No tengo muchos recuerdos de mi mamá. Tenía 6 años cuando la perdí y fue de la peor forma que una hija puede perder a su madre: un día se suicidó. Yo era chica y nunca nos contaron la verdad. Más bien nos inventaron que había tenido un grave accidente. Pero algo me decía, a pesar de mi corta edad, que lo que había pasado realmente era otra cosa.
Mi mamá dejó a tres hijos: a Rosario de 15 años, que fue su hija mayor y quien nació en su primer matrimonio, a mí y a Jorge Pedro, que al morir ella tenía solo 4 años. Después de ese fatal día, mi hermano y yo nos fuimos a vivir con mi papá y su nueva mujer. Mi hermana Rosario, en cambio, se fue con su papá.
La vida nos cambió a todos. En algunos aspectos fue para mal y en otros para bien. A pesar de la tragedia empecé a tener una vida mas ordenada, como si fuéramos una familia perfecta y bien constituida. Mi papá gozaba de una buena situación económica, teníamos nana 24/7, un buen colegio y maravillosos veranos en Pucón. Mi madrastra era como una madre para nosotros. Se preocupaba de todo, iba a las reuniones de colegio, nos hacía rica comida, nos vestía y nos llevaba al doctor. Todo esto sumado al inmenso amor que nos entregaba. Mi infancia y mi vida parecía ser feliz y perfecta salvo por un solo detalle: mi verdadera mamá no estaba.
¿Cuán importante es la madre en la vida de un niño? ¿Puede el amor de otra persona reemplazarla? Muchas veces me cuestioné por qué me había pasado esto a mí, por qué todos mis compañeros tenían a su mamá y yo no.
Y vino entonces la adolescencia y con ella me bajó la rebeldía. Me vestía distinta y me gustaba llevarle la contra a mi papá en todo. Ser así me hacía llamar su atención, pero a la vez esconder mi dolor, esconder mis inseguridades y mi terror al verbalizar que mi mamá, en realidad, me hacía falta. Que de cierta forma me sentía abandonada. Creo que de alguna manera culpaba a mi papá de la muerte de mi mamá. Y él también sentía esa culpa.
Me costó muchos años asumir todo esto que me pasaba. Fue recién de adulta que fui al psicólogo para hacerme todas las terapias posibles para entender esto que me había pasado de chica y que nunca traté.
Mi primer pololeo fue en la universidad. Duré cuatro años, luego terminé y tuve varios más, pero me di cuenta de que de alguna forma siempre me las arreglaba para auto boicotear mis relaciones. Creo que en el fondo me daba pánico el compromiso. No quería ser abandonada nuevamente y entonces me era más fácil terminar yo antes de que se pusieran demasiado serias. Tampoco creía en el matrimonio, porque también era mi forma de evitar el sufrimiento, pues el único ejemplo que había tenido era el de mis padres y no hubo un buen desenlace.
Así estuve por años, pasando de una relación en otra y echándole la culpa al universo porque no me mandaba al verdadero amor. No me daba cuenta de que en realidad toda la culpa era mía. Hasta que un día, después de muchas terapias y trabajos personales, vi la luz y conocí a un hombre que me cambió la vida.
A mis 38 años fui madre por primera vez y me tocó enfrentarme directamente a mis miedos más profundos y a uno de los momentos al que me aterraba llegar. A ese momento en que indudablemente una mujer necesita más que nada en la vida a su propia madre. A ese momento en que todas las sombras y luces de ella se hacen presente nuevamente, en que todos los sentimientos se vuelven a vivir intensamente. La extrañaba día a día y me daba inmensa nostalgia el solo hecho de pensar en cómo hubiese gozado ser abuela. Me daba vueltas también la idea de si sería una buena madre sin ella a mi lado.
¿Qué historias heroicas le contaré a mi hijo sobre su abuela si prácticamente ya no tengo recuerdos de ella? ¿Cómo le describiré su olor, su risa y su forma de hablar? ¿Qué canción de cuna le cantaré si yo no tengo una en mi repertorio de infancia?
Son demasiadas las dudas y los miedos a los que uno se enfrenta al ser madre. Pero es tanta la felicidad y el amor que se siente también, que nada es más válido que seguir el propio instinto, instinto que ahora me dice que lo único que puedo dejarle como parte de su historia es su verdadera historia, sin mentiras, sin disfraces. La historia así como nos tocó.
Un día habrá crecido y lo sentaré a mi lado para contarle sobre su abuela. Le contaré todo lo que pueda, le diré la increíble mujer que era, pero también le tendré que contar que tenía una inmensa pena en el corazón que no le permitió seguir luchando.
No quiero tener temor ahora a la llegada de ese momento, quiero disfrutar el camino que tenemos hoy. Así, chiquitito e indefenso quiero acompañar cada uno de sus pasos y así ser para él la madre que yo no tuve. Y ser para mi madre el orgulloso resultado de los años que vivió para enseñarme lo que pudo sobre serlo.
María Jesús (38) es mamá y diseñadora de vestuario.