Lecciones del paraíso
La ex modelo vivió 8 años en lo que llama el paraíso: una parcela en medio de un bosque nativo, a 20 kilómetros de Puerto Varas. Ahí armó con su marido, fotógrafo y pintor, un nido donde nacieron sus dos hijos. Pero hace un año volvió a Santiago. Estas son las lecciones que aprendió criando en el campo y las razones de por qué la capital volvió a ser una opción, cuando sus niños empezaron a crecer.
Paula 1180, Especial Aniversario. Sábado 15 de agosto de 2015.
¿Por qué te fuiste a Puerto Varas?
Me fui porque venía de vivir casi dos años en Nueva York, después en Santiago y Buenos Aires. Estaba cansada del ajetreo constante, de la ciudad, de los aviones. Anhelaba llegar a un lugar silencioso inmerso en la naturaleza, quería ser mamá y siempre me imaginé criando a mis hijos en un lugar tranquilo. Un bosque en las afueras de Puerto Varas nos pareció el nido perfecto.
¿Con qué te encontraste allá?
Con un paraíso en naturaleza, con volcanes y lluvias maravillosas que dejan todas las hojas limpias y brillantes. Me encontré con cielos increíbles y amigas que me emocionan. Cada día llegaba gente nueva, muchos jóvenes, lo que le daba una energía muy renovada. Por otro lado, más pragmático, también era importante para nosotros la conectividad, acceso a una clínica para poder parir y buenos colegios para cuando nuestros niños crecieran.
¿Cuál fue el mayor desafío en un comienzo?
Lidiar con la construcción de la casa, que implicó un desgaste enorme y también pasar por muchos malos ratos. Más estando embarazada. Cuando llegamos no había ni camino, ni luz, ni agua, ni gas. Fue literalmente comenzar de cero.
¿Pensaste en quedarte para siempre?
Pensé que me iba a quedar más; no uso la frase "para siempre", pero las cosas van cambiando en el camino, surgen nuevas rutas y me gusta que así sea, porque estoy abierta a irme sorprendiendo.
"Volver fue una decisión difícil, pero confluyeron varias cosas: la oferta educativa allá es poca, mis hijos estaban más grandes y extrañábamos la vida cultural: las exposiciones, los museos. Pero la verdad, no me gusta demasiado Santiago".
¿Cuánto cambió tu vida allá?
Todo cambió y maravillosamente, porque vivir a 27 km de "el pueblo", sin señal de teléfono, en silencio absoluto, con olor a bosque y a pasto mojado, todo sin apuro, es un regalo. En un comienzo, para entrar al campo había que bajarse a abrir cinco cercos hasta finalmente llegar a la casa de tejuelas de alerce en medio de 14 hectáreas de bosque nativo, con ciervos, liebres, una granja, perros y cocina a leña. ¡Me daban cero ganas de salir! Y así fue como estuvimos ocho años y medio ahí, guardaditos.
¿Qué significó para tu familia?
Ahí me casé, ahí nacieron mis dos hijos, ahí comencé mi familia.
¿Cómo es criar hijos en el campo?
Increíble, un sueño, muy rico pero también demandante, porque uno está sola, en mi caso sin red de apoyo ni ayuda de ningún tipo. Es una entrega grande, pero la retribución es aún mayor. Con el tiempo fui haciéndome de amigas y para mí fue como armar una segunda familia, porque al estar todas en las mismas condiciones nos unimos y nos apoyamos mucho. Tus amigas pasan a ser una suerte de tía y sus hijos, los primos de tus niños. Se forma un sentido de comunidad fuerte, un vínculo que en la capital no lo he visto.
¿Qué sientes que les diste a tus niños?
Mis hijos se relacionan con los animales y tienen un interés increíble, sobre todo el más grande por consultar en libros, enciclopedias o Google todo lo que no sabe de animales, meteoros, plantas, mucha inquietud por aprender a conocer todas las especies. Por otro lado, los dos son muy osados y libres. Cero temor. Cuando están en contacto con la naturaleza es cuando más felices son.
¿Qué aprendiste tú en el campo?
Aprendí cómo armar una huerta, de construcción, de animales, de maternidad, de amistad. También aprendí a cocinar, a leer un libro en 48 horas, aprendí que en la naturaleza están casi todas las enseñanzas que necesitamos. Y cuando digo esto no necesariamente me refiero a que las haya aprendido cabalmente, sino que entendí que ahí estaban y que nos enseña a disfrutar del cambio de los ciclos, a respetarlos y esperarlos, a responsabilizarnos de las consecuencias de nuestros actos, a disfrutar más lentamente, a estar atentos y conscientes, a valorar, a aprovechar bien el tiempo, a filtrar la compañía, a priorizar mejor.
¿Por qué volviste si eras tan feliz allá?
Fue una decisión muy difícil, pero fueron varias las razones que confluyeron. Lamentablemente, y por eso apoyo la descentralización con mucha pasión, la oferta educativa es poca, porque, a pesar de que el colegio donde teníamos a nuestros hijos era excelente en su tipo, nosotros queríamos educarlos en un sistema menos convencional y buscábamos educación más individualizada, ojalá Montessori. Hace poco abrieron un colegio nuevo en Frutillar así y está copado. También, con dos niños hombres ya más grandes dentro de la casa, ¡la lluvia comenzó a hacer más difícil la tarea de agotar su energía! y nosotros los adultos siendo ambos artistas, comenzamos a extrañar la vida cultural, estar más cerca del arte, las exposiciones, los museos. Por eso empezamos a considerar cambiar de lugar.
¿Qué encontraste al regresar a Santiago?
Lo máximo que me encontré fue el sol y lazos que extrañaba. Encontré un Santiago con una oferta cultural más desarrollada que cuando me fui y eso me hacía mucha falta. Pero también me ha llamado la atención la forma en que padres e hijos se relacionan acá, lo que es muy distinto a cómo es en el sur; en cualquier lugar público ves a la mamá contándole algo al hijo y él mirando el teléfono. También veo a los padres de la capital muy preocupados de que sus hijos sean exitosos; en el sur están más preocupados de que los niños se sientan queridos, cosa que para mi punto de vista es la base de cualquier éxito.
Ahora, ya instalada en Santiago nuevamente, ¿volverías a repetir la experiencia?
La volvería a repetir de todas maneras, pero ya no en Puerto Varas, ahora sería un lugar nuevo. La verdad es que no me gusta demasiado vivir en Santiago. Ahora pronto nos vamos a cambiar a Peñalolén, a los pies de la cordillera, a un lugar con más espacio y a 600 metros de un colegio que nos identifica. Es una buena combinación: menos auto, menos esmog, más silencio y naturaleza.
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