquina donde había varios hombres parados. Sabía que me iban a decir algo y así fue. Ahí es cuando el miedo se enciente, pues después de esa experiencia, cada vez que pasaba por una cuadra donde había hombres, sabía que era una posibilidad de sentirme acosada. Incluso actualmente, que soy una mujer adulta, me pasa que cuando voy por una calle solitaria pienso en esa escena que viví en la adolescencia y siento miedo”, dice.
En el caso de Natalia Figueroa (35), trabajadora audiovisual, su aprendizaje ha sido que cuando viajas sola, el miedo es un mecanismo de defensa que se activa casi de forma automática, y que le ha permitido estar alerta. “Estando de viaje me robaron la billetera y todos mis documentos. Estaba llorando en la calle, en un estado máximo de vulnerabilidad, en un país que no conocía, porque no tenía ni plata para volver al hotel. Un auto paró a mi lado y un chico me ofreció ayuda para llevarme a mi hotel. Cuando íbamos en el auto me di cuenta de que se estaba desviando de camino; parecía que me estaba llevando a un lugar solitario. Se aprovechó de mí y de mi vulnerabilidad de la forma más asquerosa”, recuerda.
“No creo que exista alguna mujer que no haya vivido una situación de acoso o en la que haya sentido el peligro. La primera vez que sentí miedo fue a los 13 años. Iba con una amiga por la calle y pasó un auto que nos empezó a seguir. Había un hombre adentro que nos decía cosas. Empezamos a correr y el auto nos siguió el ritmo. De pronto el auto paró y nos quedamos paralizadas. Esta persona me entregó una especie de tarjeta. Mi amiga siguió corriendo y yo me quedé paralizada, sin poder hacer nada al respecto”, recuerda Pía Urrutia (@lapsicologafeminista), psicóloga de Cidem y activista feminista.
“El miedo es una emoción súper básica y muy protectora y la respuesta es más instintiva, como por ejemplo congelarse, que también es una respuesta de protección. A nosotras nos han enseñado a identificar muchas emociones, como la pena y el miedo. Vivimos en un mundo que nos amenaza constantemente a las mujeres, sin embargo, se nos enseña a nosotras a cuidarnos sin poner el ojo en la sociedad. Gran parte de las mujeres sabemos qué deberíamos hacer en una situación en la que sintamos miedo; pero no se les enseña a los niños por qué podrían ser amenazas para otras personas”, dice.
Juntar las rabias
“He sentido mucha rabia después de situaciones que me han provocado miedo. Una vez un tipo en bicicleta me tocó en la calle. En ese momento sentí miedo, no pude hacer nada, pero después estuve dos días con una sensación de rabia terrible. Quería agarrarlo y gritarle. Y eso que casi siempre respondo en la calle. He dicho cosas como ¿qué miras, imbécil?, y casi siempre los hombres se van, porque el acosador no está acostumbrado a que lo enfrentes”, dice Constanza Bustamante.
Natalia Figueroa en cambio reconoce tener una personalidad más pasiva. “No me gusta mucho imponerme, alzar la voz y poner los límites, me cuesta. Pero con los hombres siempre he tratado de hacerlo. Lo tengo estudiado en mí y me he propuesto hacerlo. Cuando lo hago, siempre me fijo que haya gente alrededor para que no me exponga mucho en el sentido de que me puedan maltratar. Lo que queda luego de no decir nada frente a una situación así, es precisamente rabia y lo he comprobado un montón de veces. Mi premisa ahora es siempre reaccionar e intentar hablar”, dice.
Es necesario generar conversaciones en la casa, con las amistades, con los hombres que nos rodean. Darle voz a la evidencia, al miedo que sentimos, a la sensación de desprotección.
“Una se hace feminista por necesidad”, enfatiza Pía Urrutia, y añade: “Tener conciencia de lo injusto que es que cierta parte de la sociedad, las mujeres y las disidencias, vivamos con miedo es muy injusto. Abogo mucho por los cambios sociales, concientizar a los hombres, pero también crear redes de apoyo. Tengo muy instaurado con mis amistades avisarnos cuando llegamos a la casa después de una junta. Estamos atentas, porque sabemos que estamos en un mundo con muchas amenazas. La solución no es dejar de tener miedo, sino ver qué hacer para sentirnos seguras”.
“Uno no puede anticipar cuáles van a ser nuestras respuestas. Creo que uno puede ir aprendiendo a leer las situaciones. La sociedad considera que el miedo es algo malo. Hemos escuchado siempre frases como ‘que el miedo no te paralice’. Yo creo que no, que hay que dejarlo para detectar amenazas y escucharlas. Y más que pensar si vale la pena ser contestataria o no, hay que pensar por qué queremos contestar, y eso es porque hay una injusticia y con las injusticias hay que hacer algo”, complementa Pía.
“Creo que después de haber pasado por una situación compleja es importante ver cómo rehabitamos ese espacio, ya sea buscando apoyo, compañía, etc., pero bajo ninguna circunstancia perder esa libertad de habitar en el mundo. Ahí todas tenemos la labor de darle relevancia y acoger la voz de cada mujer que acaba de vivir una experiencia abusiva. Es necesario generar conversaciones en la casa, con las amistades, con los hombres que nos rodean. Darle voz a la evidencia, al miedo que sentimos, a la sensación de desprotección. Es importante que la gente se entere cómo se viven estas experiencias que pueden ser traumáticas”, agrega Carola Fernández.
Y romper con los pactos de silencio entre hombres. “Cuando alguien es testigo de un acoso a una persona, la mayoría no se atreve a decirle a su amigo, a otro hombre, que no está bien esa agresión. Los hombres también tienen la labor de atreverse a levantar la voz, de dejar de ser parte de los pactos de silencio; atreverse a diferenciarse y a perder amistades, porque esas pérdidas son bastante pequeñas al lado de la defensa de un ser humano”, complementa.
“Es muy potente el poder de la denuncia colectiva, es crucial hablar estos temas porque a la hora de abrirnos sabemos que no somos las únicas y que sí se nos va a creer. Creo que, así como el miedo nos resguarda, la rabia es una emoción necesaria que ahora es noble porque se nos privó por mucho tiempo de ella. Apropiarnos de la rabia es apropiarnos de un elemento de nuestra salud mental que es fundamental. Cuando sentimos rabia es porque seguramente ya se nos ha pasado a llevar de ciertas maneras. Por ahí leí que la rabia es la emoción que más nos quiere. Y sí, es la amiga que te dice ‘no lo permitas’. Es una emoción muy fiel a la defensa de una misma. Hay que saber cómo movilizarla para que nos resulte sanadora, pero esa rabia no puede quedar dentro de nosotras”, cierra Carola.