Nunca voy a olvidar esta fecha; fue un 24 de agosto cuando conocí al gran amor de mi vida. Yo tenía 16 años, y él, 18. Y aunque suene cursi, apenas lo vi supe que pasaríamos gran parte de nuestra vida juntos. Han pasado 17 años y esa hermosa historia ha llegado a su fin. Recién, a sus 37 años, descubrió que es gay.

Todo comenzó hace un par de años. Él empezó a cuestionarse su identidad y me lo contó como quien lanza una bomba en plena ciudad. En ese momento ya habíamos convivido varios años, e incluso estábamos planeando nuestro matrimonio. Y aunque esto se presentó sólo como una duda, porque él no dio más pasos al respecto, decidimos separarnos. Iniciamos una terapia de pareja para poder disolver civilizadamente aquello que, algún día, habíamos construido con tanto amor. Durante una de las sesiones surgió la posibilidad de retomar la relación: él me dijo que me amaba, que no sabía si era “blanco o negro”, pero tenía la certeza de que quería seguir construyendo una vida conmigo. Yo, que crecí en una generación que no etiqueta a las personas, sentí que esto era suficiente. Nos amábamos y queríamos seguir juntos.

Después de esto, nuestra relación se fortaleció; nos consolidamos aún más. Tuvimos años geniales, e incluso durante la pandemia nos conectamos como cuando éramos adolescentes. Ese tiempo juntos nos hizo bien; nos encantaba compartir, reírnos y disfrutar de la compañía del otro.

Sin embargo, en 2022, la relación comenzó a decaer. La falta de comunicación y el desgaste de tantos años juntos nos fueron alejando. Terminamos temporalmente, aunque continuamos viviendo juntos y pospusimos nuestro matrimonio. En la fecha en la que íbamos a casarnos, volvimos, pero planteé una relación abierta. No establecimos restricciones y aceptamos que él podía explorar lo que le inquietaba. Tenía mucha seguridad en lo nuestro, y pensé que, si él o yo vivíamos algo con otra persona, eso nos ayudaría a valorar y dimensionar lo que habíamos construido. Tenía la certeza de que yo siempre iba a regresar y él también.

La relación abierta duró poco más de un año, hasta que, hace unos meses, él me planteó que quería separarse. Había probado con hombres y algo en él se había despertado, algo que le había gustado. Me dijo que no podía seguir explorando su sexualidad a mi lado; no quería hacerme eso. Tomó sus cosas y se fue. Cerró la puerta sin mirar atrás.

Unos días antes de que él se fuera, yo había dejado de hacer uso de nuestra relación abierta. Planeaba proponerle que la cerráramos y que diéramos el siguiente paso: tener ese hijo que me había pedido tantas veces. Me quedé con el amor en las manos, con preguntas que nunca tendrán respuesta y con un dolor que jamás pensé sentir.

Aunque no lo parezca, nuestra relación fue real. Había química sexual hasta los últimos días. Éramos compañeros y amigos, teníamos una conexión profunda que a veces nos asustaba porque parecíamos saber lo que el otro pensaba con solo mirarnos. Reíamos hasta caer al suelo, disfrutábamos de la compañía mutua, de salir a comer, de ver una película o de jugar Scrabble por las noches. Teníamos la capacidad de acompañarnos en silencio y aun así sentirnos en sintonía. Nos amábamos en distintos niveles y dimensiones.

Sé que nadie puede vivir sin resolver una pregunta tan importante como descubrir su orientación sexual, pero él tuvo a su lado a una mujer increíble, con la que creció y avanzó. Hay finales que merecen ser más amables, y creo que este era uno de ellos. Sus palabras finales y sus actos me dolerán para siempre. Como me dijo mi terapeuta hace unos días, siento que hipotecaron muchos años de mi vida por miedo y cobardía.

A veces pienso que la felicidad propia no debería costar el sufrimiento de otra persona; todo debería ser en su justa medida. Las relaciones terminan por distintos motivos, pero lo que duele es la forma, no el trasfondo.

Hoy estoy abierta a la posibilidad de volver a empezar, agradecida por haber seguido las señales de mi corazón, que me dijo que no me casara, y de mi cuerpo, que me hizo sentir que aún no era tiempo de ser madre. Sanaré con el amor de mi madre y el calor de la familia que elegí, que son mis amigos. Pero nunca olvidaré el gran dolor que esto me causó.

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* Valentina (es su seudónimo, porque prefirió no revelar su identidad) es lectora de Paula y nos escribió al mail hola@paula.cl para compartir su historia. Si como ella tienes una historia que contar, escríbenos ¡queremos leerte!