La primera vez que tuve un pololo fue en segundo medio. Era el hijo de mi profesora e iba dos cursos más arriba que yo. No me acuerdo bien cómo empezamos a pinchar, pero sí recuerdo que gracias a él me metí a la selección de vóleibol. Todos los recreos él se juntaba con un grupo de amigos en el patio, hacían un círculo y se pasaban los 20 minutos jugando. Y como yo quería ser parte de ese grupo, rápidamente me inscribí y todos los sábados, sin ausencias, practiqué para estar al nivel. No fue lo único que hice por él. Su familia era muy activa en política; eran de izquierda y escuchaban Silvio Rodríguez y Los Inti-Illimani. Al par de semanas de conocerlo, me aprendí el cancionero completo y cuando me juntaba con amigas repetía sus discursos con una convicción que a mí misma me sorprendía. Incluso me fui a comprar unos pantalones 'lana' a una feria artesanal para estar en el mood. Duramos unos meses juntos y después del verano de ese año nunca más nos pescamos.
Al año siguiente, me gustó otro. Yo era del 3°A y él del 3°F. Era el presidente del centro de alumnos y eso lo encontraba demasiado atractivo. De hecho, cuando recién empezamos a salir, algunos me decían 'primera dama' y yo me juraba la reina del colegio. El tema es que él pensaba completamente distinto que el anterior. Y así, de a poco, fui cambiando pequeñas cosas del discurso que había adoptado con mi ex. Hasta que no tanto tiempo después me di vuelta completamente la chaqueta. En menos de un año era otra persona.
Todo esto fue cuando tenía 16 años, en plena adolescencia, en esa época en la que uno se está definiendo como persona. Pero eso no hace que, ahora de adulta, cuando recuerdo mi manera de comportarme me avergüence. ¿Cómo podía ser tan poco auténtica? Obvio que la edad y mi inmadurez influían en mi comportamiento, pero creo que lo fundamental tiene que ver con lo que las mujeres estamos dispuestas a hacer por amor. De hecho, mucho más grande también me vi modificando rutinas y gustos a propósito de una relación. Y aunque sé que no puedo generalizar, conozco a muchas amigas que también han caído en eso. Conocen a un punky y se hacen punky; conocen a un full deportista y, aunque nunca antes tuvieran onda con el deporte, se hacen full deportistas.
A las mujeres siempre se nos crió –hasta mi generación, al menos– para agradar a otros. Y cuando atendemos o servimos a nuestras parejas, finalmente lo que estamos haciendo es que ellos se sientan cómodos. Creo que el hecho de modificar ciertos comportamientos, gustos o discursos, también apunta a lo mismo.
A esto se suma la importancia que se le ha dado históricamente a la relaciones de pareja en la vida de las mujeres. La sociedad desde pequeñas nos ha presionado a buscar el amor. Cuando niñas todas nuestras referentes son princesas que buscan un príncipe azul; después de más grandes las canciones nos hablan del amor; y cuando más viejas, si no nos hemos emparejado, nos dicen que se nos va a ir el tren. No creo que el amor romántico sea lo malo, lo malo es que nos hagan pensar que es lo más importante de nuestras vidas. Y es que creer eso nos hace estar dispuestas a cruzar límites para encontrar ese amor. Una de ellos es adaptar nuestros gustos a los de un hombre o a adecuarnos a su agenda y a sus amigos.
Sé que hay muchas mujeres que no lo hacen, ni lo han hecho, pero si me atrevo a decir que esto de moldearse al otro es una actitud que tendemos a tener más seguido las mujeres que los hombres. Yo que he caído en eso, ahora que lo escribo, me imagino lo ridícula que me debo haber visto cambiando opuestamente de looks cada vez que me gustaba alguien. Más allá de esa anécdota, creo que es importante que las mujeres entendamos que no podemos todo el tiempo hacer cosas para complacer o gustarles a otros. Porque primero, y más importante, es conocernos y gustarnos a nosotras mismas.
Francisca Lagos tiene 38 y es veterinaria.