“Las redes sociales están llenas de ilusiones, ya lo sabemos. Como también sabemos que probablemente un 1% de lo que ahí vemos es 100% real. Desde los filtros hasta los relatos, todo lo que percibimos a través de la pantalla vertical está, de alguna forma, manipulado.
Todos caemos un poco en ello; todos queremos mostrarle al mundo el lado más bonito de la vida. Llegamos a las redes queriendo compartir algo, queriendo ser parte de algo, transformarnos en alguien o en esa imagen de lo que nos gustaría que vieran de nosotros. La experta, el divertido, el reflexivo o simplemente, esa otra versión de ti misma que siempre quisiste potenciar. Hay para todos y de todos los gustos. Lo que no sabemos, es que muchas veces son las redes, las que terminan por cambiarnos a nosotros.
En 2015 y antes del boom de los influencers, con mi pareja de ese entonces nos embarcamos en una aventura de viaje sin retorno. Como muchos millennials del momento, renunciamos a nuestros trabajos, vendimos o regalamos todo y nos fuimos al otro lado del mundo en búsqueda del sueño de vivir viajando.
Nos habíamos conocido así: viajando. Por ende, esta decisión conjunta llegó a nuestras vidas como algo bastante natural y de alguna forma era un paso lógico que siempre vimos venir en nuestra relación. ¿Qué podría salir mal? Ya cada uno había recorrido un buen tramo por su parte, ahora hacerlo juntos tenía todo el sentido del mundo.
Nos fuimos a Australia con la famosa visa Work and Holiday. En el camino decidimos compartir nuestras experiencias y ayudar a otras personas a dar el paso, así que creamos un blog de viajes. Un blog de viajes a la antigua, con página web y todo. Escribíamos artículos sobre cómo empezar de cero en Australia y todo lo que se nos ocurría que podía ser útil en ese momento en el que la información era bastante escasa. Crear un blog en esos años no era ninguna novedad, pero por alguna razón nos empezó a ir bien. La página recibía bastantes visitas y los futuros viajeros nos empezaron a contactar para pedirnos consejos y apoyo. Y entonces llegó Instagram, que se veía como la herramienta perfecta donde podíamos compartir todo de una forma mucho más directa y cercana. Maravilloso.
Con el pasar del tiempo todo se fue haciendo más grande y yo sentía una responsabilidad enorme de no fallar, de aprovechar esta oportunidad y de transformarnos en la naciente palabra del momento: “creadores de contenido”. Vivir de eso. Vivir viajando: el sueño hecho realidad. Fuimos mejorando nuestras fotografías, invertimos en equipos, le perdimos el miedo a la cámara y al ridículo de hablar solos frente a una pantalla. Buscábamos datos, escenarios y todo lo que pudiera darle mayor utilidad y glamour a nuestra incipiente carrera en las redes sociales.
Sin embargo, comenzó a pasar por encima de nosotros la vida. Y la vida, la mayoría de las veces lo último que tiene, es glamour.
Vivir viajando es increíble, sí. La sorpresa de no saber dónde va a terminar tu día, qué va a pasar mañana o con quién te vas a encontrar en cada minuto, es adrenalina pura. Pero cuando te olvidas de disfrutar de esa adrenalina que te mantiene vivo, cuando te olvidas de que la razón por la que tomaste ese camino en primer lugar es la libertad, el viaje va perdiendo sentido. Y todo lo demás también.
La obsesión por documentarlo todo y que todo fuera de alguna forma perfecto, empezó a generar una distancia abismal entre nosotros; dejamos de comunicarnos como pareja y pasamos a ser esclavos del teléfono y el wifi. Perdimos los pequeños momentos y la intimidad por la idea de un sueño que, por lo menos yo, nunca me pregunté si era realmente lo que soñaba. Hasta que llegó el momento en que estar juntos no tenía ningún sentido.
Todo lo que compartimos en nuestras redes era real, pero dentro de una realidad inventada, que no me dejaba ver más allá de eso. Estaba como abducida en un mundo donde todo parecía perfecto. Sin embargo no era feliz. Había dejado de ser yo para transformarme en la imagen de lo que creía que otros querían ver.
El poder de las redes sociales hoy es enorme, pero al mismo tiempo en ellas está el peligro de perder cada vez más nuestra identidad por encajar en un molde que aunque esté revestido de palabras bonitas, es molde al final.
Porque la red te hace creer que tú eres ese otro y aunque seguramente una parte de ti lo es, todos somos mucho más complejos de lo que cualquier medio puede intentar mostrar. Y estoy convencida de que no hay nada más lindo y genuino que cuando compartimos con el mundo tal y cual somos”.
Carla Brodsky tiene 35 años y es licenciada en Teoría e Historia del Arte.