Lidiar con un trastorno alimenticio con apoyo de amigas: “Ellas se propusieron lograr que yo volviera a disfrutar de la vida y sintiera goce y placer”

sororidad paula



“Cuando estaba en mi último año del colegio fui internada por un trastorno de conducta alimentaria severo. Unos meses antes, mi vida había tomado un vuelco radical. Pasé de ser una alumna y deportista ejemplar a pasar mis tardes encerrada en la pieza, aislada e incapaz de sociabilizar con otras personas que no fueran las que estaban al otro lado de mi pantalla del computador y que me compartían sus datos para bajar de peso. En menos de nueve meses cambié radicalmente, pero a la vez de manera progresiva –para que nadie dudara de mí– mis hábitos alimenticios y en poco tiempo, como suele pasar con los trastornos, mi energía y pensamientos diarios se volcaron exclusivamente a lo que se había transformado en mi único propósito de vida.

Contaba calorías, me metía a blogs para encontrar maneras rápidas y efectivas de eliminar todo tipo de grasa –ya no me quedaba, pero en mi cabeza seguía estando ahí– y sobre todo para encontrar maneras para disimular todo lo que me estaba ocurriendo. Y es que mi vida, de hecho, era una simulación; disimulaba mi malestar, mi angustia, mi baja de peso, mi falta de apetito –que en realidad era una voz interior que abatía el hambre– y el hecho de que no era realmente el peso o la grasa lo que me incomodaba, sino que mi existencia. Mi mente era mi prisión, mis pensamientos eran obsesivos y me engañaba a mí misma pensando que si quería, y cuando quisiera, podía parar.

Hasta que fue muy tarde y terminé en la clínica. Un tiempo después supe que habían sido dos amigas las que se contactaron con mi hermana mayor para expresar sus preocupaciones. Llevaban un tiempo viéndome debilitada, abatida, extremadamente delgada y sin ganas de vivir. Había perdido, según dijeron ellas, mi brillo. Y si bien habían intentado fomentarlo, ya no sabían qué hacer. Dudaron mucho antes de contactar a mi familia, por miedo a mi reacción, pero ya no sabían cómo apoyarme. La ayuda profesional era inevitable y, más que eso, necesaria.

Un tiempo después, cuando ya estaba de vuelta en mi casa, mi mamá invitó a mi grupo de amigas a pasar la tarde. Quería hablarnos a todas y escuchar lo que ellas tenían que decir. La idea era que cada una pudiera expresar libremente, sin tapujos, lo que había sentido, los miedos que habían pasado y también las presiones a las que cada una había sido expuesta. Quería asegurarse que nunca más hubiera una situación en la que alguna se sintiera incapaz de comunicar. Y esa tarde, mis cuatro mejores amigas me dijeron que en un momento sintieron terror y pánico, que pensaron que me iban a perder y que sufrían con tan solo tratar de imaginar lo que pasaba por mi cabeza. Ciertamente empatizaban –de hecho una de ellas contó que le había tocado batallar con un trastorno alimenticio de chica–, pero por lo mismo no querían seguir viéndome así. Ese día lloramos juntas y nos abrazamos mucho. Y sentí que realmente, dentro de lo que podían, me iban a ayudar a salir de ese lugar tan oscuro y tenebroso. Me sentí significativamente más fuerte, como no lo había sentido en mucho tiempo.

Han pasado diez años desde entonces y mi grupo de amigas, el mismo que me acompañó esa tarde, sigue siendo mi red de apoyo y contención. Lidiar con un trastorno alimenticio es un trabajo diario y permanente, de hecho una nunca se recupera del todo, aunque se cambien los hábitos y ya no se esté en una situación grave. Todos los días hay una pequeña batalla interna frente al espejo y hay que hacer un esfuerzo extenuante por no dejar que esos pensamientos nocivos sean finalmente los vencedores. Con el tiempo he aprendido que hay que darles espacio, porque de nada sirva que los reprima, eso tarde o temprano resulta ser contraproducente, pero después hay que decir basta. Y eso es todos los días. Pero en esa batalla diaria ha habido una constante; mi grupo de amigas. Son ellas las que, incluso cuando creían que yo no sabía lo que están haciendo, se propusieron lograr que yo volviera a disfrutar de la vida y sintiera goce y placer.

Son ellas las que durante años se las ingeniaron para inventar múltiples panoramas en los que, si bien la comida no era el centro –no querían ser evidentes y generar una reacción contraria–, era parte importante del panorama. Y yo sabía que lo hacían por mí. De hecho, de un día para el otro, nunca más se habló de dietas y ninguna de ellas dijo que se sentía gorda o fea. Y yo sabía que eso requería un esfuerzo para ellas, pero también agradecí que lo hubieran considerado y que se hubieran propuesto no hacerlo al frente mío. Y así con muchas otras cosas.

Cada una de ellas ha pasado por lo suyo y nos hemos apoyado en todas, pero yo sé que conmigo ellas hicieron un trabajo consciente y constante, que por ningún motivo pretendía reemplazar el trabajo profesional que hice y que sigo haciendo con mis terapeutas, pero que igualmente fue necesario. Y sé también que si hoy estoy aquí, en gran parte es porque ellas no iban a permitir que pasara lo contrario. Lidiar con trancas, inseguridades y trastornos es un trabajo diario, pero tener amigas que te sostienen y alientan en cada paso y movida, independiente de las cotidianidades y circunstancias, ciertamente es parte fundamental del proceso de reparación”.

Bárbara Valenzuela (29) es ingeniera comercial.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.