“A comienzos de enero nos fuimos de vacaciones con la familia de mi marido. Veníamos planeando hace meses una ida al norte todos juntos. Después de varios meses sin vernos, por fin nos reuniríamos con mi cuñado, su esposa y sus 4 hijos. Irían también mis suegros.
Todo partió bien. La ilusión acumulada de vivir unos días en torno al ocio y al compartir momentos en la playa hacía que todo fuese perfecto. Veníamos con las pilas cargadas y muchas expectativas positivas en torno a lo que sería esta reunión. Pero como suele pasar, la imaginación hizo trampa y rápidamente todo lo que pensé sería color de rosas, se fue tiñendo de un amargo gris. Y es que aunque sé que convivir con otras familias no siempre es fácil, esta vez mi reflexión en torno a los niños ajenos se volvió muy profunda. Y me dejó triste y confundida.
Siempre he sido de la teoría de que si estás con niños que no son tuyos no debes hacer diferencias. Si le pongo bloqueador a los míos -cosa que asumo me da mucha flojera- lo hago con mis sobrinos si sus papás no están. Les compro helados si me lo piden, los invito a pasear si planeo salir con mis hijos y si queremos ver una película en mi cama, son todos bienvenidos. Pero, así como los regaloneo y cuido como propios, me siento en la libertad de llamarles la atención si hacen algo inadecuado o de decirles que eso no está bien si así me parece. Para mi el amor es eso, es “maleducar” a veces, pero también educar cuando corresponde, poniendo el respeto y el buen modo por delante. Eso no lo transo.
Pero estos días removieron algo que creó se trizó para siempre. Vi a mis sobrinos y a mis cuñados con otros ojos. Vi a personas que se mueven distinto por la vida, que siempre tienen que tener lo mejor. A niños a los que no les puedes decir absolutamente nada porque de hacerlo, te ganas sí o sí una pelea con sus papás. Niños a los que no se les podía llamar la atención cuando le pegaban a los míos o cuando, después de haberles compartido baldes y juguetes a destajo, eran incapaces de regalar una galleta. Y nadie dice nada. Ni mi marido ni mis suegros, porque nadie está dispuesto a enfrentar a esos padres ya que el costo de hacerlo es altísimo. Lo mismo le pasa a mi marido, que con tal de evitarse una pelea es capaz de tragar ira por semanas. Y yo, sorprendida con estos comportamientos también callé. Era la más lejana y guardé silencio. Un silencio incómodo, doloroso e injusto.
No me gusta inmiscuirme en la crianza del resto, no soy quién para hacerlo. Y no me siento superior, sé que muchas veces me equivoco, pero tener que permitir tanto trato diferente me dolió al punto de no querer verlos más. O por lo menos por un buen rato. Me sentí pasada a llevar y me di cuenta de que es muy difícil querer a niños que son tratados como niños especiales, niños a los que nadie les dice nada, niños que siempre tienen que ganar porque si no se amurran y sus papás se enojan. Es duro, pero después de estos días concluí eso: el amor se gana y no vi ganas de hacer nada para merecerlo. Al menos no el mío”.
Josefina tiene 42 años y es Técnico en Enfermería.