Leonardo Sanhueza, polígrafo

Acaban de aparecer tres libros que muestran su prolífica trayectoria de escritor: la reedición de los poemas de Tres bóvedas, que hace quince años fue premiado en España; La edad del perro, una novela sobre la infancia, y El hijo del Presidente, una crónica sobre la vida de Pedro Balmaceda, muerto a los 21 años. Además, es traductor, crítico, periodista, lingüista y geólogo de profesión. Leo Sanhueza cuenta las claves que mueven su inquieto y persistente trabajo.




Paula 1151. Sábado 5 de julio de 2014.

Acaban de aparecer tres libros que muestran su prolífica trayectoria de escritor: la reedición de los poemas de Tres bóvedas, que hace quince años fue premiado en España; La edad del perro, una novela sobre la infancia, y El hijo del Presidente, una crónica sobre la vida de Pedro Balmaceda, muerto a los 21 años. Además, es traductor, crítico, periodista, lingüista y geólogo de profesión. Leo Sanhueza cuenta las claves que mueven su inquieto y persistente trabajo.

¿Cómo se juntan y separan los diferentes modos de escribir que ejerces?

Parecieras ir de lo más complejo, la poesía, a lo más simple y abierto, lo narrativo. Soy medio enemigo de la especialización, de la trayectoria vista como un embudo. Hay escritores que están buscando un nichito, un género, un estilo, un tema que los identifique, y cuando se hallan cómodos se quedan ahí para siempre. A mí me da nervios encontrar mi talla, se me figura que es como comprarse el traje de palo por anticipado. No sirvo para eso, no tengo alma de notario. Prefiero moverme, no quedarme quieto. Yo escribo por necesidad, pero también por curiosidad, por ver qué pasa.

Algunos poemas de Tres bóvedas parecen la semilla de tu novela La edad del perro. ¿Qué elementos comunes se despliegan en tu escritura?

Bueno, los años pasan. Cuando escribí ese poema mi padre llevaba quince años muerto. Ahora lleva treinta y yo tengo cuarenta, la edad que él tenía cuando murió. Entonces no solo es una cuestión de géneros literarios, sino de las formas que va tomando la memoria, por no decir nada de mi propia vida, que ya ha dado sus buenas volteretas. Ese roce entre la memoria y la vida produce siempre algo dinámico, aunque a veces quede congelado en algunas palabras, como instantáneas de un recuerdo en plena transformación. En el fondo, sobre los recuerdos también se aplica el principio de incertidumbre de Heisenberg, en el sentido de que no es posible fijarlos más que como probabilidades. Los muertos son como un personal monstruo de Frankenstein, un work in progress que uno debe ir armando en el camino, pieza por pieza, a pulso, a ver si por ahí vuelven a vivir, a contarnos lo que no alcanzaron a contar.

Nombras a Rosamel del Valle como el poeta chileno al que te sientes más cercano. ¿Te sientes partes de una línea continua de la literatura chilena?

No sé si de una línea, pero sí de un ramaje. A Rosamel del Valle le tengo un cariño enorme. Me gustan muchas de sus ideas, por ejemplo la manera en que hizo del surrealismo un vehículo de la experiencia cotidiana. Creo que es un error tratar la tradición poética chilena como una serie más o menos lineal de generaciones o movimientos, porque en realidad es una red compleja, una constelación, que por lo demás se trenza con otras tradiciones y referentes. Teillier, por ejemplo, tiene vínculos evidentes con las vanguardias, que siempre se pasan por alto. Y Lihn, ni hablar. Me siento parte de eso, desde luego, diría que de la rama que parte en el cruce de Pezoa Véliz, Huidobro y De Rokha, y que prosigue con Rosamel del Valle y Díaz-Casanueva por un lado y Lihn y Teillier por el otro. No sé si me explico. Parece que no. Mejor así.

¿Qué autores de tu generación te interesan y recomiendas?

Eso es muy difícil, me pones en aprietos. Ahora mismo podría recomendar a veinte o treinta. La lista empieza con Andrés Anwandter, Kurt Folch y Alejandro Zambra, mis compañeros de siempre, pero no sé dónde termina. La literatura chilena actual es preciosa, está pasando por un momento increíble y variadísimo. En una misma escena tienes a autores tan diferentes como Matías Celedón y Gloria Dünkler, por ejemplo. O a Jaime Huenún y a Álvaro Bisama. Esa diversidad no se había dado nunca en Chile. De los más jóvenes, me interesa lo que hacen Víctor López, Francisco Ide, Rodrigo Olavarría, Romina Reyes, Juan Pablo Roncone, Simón Soto, por nombrar unos pocos que se me ocurren al voleo. Y de los más viejos, bueno, ahí ya estamos en el triángulo de las Bermudas, pero de todos modos hay que volver a leer a Gonzalo Millán de punta a cabo. Hay que bucear: esa es la mejor recomendación que puedo hacer.

Como crítico, ¿cuál ha sido tu último hallazgo literario?

Como lector, más bien. Me gustaría ser "crítico literario", pero también me gustaría ser astronauta. Como lector, entonces, debo decir que mis hallazgos más recientes no tienen nada de actualidad. Ha sido como descubrir el hilo negro: hace una semana, por ejemplo, me topé con los cuentos del italiano Dino Buzzati, de quien conocía sus novelas nada más. Son el tipo de cuentos redondos que ya nadie escribe y que, sin embargo, uno desea leer ahora ya. O La sinagoga de los iconoclastas del argentino Rodolfo Wilcock, que había postergado no sé por qué.

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"Es difícil recomendar autores de mi generación porque podría nombrar a veinte o treinta. La lista empieza con Andrés Anwandter, Kurt Folch y Alejandro Zambra, mis compañeros de siempre, pero no sé dónde termina", dice Leonardo Sanhueza.

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